III

Los encuentros fueron sucediéndose en el tiempo con alterna fortuna. Me proporcionaron la evidencia de que mi oponente eludía, en cuanto le resultaba posible, una confrontación abierta con nuestras tropas. Aunque el combate personal siempre lo afrontó con la valentía que le era usual. Pues si acostumbraba ceder terreno y dar pasos atrás en la batalla, si su buen juicio se lo aconsejaba, no significaba ningún desdoro para su acreditado valor, que realizaba con estratagemas de combatiente consumado, fuerza de titán y arrojo de oso, que todo en él era descomunal; también el timbre de su voz y el tono hiriente de sus palabras. Nunca perdía el humor, y hasta parecía celebrar las ocasiones en que se encontraba más comprometido durante la pelea. Al menos era su comportamiento cuando luchaba conmigo, incluso alababa mis hazañas y lances cuando eran acertados, como si le regocijara sufrirlos, cuando significaban un peligro para su vida. Extraño personaje que nunca acabaría de entender. A pesar de que los años y los enfrentamientos fueron buena escuela para conocernos, tanto en los modos personales como en las tácticas y argucias que cada cual utilizábamos en el movimiento de las tropas. Sus inagotables recursos de ingenio agudizaban el mío, pues no sólo ansiaba igualarle, sino aventajarle.

Escudriñando por las bibliotecas de los monasterios aprendí el modo en que los griegos superaron a sus oponentes, con ser éstos más numerosos, mediante el invento de la larga y flexible falange. Y cómo posteriormente los romanos les superaron al corregir los defectos que la falange presentaba, de donde surgió el manipulo que les proporcionó la superioridad táctica. La misma sorpresa que experimentó Thumber cuando nos enfrentamos en la siguiente ocasión: «¡Bravo invento, Avengeray! ¡Me aventajaste!», que nunca fuera remiso en la alabanza. «Es invento viejo, Thumber. Pero tú no conoces latín.»

No era ésta la sola ventaja. Valientes y arrojados eran sus soldados, prontos a morir, como si no existiera retorno después de cada envite. Mas los nuestros habían aprendido a pensar y nunca les fueran a la zaga en bravura, como animados por la venganza; maniobraban con facilidad y desarrollaban las tácticas señaladas, con lo que durante la batalla adoptaban los esquemas previstos y aun ajustaban sus evoluciones según nuestras órdenes. Así resultaba imposible a los piratas romper aquellos cuadros sólidos que no presentaban grieta alguna, pues en cayendo un guerrero otro cubría el hueco. Batiéronse, pues, en retirada, y el vikingo reconoció su fracaso. Como éramos dos ejércitos condenados a una eterna rivalidad, más se ganaban las batallas por el planteamiento que por el número de muertos, que ya en nuestro caso no se producían grandes mortandades, pues no se justificaba sacrificar soldados inútilmente.

Influencia tuve en el arte guerrero, pues reyes y grandes señores que mantenían ejército abandonaron poco a poco el ataque masivo, como solían desde antiguo, al reconocer la superioridad de la maniobra, donde un reducido cuerpo de tropa podía resistir a ejércitos muy numerosos. Y aquel que no aceptó el cambio hubo de pagar extremado tributo.

Las batallas se nos tornaron más duras, los encuentros más espaciados, pues si antes el valor individual decidía el resultado, ahora lo hacía el conjunto. Sin que caballeros y paladines renunciáramos a nuestro privilegio de salir por delante a justar y entablar nuestros combates, que en algún caso propiciaban el resultado de la contienda.

Cada vez resultaba más difícil la tarea de encontrar a Thumber. Todavía más sorprenderle. Se extremaba el espionaje, con exploradores propios y espías pagados, y el apoyo del pueblo en nuestro caso, nuestro más eficaz colaborador para conocer sus andanzas y localización.

No menos activo resultaba el vikingo. Infería, por los resultados, que no sólo conocía nuestra posición, sino que adivinaba nuestras intenciones. Lo que no debía ser extraño, pues que zorro más taimado nunca conociera.

Convenía Aedan en que para Thumber cada encuentro le reportaba dificultades, pues arriesgaba y perdía hombres, sin obtener de nosotros botín alguno que le compensara. Siendo tan diferente al nuestro su código de honor, el orgullo de llevar a cabo soberbias hazañas no le gratificaba, como no fuera resultarle más temeroso a sus enemigos. Aunque para los cristianos fuera inconcebible, batirse en retirada, retroceder, ceder terreno ante el enemigo, no significaba para el bárbaro una derrota, ni lo considerarían sus amigos vencido ni deshonrado. Para los piratas sólo tenía significado el resultado final. Cierto que su fama de guerrero valiente y duro le rendía soberbios beneficios al debilitar a sus enemigos, por lo que encaminaba a tal intención sus hechos de armas. Y si continuaba enfrentándose a nuestras tropas cuando le obligaba a ello, era por mantener su prestigio y fama. Pues a pesar de sus bromas y el bien demostrado humor de que se servía, encontraba enojoso nuestro asedio, y en momentos de apuro, cuando mi rabiosa acometida buscaba segarle la vida, viéndose obligado a retroceder y cubrirse, solía exclamar: «¡Sois un maldito empecatado!», mientras su voz mostraba un cierto enfado.

Nuestro mutuo conocimiento había llegado al extremo de esforzarnos en lograr ventaja del vicio ajeno tomando provecho de la virtud propia. Thumber era ambidiestro. Acostumbraba luchar hasta el límite, que nunca le era corto pues su fortaleza le situaba por encima de muchos destacados combatientes. Y cuando el oponente le juzgaba tan cansado como él mismo, cambiaba el arma de mano y proseguía tan recuperado como si de nuevo comenzase. Al enemigo que lo ignorase quedaba poca probabilidad de sobrevivir. Esta cualidad fue la que derrotó a mi padre.

Conociéndole tal condición pugnaba yo por vencerle arrollándole con un impetuoso ataque desde el principio. Y a fe que lograba colocarle en situaciones comprometidas, de las que otro no hubiera logrado escapar; era entonces cuando me llamaba empecatado y empecinado. Cómo lograba sobrevivir a mi corajudo empuje, explicaba su probada maestría. Y cuando menguaba mi acometida inicial, era el momento en que podía desarrollar su fortaleza, incluso llevarse mi vida y con ella la venganza que tan arduamente perseguía. Pero entonces Aedan, para mi disgusto, aprovechaba cualquier incidencia del combate para interponerse y continuar luchando contra el vikingo. Mas me parecía un acuerdo, pues otras veces eran Teobaldo o Alberto los que intervenían, y hasta Cenryc tomaba parte en el relevo. Sospecha que siempre rechazaron, pero maniobra que llevaban a efecto con extremado cuidado, sin dar jamás ocasión a mi desdoro. Y si Thumber llegó a percatarse, nunca hizo mención.

Regañé a los tanes por este concierto, que siempre negaron, aunque lo sabía motivado por su gran cariño. Pues también probaron a combatir contra Thumber desde el principio para mermarle las fuerzas y entregármelo cuando mi fiero ataque tuviera mejores posibilidades de doblegarle, mas también me contradijeron alegando no ser otra cosa que acciones dentro de la batalla, que siempre se presenta de modo diferente. Como fuera, Thumber era para mí el guerrero más admirado, al no conocer a ningún cristiano ni pagano capaz de igualarle, lo que me llenaba de orgullo. Pues un enemigo vulgar y sin relieve me hubiera deshonrado. Ya que el mayor honor de un hombre nace de la calidad de sus enemigos. Por ello nunca consentí se rebajase la condición de Thumber en mi presencia, pues cuando le tacharon de felón y sanguinario atendiendo sólo a sus defectos, enumeré sus muchas virtudes, que siendo pagano los contrarrestaban con exceso. Cortesanos hubo, eternos jugadores del vocablo y del ingenio, extrañados de que admirase al enemigo mortal, asesino de mis padres, expoliador de mi reino. Sin percatarse de que, al vituperarle, era a mí a quien afrentaban. Cierto me estaba en que mi padre, espejo y luz de la caballería, lo entendería así. Pues cuando su espíritu me visitaba por las noches, acostumbraba exponerle mis hazañas y hechos, e insistirle en que eran mi norte e inspiración las reliquias que me entregase, cetro y corona colocados sobre una almohada carmesí orlada de flecos de oro, expuestas sobre un baldaquín ricamente bordado, que siempre aparecía en mi tienda expuesto como un altar, donde moraban las razones que sustentaban mi vida y la venganza que la alimentaba. Y nunca el espíritu del rey, mi padre, desmintiera mis razones.

También mis buenos tanes acudían al altar para rendir cuentas a su antiguo señor de la misión que les encomendara. Todos lamentábamos la cada vez más evidente prueba de que Thumber nos rehuía, y cuando había de aceptar batalla procuraba eludir un ataque frontal, y en vez de empeñar toda su fuerza, evolucionaba de modo que lograba hábilmente escapar incólume. Ante esta seguridad exponía a mi padre la idea de que quizás conviniera cambiar el objetivo. Que sería reconquistar el Reino del Norte, donde todavía subsistía el viejo rey Raegnar, debilitado por los años, que ahora sufría rivalidades y traiciones de los jóvenes nobles, cuya ambición era más fuerte que su fidelidad. Mas el espíritu de mi padre, que se me aparecía en sueños, no quiso resolverme estas incertidumbres. Lo que me llenaba de indecisión al desconocer si mis actos y mis ideas coincidían con sus deseos, si su silencio deberíase a enfado por mi pretensión de aplazar la venganza para mejor oportunidad. Quizás se debiera a lo impreciso de mi proyecto, con lo que persistí en madurar su resolución, mientras mi padre continuaba cejijunto y silencioso en sus apariciones.

Aunque un día tuve la respuesta. El sol había traspuesto la cumbre de la montaña lejana. La tarde quedaba tibia, luminosa, brillante. Un nimbo dorado le prestaba la blandura de un sueño. Sobre la cresta de la sierra predominaba un cuchillo agudo que simulaba rasgar el aire como una aleta de tiburón la superficie del mar. Más allá se dibujaba, contra la claridad difusa, la silueta de una mujer yacente. Y en la ladera, acunado, un pueblecito. En lo alto del cielo, como ojo polifemo, el lucero de la tarde.

Contemplé el trazo de un oscuro sendero, por el que comencé a caminar. Me hundía en una bruma tan apretada que sentía su hálito rozarme el rostro, que palpaba con mis manos desnudas. De repente me cerró el paso un oso gigantesco; a los lados se desplomaban afilados precipicios por donde era imposible escapar. Cuando de súbito apareció un caballero envuelto en mágico resplandor, como una centella luminosa, y el oso se revuelve y desaparece, quedando expedito el camino sobre un sendero abierto a la esperanza. Caminando adelante me condujo allí donde el mundo cambia, donde sólo se formulan preguntas cuya respuesta es la intuición.

Mi gran inquietud desde aquel momento fue esperar que la profecía se cumpliese. Me parecía que claramente mostraba mi predestinación. Mucho me placía, pues, comprobar que toda mi vida no transcurría en balde; antes bien eran mis pasos concertados, mi razón notoria, mi empeño cierto. Que si perseveraba serían abiertos los caminos, viniendo a mi encuentro un ser prodigioso lleno de luz para conducirme al cumplimiento de mi venganza. La figura del oso lo confirmaba. Aunque una duda me acometía: no quedaba claro si el vikingo acabaría huyendo, lo que me causaba desazón y disgusto y sólo pensarlo me contristaba por la gloria que me sería negada, o si finalmente lograría vencerle en combate, dándole muerte. Lo que, desde lo más profundo, allí donde reside la sinceridad del alma, me parecía un triste fin. Porque, así me perdonase el espíritu angustiado de mi padre, si me faltara Thumber, ¿sería tan glorioso mi destino? ¿Es más feliz el hombre concluida la tarea que mientras la realiza? Y aunque fuera justa la venganza y querida por los cielos, ¿qué iba a quedarme después de cumplida? Sin duda reconquistar mi reino. ¿Y después, ya pacificado y reconstruido? Acometer otro empeño, pues debe sucederse la ilusión constante en nuestro corazón para iluminar nuestra vida. Quizás la luz irradiada por el caballero de mi visión representase el espíritu infatigable e indestructible, la confianza ciega en llegar a un fin, que al final el hombre nunca es vencido si no se derrota a sí mismo.

Siendo tales razones obsesivas por aquel tiempo, me sobresaltó una repentina visión, que me pareció sueño. Cabalgaba por un estrecho vallecillo, entre dos crecidas montañas, en busca de alguna pieza que cobrar con el halcón o los perros, durante un descanso del duro ejercicio en el cercano campamento, cuando por una especie de desfiladero surgió una figura iluminada por vivo resplandor. Caballero en una mula de plácido y acompasado paso, despreocupado el continente. Advertí que andaba desarmado y ajeno a los peligros del mundo. Me detuve, para permitir que me alcanzase mi escudero. Le pregunté si contemplaba lo que yo. Sólo alcanzaba a distinguir a un religioso cabalgando sobre una burdégana, que quizás se trasladase de convento o cualquier otra razón de su ministerio. «¿Y alguna señal muy particular no veis en él?» Replicó que afinando la vista se atrevía a decir que era fraile y hasta posiblemente peregrino, y nada más.

Galopé a su encuentro. Descabalgué y me prosterné con reverencia a sus pies, dando gracias a Dios por haberse cumplido la profecía, pues el santo de resplandeciente aureola se me había presentado.

A preguntas del fraile hube de aclararle cómo se me había representado en sueños, nimbado de radiante luz fulgente sobre su cabeza, que le acompañaba por toda la figura hasta envolverle.

El buen fraile, que lo era peregrino y regresaba de Tierra Santa habiéndose salvado milagrosamente de todos los peligros durante muchos años, dijo que nadie antes que yo le encontrase la aureola. Se inclinaba por ello, ante la predestinación, arguyendo que nunca el cielo decide en vano, y pues nos unía, tendría sus planes para nosotros y nos señalaría el camino. Mas él no merecía la devoción que yo le mostraba, pues que sólo era un fraile humilde y pecador; el resplandor nunca se debería a su santidad, sino a la sagrada reliquia de la Santa Cruz que consigo traía. Y como nos la mostraba cuando ya habíamos llegado al campamento, mis valientes tanes y todo el ejército se unieron para postrarse con unción. Se confirmaban en que todo ello certificaba el cumplimiento de la profecía, viéndose victoriosos tras aquellos interminables años de inquebrantable empeño.

Inútil fue mi intento, llevado a efecto con disimulo, para saber si alguno distinguía la aureola que envolvía al peregrino. Ni siquiera Penda, que por espíritu debía de serle el más cercano a todo lo milagroso, observara nada.

Accedió, bajo mi constante ruego, a quedarse con nosotros. Lo que llenó de júbilo a los tanes y a la tropa. Mandé entonces fabricar un precioso joyel relicario para albergar dignamente las sagradas astillas del madero en que recibiera la muerte Nuestro Señor Jesucristo.

Una ilusión renovada penetró el ánimo de toda la mesnada. La larga espera en aquel apartado campamento, fuera de toda ruta, se les hizo más llevadera. Tenía por virtud eludir la localización y desorientar a Thumber, ya que, además, sus espías se delataban por ser extraños, y, aunque imitasen las ropas, les denunciaba el lenguaje. Mientras los nuestros eran nativos, y aun el mismo pueblo llano nos apoyaba. La posición nos favorecía.

Finalmente nos llegaron noticias, difíciles de interpretar en principio. En el Estuario del Disey se había producido un desembarco; arrasaron el fuerte y aniquilaron la guarnición a fuego y espada. Se trataba del rey Horike y su horda de danés, que después se mantuvieron sobre el terreno. Y tal acción sólo podía interpretarse en un sentido.

El rey Ethelhave reunía el ejército apresuradamente, retirando tropas de las guarniciones extendidas por el reino, y avanzaba despacio sobre el estuario, mientras se le incorporaban las fuerzas que había llamado.

La inmovilidad de Horike presagiaba algún nuevo acontecimiento. Nos inquietaba, pues profesábamos a Ethelhave profundo afecto desde los días en que acudiera a la llamada de mi padre, aunque fuera derrotado en los Pasos de Oackland. Y ahora Ethelhave se hallaba en idéntica situación: como antaño Raegnar, venía Horike, príncipe sin tierra, a conquistar un reino. Temíamos por él, pues le sabíamos viejo y combatido dentro de su propio ejército por nobles descontentos e intrigantes. Cada facción luchaba más contra sus rivales que contra el enemigo común.

Crecieron nuestros temores al confirmarse las sospechas: sobre el estuario confluyeron muchas velas, y a poco supimos que el recién llegado era nuestro mortal enemigo. Todos rebullimos de enojo, viendo una repetición de la historia; al fondo, el mismo siniestro personaje.

Opinaban que era momento de hacernos presentes, ahora que habíamos localizado su posición. «¿Conocería él la nuestra?», pregunté a Aedan, quien encogió los hombros con un interrogante. En cualquier caso ignoraría que con el mismo interés seguíamos sus pasos que los del lento Ethelhave. Táctica suicida la del rey cristiano, pues si la horda de Horike ya resultaba peligrosa, con el apoyo de Thumber se convertía en mortal. Mas todos sabíamos que nunca Ethelhave se distinguiera por sus cualidades guerreras, ni su ejército era aguerrido, ni sus hombres fieles.

Los exploradores regresaron con una carta de Ethelhave, lacrada con sello real. Solicitaba mi ayuda y me recordaba aquel lejano día en que él no dudó en acudir a la llamada de mi padre. No hubiera sido preciso evocarme el episodio, pues igual la tropa que los tanes, y yo mismo, conservábamos el recuerdo en el corazón. Y en apoyarle todos estábamos decididos.

Mas, la doble oportunidad de defender a Ethelhave y combatir a Thumber redoblaba nuestra satisfacción. Estábamos seguros de que ahora, con la ayuda de las reliquias de la Santa Cruz, venceríamos: llegado era el momento de cumplirse la profecía y lograr la ansiada venganza, querida por los cielos. Y tal confianza me preocupaba. Ignoraban que el demonio puede entorpecer los designios celestiales y fracasar así nuestras esperanzas, pues Dios no nos concede su favor cuando lo deseamos, sino cuando lo juzga conveniente, si lo merecemos. Aunque en el secreto de mi alma confiaba que la llegada del peregrino nos traía la resolución favorable.

Despaché correos a Ethelhave asegurándole nuestra ayuda. Agradecía sus ofertas de recompensas y regalos, pero lo mismo hiciéramos sólo por reconocimiento de sus méritos. Le señalé nuestra ruta y el lugar de reunión. Y cuando la distancia entre nosotros fue la aconsejable me adelanté para saludar al viejo rey, y asegurarle nuestra fidelidad y disposición. Se mostró satisfecho, pues con nuestra colaboración mantenía la confianza de salvar el reino y la corona.

Al avistar la llanura que desde el mar se adentra, flanqueada al fondo por los brazos del Disey, divisamos al enemigo. Dos grupos de tiendas confirmaban que la alianza estaba reducida a Horike y Thumber. Pedí a Ethelhave el privilegio de situar la mesnada frente a la de Thumber y lo comprendió. Desconocía particularmente la habilidad marcial de Horike, mas el valor y la bravura eran connaturales a todos los vikingos. Al pensar que Horike nunca igualaría a Thumber, le juzgaba menor enemigo para Ethelhave. Aunque mucho temía le resultase excesivo, pese a serle superior en número.

Se dispuso el campamento y las tiendas fueron plantadas. Cuando penetré en mi pabellón, invoqué al espíritu de mi padre, el rey, simbolizado siempre por la corona y el cetro colocados sobre el rico almohadón, para que no nos faltase su asistencia en aquella batalla, ni la de Dios, que juzgaba decisiva para el Reino de Ivristone y para nosotros mismos.

Acudieron los tanes a mi pabellón, después que hube discutido con Ethelhave y los suyos el plan de batalla. Difícil fuera lograr un entendimiento ante criterios tan dispares, pues le faltaba autoridad. La sola contemplación de su campamento ya merecía las críticas de Teobaldo, quien desesperaba que tropa tan desorganizada pudiera enfrentarse con éxito a enemigo tan poderoso, aunque se les reservara los que considerábamos menos fuertes.

El ejército de Ethelhave venía compuesto por soldados de lejanas guarniciones y reclutas arrancados de sus tierras durante la época de recolección. Jamás entre cristianos se emprendieran campañas en tal época, de la que dependía el bienestar del reino, mas los paganos violaban tan antigua tradición sin escrúpulos. Los paisanos se quejaban de ser obligados a arrostrar peligros e incomodidades de armas, y apenas disimulaban su mala voluntad en acudir a la convocatoria del rey. Como no pudieron rehusar, pensaban sólo en salvar sus vidas, cansados de sus señores naturales. Pues, ¿cómo pedir a los demás lo que no estamos dispuestos a darles?

La tropa durmió velada por la centinela. Despachado y revisado lo más conveniente, atendidos los partes que me llegaban y los que mandaba buscar, dormité a ratos para reponer energías con que acometer la jornada que nos aguardaba.

Cuando penetró Aedan, vigilante la noche entera como solía en vísperas de batalla, pues nunca fiaba ni del enemigo ni de nosotros mismos, ya me encontraba en pie. Anunció la hora prima y me dio parte de novedades, reducido a un solo punto: Thumber había intercambiado con Horike su posición en el campo. Al tiempo había adelantado la mitad de la distancia que nos separaba la noche anterior. Tal movimiento realizado en el último momento perseguía evitar que tuviéramos tiempo de rectificar nosotros, por ser Ethelhave lento y poco maniobrero.

Thumber había escogido destrozar a Ethelhave de modo fulminante. «¿Y qué pensáis que hará después?» «Revolverse contra nosotros, que quedaremos entre dos frentes. Confía en la resistencia de Horike», expuse. Le referí que durante la noche enviara exploradores: las naves de Thumber se encontraban a nuestra espalda, escondidas en una revuelta del río, encubiertas tras los islotes, embarcada parte de la tropa. Preveía así que, si acabásemos primero con Horike, pudiéramos situarnos a su retaguardia. Avanzaría entonces hasta el río para reembarcar, al amparo de sus propias tropas.

Explicamos a los tanes la situación. Nuestra ventaja consistiría en derrotar a Horike antes que Thumber a Ethelhave. Esto exigiría de todos los hombres un esfuerzo supremo. La rapidez condicionaba nuestro destino.

Y gracias sean dadas a nuestro Divino Protector pues aunque el enemigo era bravo, resultábamos superiores en preparación. Cuando tras muchas horas de sangrienta lucha, en la que cada uno de nuestros hombres realizó inimaginables proezas, nos desembarazamos de tan incómoda como valiente horda, al volver grupas para perseguir a Thumber encontramos que ya había emprendido su marcha hacia el interior, en procura de sus naves. Dejaba tras de sí un campo sembrado de cadáveres, destrozado el ejército cristiano, al que dividió y combatió por grupos separados, aunque le llevó tiempo y valor quebrantar a los pocos hombres fieles a su rey. Los cuales, al cobrar caras sus vidas, decidieron el resultado de la campaña, pues retrasaron los planes de Thumber y permitieron nuestra victoria sobre Horike. Ethelhave yacía bañado en sangre sobre su propio escudo, y en derredor se encontraban los nobles y los cinco obispos que le acompañaban, pues se agruparon en torno a su rey para morir con honor.

El campo aparecía sembrado de cuerpos retorcidos y vacíos de sangre, cuya contemplación nos llenaba de dolor. En lamentarlo estábamos cuando se nos llegaron cerca algunos caballeros: de rodillas procuraban tocar mi armadura con la punta de sus dedos, al tiempo que nos saludaban y se ofrecían como servidores. Dijeron: «¡Pues que eres el vencedor, ya que permaneces sobre el campo, salud a ti, rey de Ivristone: nadie se opone a tu ejército ni a tu proclamación!».

Como se levantaran la visera para saludarme vi que se trataba de los que más discutieran cuando la reunión con Ethelhave la pasada noche, disconformes y protestones, indisciplinados y desafiantes. Lleno de ira les grité con dolor: «¡Hombres sin honra: después de aceptar sus anillos y bebido su hidromiel, todavía pensáis traicionar el cadáver de vuestro señor, yacente a nuestros pies atravesado por la espada!». Pasado el tiempo supe que con estas palabras gané su enemistad, como más tarde se verá: «Tengo un reino propio para disputárselo a un guerrero. ¡No me propongáis que despoje del suyo a una viuda!».

Me separé del grupo de suplicantes, pues me avergonzaban. Ordené a los soldados que recogieran los restos mortales de sus señores para llevarlos a sus moradas, donde les tributarían los honores debidos a los valientes. A los míos pedí reunir los de Ethelhave y los cinco obispos, para conducirlos al castillo de Ivristone.

Escribí un mensaje para mi señora Ethelvina, reina de Ethelhave, informándole del lance y los resultados. Le aseguraba que de mí nada había de temer. Antes bien me tenía y entregaba por su servidor si se dignaba aceptar mi ayuda, y nos dirigíamos al castillo para entregarle los cuerpos del rey y los obispos, y asistir a los funerales, si nos era permitido, para honrar a tan valientes guerreros.

Dos semanas después renové con palabras mi ofrecimiento. Fuimos recibidos con pompa y solemnidad en el patio del castillo. La reina viuda, rodeada de su corte, para mostrarnos su reconocimiento, nos honró, al fraile peregrino titulándole obispo de la sede primaria de Ivristone, con residencia en el castillo, y a mí Gran Senescal de Guerra, que era tanto como situarme en autoridad detrás de ella.

Para nuestros queridos tanes y guerreros nos entregó anillos y territorios, como había prometido el difunto rey.