Puede el hombre orgulloso vanagloriarse de no precisar de los demás, de deberlo todo a su propio esfuerzo e iniciativa. Puede, situado en la cúspide, juzgar con desprecio e indiferencia a los que quedaron atrás, consumidos por el esfuerzo de encumbrarle. Puede, finalmente, pensar que si viven, a él lo deben. Líbreme Dios Nuestro Señor de albergar tales sentimientos: cuanto alcancé, al esfuerzo y sacrificio de mis amigos lo debo. Pues ningún hombre se levanta solo, sino apoyado en quienes le rodean. Nadie, aun cuando el hombre lo niegue en su soberbia, es tan independiente de los demás.
Dios me deparó el regalo de mi buen Cenryc, generoso, prudente, amante padre, humilde y sencillo en su grandeza. De no haber dispuesto Dios mi presencia como príncipe, fuera Cenryc el más digno señor de tan excelentes servidores.
Hízome olvidar mi desgracia, agradeciendo al cielo la ventura presente. Que era maravilla contemplarnos vivos cada amanecer, dispuestos a una nueva hazaña, un nuevo empeño, concediéndonos fuerza para soportar las contrariedades, amar a nuestros amigos, considerar humanos a nuestros enemigos pensando que, Dios lo sabe, también sentirían amor por sus hijos y sus esposas, se esforzarían por su reino, se sacrificarían en pro de sus vasallos.
Nunca podré agradecerle suficiente haberme colocado al lado de mi buen Cenryc, dispensador de conocimientos, disculpador de flaquezas e ignorancias, que las tuve y supo disimularlas. Sin un solo gesto displicente, enseñándome sin que los demás notaran mis errores. Que si mi padre me armó caballero, él me transformó en adalid, y si aquél fue mi padre material, éste lo fue espiritual; me moldeó como hubiera hecho con un hijo propio. Al no cegarle la pasión de la sangre, el amor le nacía en el manso regazo de su corazón.
Vuela en mi mente la imagen de mi padre como gigante enfrentándose a los dragones que acabaron arrebatándole el reino y la vida. Cenryc anida en mi corazón como suave bálsamo obligándome a caminar sin amargura, aunque nadie pueda impedirme la tristeza.
A todos mis tanes guardo el amor con que me criaron. Recuerdo con emoción la virtud de Penda, profundamente religioso. Hijo de un rico vasallo, Intendente de la Corte, quien procuró una sede arzobispal para otro hijo, quedando él para servir al rey, aunque más merecía el nombramiento. Pensaba reparar la injusticia y concederle el báculo y la mitra en cuanto alcanzara el trono y tuviera prerrogativas, pues otro mejor dotado no conocía.
Ensalzar también debo la virtud de Alberto, buen conductor de hombres. Sabía hallar la fórmula oportuna para contentar, interesándoles en la misma idea. Todos confiaban en su buen juicio. Componedor de entuertos y consumado avenidor, en lo que era maestro. No vacilaba en inventar lo necesario si el bien común lo justificaba. Al final todos quedaban reconocidos. A él debo el difícil aprendizaje en el arte de la diplomacia, con el desarrollo de una infinita paciencia.
No menos aprendí de Teobaldo, cumplidor inflexible en quien podía confiarse. Me enseñó la importancia de la planificación y el valor de los detalles. Le satisfacía la tarea meticulosa y la previsión. Sufrimientos y desesperanzas nunca se reflejaron en su rostro. Se mantenía equilibrado de carácter. Argüía que el destino era mudable; otros tiempos vendrían y entre tanto no merecía trastocar el ánimo.
Cenryc insistía siempre en que un guerrero debe mantener caliente el corazón y fría la cabeza. Idéntica máxima me exponía Aedan, guerrero improvisador, fuerte y temerario a veces, impetuoso y genial, capaz de alzarse con el triunfo donde otros desconfiaban. Poseedor de intuición y astucia. Me entrenaba con espada y hacha, también con la maza y la lanza. Me reprochaba los arrebatos cuando sólo usaba la fuerza, olvidando que el ataque y la defensa deben controlarse con el juicio. Y en prueba me infligía tan severos castigos que bien pudieran costarme la vida en lucha real. Imprevisible en el combate, mucho aprendí de sus argucias y tretas. Le debo no haber desfallecido nunca, pues afrontaba cualquier momento difícil con inspiración. Y si para ello se separaba alguna vez de las instrucciones recibidas, justo es reconocerle que entonces los resultados superaban lo previsto.
Luchaba también con los otros tanes y hasta con destacados soldados de la mesnada. Deseaba aprender todos los estilos y maneras, que cada cual usa sus astucias. Y aun cuando no siga las mismas el villano que el caballero, ambos pretenden conservar su vida y arrebatar la del contrario. Todos se esforzaban en transmitirme su experiencia y habilidad preparándome para el momento de mi venganza. Que ya no era solamente mía, sino que tal honor comprendía a todos.
Debo mi gratitud hasta al último soldado. Estoy seguro de no engañarme pensando que jamás hubo ejército más disciplinado y encariñado con una ilusión común, espíritu de sacrificio y lucha. Conscientes de que el enemigo era fuerte y difícil de vencer.
Siempre bondadoso, Cenryc trataba de frenarme: «Encomiable es vuestra impaciencia, mi señor, por enfrentaros a vuestro enemigo. Si no fuera así os reconvendría por ello. Mas pensad que el peligro debe afrontarse al menos con una fuerza similar a la de vuestro adversario. Ejercitaos. Luchad. No cejéis nunca. Llegará el momento, cuando os encontréis preparado, y el ejército os responderá con fidelidad. Ved, mi señor, que cuantos os rodeamos seremos siempre imagen vuestra, como reflejados en vuestro espejo. Cuando seáis el mejor guerrero entre los cristianos habrá llegado el momento».
Recuerdo aquellos años como los más felices, a pesar del desasosiego que los fantasmas levantaban en mi interior. Me rebullía en sueños el espíritu de mi padre, el rey, clamando por su venganza, que habría de permitirle descansar en la otra vida, pues hasta entonces le estaría vedado. Mas, en opinión de Cenryc, se imponía la espera.
Ocurría entre tanto que nuestra fama era propagada por los juglares, que cantaban en los mercados y en las cortes cómo el pueblo se sentía amparado por nosotros contra las hordas invasoras, por lo que nos pagaban voluntariamente tributo y nos proveían de víveres, pues acudíamos con la mesnada para defender a los campesinos contra los piratas. También cuando algún señor nos solicitaba como aliado para proteger sus dominios de aquellos salvajes que todo lo asolaban, matando, robando, incendiando. Nos importaba mantener buena armonía con los reinos vecinos, pues que nos permitían transitar por sus territorios sin considerarnos enemigos, antes bien como amigos y defensores de su pueblo. Procuraba Cenryc y los otros tanes ensalzarme como caudillo, crecía mi fama y poco a poco construyeron una leyenda en torno a mi juventud. Y aunque era consciente de que los juglares y los poetas inventan las virtudes que ellos y el pueblo desean encontrar en los héroes, me obligaban a convertirlo en realidad. Con lo que no sabía si la fama iba creciendo con mis hazañas o éstas se realizaban al impulso de mi fama.
Proseguía Cenryc moderando mi ímpetu, y Aedan en propinarme duro castigo con las armas para recordarme la prudencia en el juicio durante la lucha. Aleccionado por estos maestros acudía a los torneos en busca de ocasión de lucimiento: me presentaba con armadura y escudo blanco, sin distintivo alguno, como cumplía a un caballero novel. Sólo en la cimera del casco lucía un airón de plumas de garza, fulgiendo en tornasoles de turquesa y rubí, y pronto me conocieron por ella, pues resultaba como si anduviese coronado por una llama, que representaba en mi juventud el ardor de los sueños. Acudía a las asambleas requerido por damas que sufrían injusticias o deshonor, por doncellas ultrajadas, viudas indefensas, ancianos ofendidos que carecían de fuerza para valerse. Y en tales contiendas el caballero del airón encendido fue cosechando triunfos que resonaban en boca de las gentes, acrecentándose su fama. No existía ya torneo lucido si no me presentaba.
Cenryc atemperaba mi entusiasmo. Empleaba la gracia y la humildad para no molestarme. Pero compartía con él mis ilusiones, mi sueño de enfrentarme a Thumber, que recorría las costas persiguiendo botín. Era fama que, en obteniéndolo, procuraba no causar más daño. Pero todo lo destruía implacable si no lo encontraba. Con lo que el pueblo, espantado, conoció que, cuando se presentaba, la mejor solución era pagarle el tributo de guerra sin esperar. De lo que Thumber recibía un singular beneficio, sin lucha.
Ordené entonces organizar una vigilancia para conocer los pasos del bandido. El pueblo nos ayudaba con noticias de sus movimientos.
Hasta que un buen día tuve colocado el ejército en orden de combate, asistido de mis fieles y queridos tanes, frente a la horda vikinga.
Cumple confesar ahora que en ninguna batalla anterior me impresionó tanto la contemplación del enemigo. Otras veces, aunque valientes, fueron desorganizados y revueltos frente a nuestras filas cerradas, protegido cada hombre por los que tenía a su lado, cubiertos por sólida muralla de escudos embrazados con fuerza, bien colocada la caballería en segunda fila para lanzarse en el momento oportuno, dispuesto por Teobaldo, gran maestro táctico. Mas ahora el adversario presentaba una formación tan segura y organizada como la nuestra. Con lo que se cumplían las advertencias de Cenryc, a mi lado provisto de todas las armas, presto siempre a luchar en obediencia, fuera la gloria o la muerte la que le esperase: no debía fiar solamente de la fama que señalaba a Thumber como fiera cruel y sin discernimiento, sino que atendiese al resultado de sus hazañas, pues la leyenda y la realidad siempre han caminado disparejas.
Bien lo conocí cuando logré situarme ante él, en medio del estruendo de los fieros golpes sobre los escudos y las corazas, el piafar y relinchar de las bestias excitadas por el violento ejercicio que se les pedía.
Furiosamente le imprequé: «¡Oso Pagano! ¡Lucha contra mí, cobarde asesino, sanguinario! ¡Soy hijo del rey Ingewold y debo vengar su muerte con tu sangre!».
Le embestí con denuedo, ciego de furor, incontrolado por la ira. Pues era la primera vez que le contemplara frente a frente, y al alcance de mi espada, desde aquellos aciagos días que le viera cabalgar cerca de los muros del castillo. Había olvidado de repente cuanto me enseñaron mis tanes. Thumber era harto veterano y experto para impresionarse con mi presencia, ni mostrarse afectado por los insultos. Antes bien paró con destreza mis fieros golpes, conteniéndome sin gran esfuerzo aparente, lo que acrecentó mi vehemencia: «¡Luchad, cobarde, luchad!».
«Acostumbraos a acompasar las palabras a la fuerza de vuestro brazo», contestó sin enfado, haciendo evidente que no tomaba en serio mi empuje: «¡Bravo cachorro sois ya, príncipe! ¡Os aseguro que llegaréis lejos!».
Me atacó de súbito con una fuerza incontenible, lo que me obligó a protegerme para esquivar sus mandobles, capaces de derribar a un oso. En la refriega cruzáronse otros combatientes. Y cuando quise devolverle los golpes se había escurrido y entre ambos quedaban otros muchos guerreros. Ya no tuve ocasión de enfrentarle.
Como resultado obligamos a la horda a refugiarse en otros territorios. El pueblo nos aclamaba como sus defensores, pues se libraron del saqueo, de pagar tributo, de cuantas tropelías cometían aquéllos en los territorios que asaltaban. Sobre perder cosechas, riquezas y hogares, soportaban además el ultraje de sus mujeres, la muerte de cuantos infortunados quedaban al alcance de los forajidos, el incendio y la ruina. Los hombres llanos, con carretas de víveres, visitaban el campamento, sin faltar los señores principales para mostrarnos gratitud y declararse servidores nuestros; nos entregaban el tributo que les hubiera exigido Thumber, con el juramento de su amistad. Los campesinos se ofrecían para enrolarse en la tropa, pues en la recluta nunca tuvimos dificultad, antes bien era honor para ellos verse aceptados.
Frente al clamor del pueblo, que me proclamaba héroe por enfrentarme a Oso Pagano y sobrevivir en la lucha sin apenas rasguños, con lo que la singularidad del combate era salpicada de aditamentos fantásticos que engrosaban la leyenda, se hallaba la realidad: pesar profundo por la humillación recibida. Cenryc procuró alejar de mí tal sentimiento. Aedan, cuya opinión sobre las armas resultaba más valiosa que ninguna otra, ponderó las cualidades y sacó enseñanzas de las torpezas. Todos los tanes se mostraban orgullosos de mi proeza a la vez que me alentaban a no desmayar, sacando provecho de la experiencia, yunque de los guerreros. Preciso era persistir en el empeño de una intensa preparación. Pues con ser tantos y tan gloriosos los triunfos acumulados en mi corta vida, sólo la edad me proporcionaría la serenidad que, unida a la fuerza, podía darme la victoria en el combate. Junto con la experiencia, que jamás se improvisa.
Pasaron años empeñados en el duro ejercicio de las armas, a la par que volaba mi fama. Todos reconocían que me aguardaban empresas de mayor empeño; quizás por ello el clamor de las gentes cuando acudía a los torneos, al divisar el airón encendido que flameaba sobre mi cimera, pretendía alentarme, y me proclamaba paladín. Esta dedicación a mi destino me obligaba a excusar la vida cortesana, y rehuir fiestas y saraos para volver a la mesnada, siempre alojada en un campamento del bosque situado junto a un calvero suficiente para permitir el juego de las armas, que a todos nos era constante.
Las noticias del avistamiento de las velas de Thumber, disponiéndose a desembarcar, culminó una paciente espera. Rastreamos cuidadosamente el camino para eliminar los posibles espías que pudieran avisarle de nuestra proximidad, y movimos cautelosamente la tropa hasta situarnos en una espesura próxima a la costa, desde donde divisábamos las rojas velas que distinguían al vikingo. Llegaron a la playa extendidas para facilitar el desembarco con rapidez; causaba maravilla la destreza de aquellos piratas.
Al localizar el navío del rey, que se distinguía por sus aparejos y pinturas, lancé contra él mi corcel que en rapidez competía con el rayo. Thumber había pisado la arena embrazado el escudo y con todas las armas, de las que nunca se separaba. Se apercibió rápido del ataque y revolviéndose empuñó la espada y se desvió de mi trayectoria; ya no me fue posible corregirla, tan exacto fue el quiebro cuando ya me tenía encima. Encabritóse el caballo al fustigarle para una repentina revuelta, lo que aproveché para descabalgar y ponerme frente al enemigo que me aguardaba, bien sujeto el escudo y pronta la espada. Pensé si había notado que al desmontar renuncié a la ventaja que me daba la cabalgadura, para enfrentarme en iguales condiciones. Necesariamente debía percatarse.
A sólo dos pasos para alcanzarle, la espada en alto, grité: «¡Oso Pagano, lucha ahora contra mí!», y sin otra palabra le embestí con una furia que no sabía dónde se albergaba, pues desbordaba mis propios sentimientos Me sentía un dios de mis antepasados, cuyas gestas escuchara cuando niño, pues mi furor no se contenía dentro de límites humanos.
Tanta era la violencia, tan fuertes y seguidos los mandobles, que mi enemigo retrocedía parando los golpes con esfuerzo. Esta certidumbre incrementaba mi valor. Por vez primera me sentía capacitado para enfrentarme con él cumpliendo la dulce y demorada demanda de venganza que fuera norte de mi existencia. Ni siquiera pensaba reconquistar el reino antes de cumplir aquel deber sagrado de serenar el espíritu del rey, errante entre los muertos. Los tanes habían lanzado la tropa contra la larga fila de vikingos, sorprendidos en un desembarco que no habían completado, y se generalizó el combate. En muchos lugares se retiraban los invasores buscando el seguro de los navíos. Y tan clara era nuestra ventaja que el mismo Thumber retrocedía empujado por mi espada en procura de su embarcación, que sus marineros habían impulsado hasta rozar la arena. Logró saltar a bordo con dificultades, pues mi acoso no le daba comodidad. Mas hube de reconocer que la maniobra fue hábil por su parte, y por ello le admiré. Ya sobre la borda se revolvió a salvo, y con actitud que no puedo calificar de irritada ni temerosa, sino de sorpresa y hasta, si no fuera loca presunción, de complacencia, exclamó: «¡Por el dios Thor, que ya habéis dejado de ser cachorro, príncipe!».
Iracundo, furioso por no haber podido matarle, enardecido por el fuego de la pelea, le amenazaba con el acero gritándole: «¡No me llaméis príncipe! ¡Soy el Rayo de la Venganza!». El barco se adentraba en las olas impelido por los remos. Me replicó: «¡Os llamaré Avengeray, si así os place!».
Todos los barcos remaban separándose de la orilla. Mis hombres, muchos de los cuales persiguieron a los piratas dentro del agua y hasta los mismos navíos, regresaron a la playa.
Todavía alcanzó a escucharme: «¡Volveré a encontraros! ¡Os perseguiré hasta el mismo infierno!».
Breve y gloriosa la jornada.
La fama cantó después que fuera el pueblo llano quien me bautizara con el nombre de Avengeray.