I

La tarde transcurría pesada e inquieta. Al esconderse en el ocaso, el sol dejó un rubor de nubes enrojecidas. «Mal presagio», musitó mi madre apretándome la mano. A poco la retiré; me parecía impropio sentir debilidad.

Oteábamos la lejanía desde la más alta torre del castillo, acompañada mi madre por sus damas, solitaria la gran llanura que se nos extendía al frente. Ni una florecilla, ni una brizna se movía en el tapiz; denso el aire, rasgado sólo por negros cuervos y lentos buitres, y allá en las cumbres del cielo, el águila real. Todos en busca de sus dormitorios para alcanzarlos antes de que les cayese la noche.

Aun siéndole habitual, mi madre no pudo reprimir un estremecimiento. En la actitud silenciosa y reverente de las damas se reflejaba el respeto por la inquietud expectante de la señora: unos pasos vacilantes e inciertos, de nuevo fija la mirada en la lejanía, angustia en los ojos, en las manos temor.

Cuando las sombras amenazaban borrar los contornos más distantes, el movimiento de las damas y sus gestos alertaron a todos: dejábase adivinar una cabalgata quebrando la soledad del horizonte.

La mano sobre el pecho sujetándose el corazón, crecía en mi madre la ansiedad mientras se esforzaba por adivinar. «Menguada es la hueste, hijo mío. Presagios de derrota agitan mi corazón. Contempla el cielo sangrante y las aves agoreras que pregonan nuestra desgracia.»

Mujer valerosa, resuelta, capaz de sobreponerse a las contrariedades, que sirviera de estímulo y acicate a los valientes guerreros, a mi padre también. Pero sus damas, y yo mismo, conocíamos su propensión a flaquearle el ánimo cuando se sumía en la soledad de la larga espera.

«Delante de ellos soy la reina —me explicaba—. Ante ti, hijo mío, sólo me siento madre: temo por tu suerte, y la de mi esposo, el rey.»

No llegaba la tropa con estandartes ni gallardetes desplegados al viento, como el día que partieran para enfrentarse a Raegnar, hermano sin tierra del rey de los jutos, lanzado a conquistar el reino que no tenía en su patria, y viniera al nuestro con un ejército embarcado en 130 navíos. Más otros aliados que se le juntaron, norses y danés, pues los piratas se unían cuando era necesario, para atacar a los cristianos y, siendo invasores, se ayudaban en sus empresas. Más todavía cuando era Raegnar quien lo solicitaba, respetado por su nacimiento, llamado a convertirse en rey. Ni fueron recibidas nuestras tropas con fanfarrias de trompetas ni ruidosas alegrías, como se suele cuando regresan acompañados de la victoria.

Traían la semblanza de una hueste derrotada, triste y abatida, cargada con la sombra atroz de la sangre y los amigos muertos abandonados sobre el campo de batalla, en manos del enemigo. Rotos los yelmos, destrozadas las armaduras, abollados los escudos, quebradas las lanzas, averiados los arneses de sus cabalgaduras; llegaban pisando con temor, bajas las cabezas, entre los relinchos doloridos de algún animal exhausto y desangrándose por las heridas. Unos levantados, otros caídos sobre la silla, los más escondiendo la mirada, cruzaron el puente que les fuera tendido y penetraron lentamente en el patio del castillo, dejando fuera la mesnada: todos no podían alojarse dentro, donde ya contaba la guarnición.

Acudieron a atender al rey que venía exangüe, desfallecido, y en brazos le llevaron a sus habitaciones. Sobre el lecho, mi madre y el físico se afanaban en despojarle de la armadura y la loriga, quedando descubiertas las grandes heridas, profundas, sangrantes. Ya se ha revestido del valor de una reina y ordena a sus damas traer aguamaniles, lienzos, jarros de agua tibia, vendas e hilas, ungüentos y hierbas; ya se apresta a lavarle la carne abierta, realizarle las curas, coserle el cuerpo desgarrado, cubrirle de emplastos y colocarle hemostáticos y cicatrizantes. Y cuando todo finaliza, recuperarle con caldos calientes, mientras el rey parece defenderse del acoso de las mujeres para atender lo perentorio, pues no hay tiempo, y así lo manifiesta a sus tanes que lo rodean: «Raegnar estará en las puertas con el nuevo día. Doblad las guardias y aprestad el castillo para el asedio y la defensa. Heridos los que quedaron fuera, inútiles para combatir, llevadlos al bosque y ponedlos a salvo para que se recuperen. Después podremos traerlos si es necesario. Aprontadlo todo. Que acuda el amanuense con recado de escribir. Disponed entre tanto un correo: debe llevar al rey Ethelhave una petición de ayuda. Y roguemos a Dios para que el rey de Ivristone acuda en nuestro socorro».

Salen los tanes de la alcoba real y rápidamente se agita el castillo en angustias de actividad. El rey se esfuerza por levantarse, impedido por la reina y el físico.

«Ya sé, señora; me conviene descanso como hombre herido. Pero el reino se encuentra en grave peligro y vuestro rey no puede descansar. Obedeceré, mal que me pese, por esta noche, para no daros disgusto. Mas avisad a Cenryc de que me mantenga informado.»

Cenryc, el más principal del reino después del rey, no pudo cumplir los deseos de su señor, pues le halló vencido por la fiebre y el sueño, sin despertar en toda la noche. Le serenó la naciente luz de la mañana, y aún debilitado por la sangre perdida y dificultado por las heridas, recobró el ánimo y fuera ya imposible al físico y a mi madre retenerle en el lecho. «Importa ahora más defender nuestras vidas que entretenerse en curar rasguños.» Aunque los primeros días se viera obligado a descansar, pues que las fuerzas no le acompañaban tan lejos como pretendía. «Contempla todo bien y no pierdas detalle —me dijo—. Es tu destino el que nos jugamos.» Jamás antes me viera tan cercano a la lucha, y me excitaba. Algo en mi espíritu me empujaba y, siendo nuevo, parecíame como si se cumpliese un hado que me aguardaba desde siempre. El ejemplo y las palabras de mi padre me moldearon para lo por venir. Y ese credo se albergaba en mí, como lo estaba en cada guerrero.

Desde la muralla divisábamos la llanura donde acamparan los enemigos. En algunas ausencias del rey, inspeccionando otras zonas y los preparativos, el fiel y querido Cenryc me mostraba la disposición del campo invasor. El grupo más numeroso pertenecía a Raegnar. Allí se encontraba el contingente de Dinglad, un reyezuelo norse venido de la Hibernia a la llamada de la ambición, que también aspiraba a instalarse y por ello buscaba alianzas que pudieran ayudarle en alguna futura campaña de conquista. El otro grupo lo capitaneaba Culver, un caledonio renegado unido a los enemigos de su raza y de su patria; llamaba a mi padre usurpador y no vacilaba en adherirse a un invasor bandido y pirata, sediento de venganza, maniático de orgías de sangre, un poseso. Ya ni siquiera le animaba un ideal, sino la destrucción y la muerte.

Por último se destacaba Thumber, Rey del Trueno, hijo de rey, Oso Pagano, mote debido a su corpulencia y titánica fuerza. «Es un fanfarrón —explicaba Cenryc—, pero su espada alcanza tan lejos como sus palabras. Raegnar le ha nombrado su paladín. Él es quien ha herido a vuestro padre, mi señor. Ahora se apresta para reanudar el combate: no luchará contra otro que no sea vuestro padre, pues así lo exige su condición y porque es el más valiente entre todos los guerreros cristianos. De entre los paganos, Thumber es el más temible. No persigue conquistar reinos, que ya los posee en su país. Sólo busca botín. Es fuerte y astuto; en la lucha parece poseído por un demonio, digno representante de Thor, su dios favorito, al que invoca.» Las palabras del fiel tane eran de preocupación, aunque serenas.

Conocía la respuesta, pues desde mi interior afloraba a mi pensamiento. Pero me gustaba escucharla convertida en palabras: «¿Siente miedo un guerrero?». Me miró con detenimiento. También mi padre, que había regresado: «Sólo ante el deshonor. Pero si éste llega, un caballero ha de recuperarlo con hazañas dignas de admiración y alabanza que le devuelvan la honra». Era mi padre quien hablaba. Añadió Cenryc: «La muerte no es otra cosa que la culminación de la vida. Lo único que importa a un guerrero es cómo se muere».

Pareciéndome que el campo enemigo se encontraba quieto, Cenryc me mostró cómo se ocupaban en acarrear madera desde el bosque para construir escalas, torres, catapultas y troncos de muy variado diámetro y longitud. Otros se afanaban apilándolos tan cerca de los muros como les era permitido, manteniéndose fuera del alcance de las ballestas, y también levantaban montones de piedras. Los carpinteros trabajaban construyendo todos los elementos, cobertizos y vallas, aprontando el material ofensivo para el asalto. Pronto la actividad era constante y desde la altura de la muralla semejaban un hormiguero.

No menor diligencia existía dentro de los muros. Desde los sótanos y almacenes se trasladaban odres y cubas de grasa, colocándolos cerca de las cabrias que los derramarían sobre los asaltantes, prendiéndoles fuego con antorchas.

El rey y Cenryc se preguntaban la razón de no haberse iniciado todavía el ataque, pues los preparativos parecían concluidos. Barajaban múltiples sospechas, mientras mantenían la esperanza de recibir entre tanto noticias de Ethelhave. Todo se aclaró una mañana; el ejército se aprestaba al asalto, acercándose con sus máquinas.

Sobre su fiero corcel, armado de todas armas, poderoso y desafiante, se destacaba Thumber a la cabeza de la horda salvaje. Retumbó como un trueno su voz, extendido el puño amenazando la muralla y a los que en ella permanecían prontos a defenderse: «¡Aquí os traemos a vuestro mensajero!». Cuatro hombres se adelantaron arrojando al pie del baluarte el cuerpo sin vida. «¡No esperéis ayuda del rey Ethelhave, derrotado en los Pasos de Oackland!» Se incorporó sobre los estribos, abrió el poderoso brazo en un movimiento que abarcaba todo el ejército, y como un rayo lo impulsó hacia las murallas. Semejante a una gigantesca ola, acompañados de horrísono clamor y vocerío, como nunca antes imaginara, se abalanzaron. «Ha pasado el tiempo de las razones», musitó Cenryc.

Vi que solamente una parte del ejército atacaba; acercaban los ingenios y apoyaban las escalas y las torres para intentar el asalto. Thumber seguía a caballo, acudiendo aquí y allá y animaba a los guerreros, a los que empujaban las pesadas torres. Sobre los que comenzaron a llover dardos desde las almenas, que los atacantes procuraban neutralizar con el juego de los escudos, hábilmente manejados para cubrirse.

Por un tiempo ningún asaltante logró poner pie en la muralla; caían derribados, con lo que se amontonaban los cuerpos. El horror de la lucha se incrementaba al insistir en el ataque, pues eran rechazados rociándoles grasa desde las cabrias e incendiando las escalas, torres y hombres. Entre el estruendo se escuchaban gritos de desesperación y de muerte. Sin que nada les frenase, pues el ímpetu iba acrecentándose, excitado por el demonio de Thumber sobre su caballo, hasta conseguir coronar el muro, donde algunos pusieron el pie, batiéndose con salvaje embestida. Tan salvaje como el furor de los defensores.

Parecía alucinación. Mas la realidad sobrepasaba lo escuchado en los cuentos. Los hombres superaban las gestas que se atribuyen a dioses y adalides, hasta empequeñecerlos. Los juglares utilizan su arte para distraer con pequeños detalles, mientras allí se contemplaba un conjunto sublime.

La culminación llegó cuando los atacantes hubieron de suspender la acción, destruidas escalas y torres, derrotados. Sólo siete vikingos quedaron dentro, rodeados, sin posible escape. Dispuestos a morir orgullosamente, como cumple a los valientes guerreros. Cada minuto aumentaba el número de los deseosos de batirse con los vikingos, que realizaban maravillas esgrimiendo sus armas. Jamás contemplara combate igual. Ni olvidarían los defensores cuan caro compraron el triunfo. Pues les vencieron por el número, por la cantidad de golpes que soportaron, por la debilidad de la sangre perdida por tantas y tantas heridas; cayeron atravesados finalmente sin soltar la espada, aferrados al hierro como si formara parte de ellos mismos.

Acabada la lucha por aquel día, los bandidos regresaban a sus campamentos, recogían sus muertos, transportaban sus heridos. En el castillo la actividad era igualmente intensa. Se atendía a los heridos y se retiraban los muertos. Despejaban las murallas de materiales inútiles, restos de los destrozos, y procuraban recomponerlo todo con rapidez.

Aunque nos fuera favorable el resultado, nadie se ufanaba: sólo era un episodio de una guerra que habría de reanudarse con mayor fiereza y acometimiento.

Los preparativos se incrementaron en el campo enemigo durante los siguientes días. Construían más torres de sitio, escalas, cobertizos. Protegiéndose con estos últimos lograron adosarlos a la muralla. Procedieron entonces a rellenar con troncos y piedras algunos sectores del foso. Y los zapadores iniciaron al abrigo su lento trabajo de topos. Pretendían abrir túneles por debajo para derribar paños enteros que les abrieran el paso. Mientras, desde arriba se intentaba destruir los cobertizos, protegidos con cueros y tierra para evitar su incendio, pero arqueros apostados tras paneles móviles hostigaban a los defensores para estorbarles. Así un día tras otro, esperando la noche, pues resultaba más propicia la oscuridad para acentuar el trabajo de zapa.

La preocupación en el castillo aumentaba conforme progresaban los preparativos del enemigo. No existía desesperación ni impaciencia; antes bien se aceptaba como inevitable. Cada quien velaba sus armas. Y aprontaba el espíritu para la muerte. Siendo el aguardar lo menos atractivo. Preferían llegar al combate de inmediato. Que es la espera de la muerte el más cruel entre todos los martirios.

Cuando el movimiento de las tropas delató que había llegado el momento, llamó mi padre a Cenryc y a los otros cuatro tanes principales, de su mayor confianza: «Creo que ha llegado el final: su fuerza es tan poderosa que no podremos contrarrestarla. Tampoco recibiremos ayuda. Pues traer la hueste que quedó oculta en el bosque no es remedio: ni siquiera lograría entrar. Morir todos significaría privar de alas a la esperanza, cuando ante la muerte es lo único que puede consolarnos. He decidido, pues, que tras de nosotros quede sobrevolando la esperanza de una nueva etapa. Acompañaréis al príncipe, mi hijo, y os reuniréis con la hueste del bosque. Organizaréis un potente ejército y, cuando Dios lo permita, reconquistaréis el reino y proclamaréis rey al príncipe».

Mi sorpresa no me impidió observar a los tanes, que escucharon respetuosos. Fue Cenryc, que siempre hablaba en nombre de todos, quien expuso el sentir general: «Señor, nuestro juramento nos obliga a estar junto a ti en los tiempos felices y luchar a tu lado en la desgracia: morir, cuando llega el momento, en tu defensa o en tu venganza. No nos pidas que te abandonemos: el mundo nos llamaría cobardes y caería sobre nosotros el deshonor y la vergüenza». Mi padre, con la seriedad de su inquebrantable resolución, argumentó: «Procurad entenderme: más importante que la vida y el honor sacrificados en defender un mundo que se hunde, es luchar por otro que está en el por venir. Si todos morimos aquí, ahora, no habremos legado ninguna esperanza a los que sobrevivan. Les habremos privado de lo mejor que hemos aprendido. Importa más pasar a la posteridad como forjadores de un mundo que se inicia que como víctimas de otro que concluye. No penséis en vosotros: pensad en ellos».

Cenryc insistió: «¡Es a vos, señor, a quien tenemos jurada fidelidad!».

«Como señor vuestro, y rey, y padre del príncipe, os lo ruego: aceptad la cancelación de nuestro compromiso y acompañadle. Juradle ahora mismo fidelidad: él quedará obligado con vosotros en los mismos términos que yo lo he estado; cumplirá sus obligaciones para con vosotros en cuanto Dios se lo permita. Ésta es mi voluntad, que deseo os ligue hasta la muerte, a vosotros, mis fieles amigos, y a ti, hijo mío, que eres la esperanza que no deseo perder, aunque sólo sirviera para justificar este final que nos aguarda.»

Abrió la puerta y penetró el obispo. Doblaron la rodilla los cinco tanes, mirando a los ojos del rey con determinación, y con profunda voz repitieron: «Señor: por última vez te lo pedimos: no nos obligues a abandonarte ahora, cuando nuestro juramento nos exije demostrarte nuestra fidelidad».

Tal era la autoridad que emanaba del rey, fiel y valiente, que su actitud resultaba inapelable. Era consciente, yo mismo lo sabía, de que vulneraba una tradición de siglos, código de honor de nuestra raza, sin cuyo soporte toda nuestra sociedad habría de reconstruirse. Estaba pidiendo a nuestros mejores servidores un inmenso sacrificio, como era seguir viviendo, y lo pedía desde la fortaleza que representaban muchas horas de alegrías y amarguras compartidas, fuertes lazos anudados con las vicisitudes de una vida.

Los cinco tanes, aguerridos, marcados con heridas de cien batallas, cuyo honor y orgullo era sustento de sus vidas, inclinaron la cabeza y se humillaron ante su señor. Nadie, excepto ellos mismos, podía adivinar el esfuerzo que realizaban, el supremo esfuerzo de la obediencia ciega, aunque no estuvieran convencidos de sus razones. Ignoro si penetraron en la aguda intención del rey, que sólo el transcurso del tiempo me fue haciendo comprensible.

Leyó el obispo las preces y fórmulas de juramento. Concluyó: «Si cumplís, que Dios os lo premie, y si no que os lo demande».

Abrazó mi padre a sus amigos con emoción. Luego a mí, largo, apretado. Los cinco tanes vinieron a arrodillárseme: «Ahora eres nuestro señor, príncipe: dispón lo más conveniente para tus servidores». La emoción me anudaba la garganta. Acerté sólo a abrazarles, más fuerte a Cenryc, mi segundo padre.

Avanzó el rey con blanda sonrisa y tristeza, como cumple a una suprema despedida. Del recamado cojín sustentado por Cenryc tomó la corona y el cetro, entregándomelos. «Recibid en legado estos atributos reales heredados de nuestros mayores. Procurad usarlos con justicia. Y cuando seáis rey no os dejéis nunca arrebatar por la ira: juzgad a todos los hombres con amor.» Desenvainó entonces la espada, pidiéndome pusiera la rodilla en tierra. Proclamó la fórmula golpeándome ambos hombros, y quedé investido caballero. Después me ciñó la espada, al tiempo que decía: «Sé siempre digno de esta espada, forjada en las fraguas del Rhin, de donde procede nuestra estirpe: nunca estuvo al servicio de ninguna deshonra». Parecía haber concluido, mas todavía añadió: «Nadie podrá impedir que seas combatiente en la próxima batalla. Recuerda que te entrego cinco servidores fieles y valientes: sé que los amas y los convertirás también en amigos», y estrechándome fuertemente, concluyó: «Es hora de partir».

Alumbrándonos con antorchas recorrimos el túnel secreto; salimos por la noche a una torrentera que nos ocultaba, que nos permitió alejarnos sin ser descubiertos. Más allá, al amparo de un bosquecillo, nos aguardaban con caballos. Cenryc me ayudó a montar, reverente y silencioso. Cabalgamos raudos, seguidos por los escuderos.

Gran alborozo levantó en el campamento nuestra llegada. Entonces supe que los correos circularon con el castillo sirviéndose del túnel secreto. Y aunque rogaron por volver, el rey no consintió. Me dieron la bienvenida y se condolieron de nuestras noticias. El dolor de lo inevitable nos agobiaba.

El tane Harold, que permaneciera al mando de la mesnada, acudió a despedirse: «Quedaos conmigo. Estoy seguro de que el rey, mi padre, así lo desea». «No me insistáis, príncipe. El juramento me exige estar junto a mi señor. Regreso al castillo, a morir.»

No hallé respuesta. Momentos supremos en que no se utilizan palabras. Resuelto y sereno nos abrazó a todos y cabalgó en la oscuridad. Miré a Cenryc, quien me explicó: «Es su deber, príncipe: es más doloroso vivir deshonrado que morir gloriosamente».

Sentía inmensa pena en el corazón. Agradecía a la reina que no hubiera llorado al despedirme. Sus sentimientos de madre quedaron ocultos. Aparentemente la razón de Estado imperaba sobre todo. La recordaré con inmenso cariño. Supo vencerse a sí misma, Dios sabe con cuánta angustia, dejándome el ejemplo de su temple ante la adversidad. Acudieron a mi mente todos los recuerdos que me ligaban a mis padres, mientras se acrecía el resplandor que en la lejanía horadaba la noche, triste anuncio del incendio que devoraba el castillo. Evocaba a mi padre valientemente luchando contra aquel demonio llamado Thumber. Me consolaba hallarme rodeado de mis cinco tanes, tan cercanos que percibía el contacto de sus personas, como si me protegieran contra las espadas enemigas, ya que no podían salvaguardar a mi padre. Sentía la impresión de que relevando los muros de piedra que se derrumbaban allá en la lejanía, acometido por los piratas, levantaban un castillo humano a mi alrededor con sus cuerpos amigos, fieles compañeros y servidores. Me daba cuenta de que tenía junto a mí sus cuerpos, mas sus espíritus ardían entre las llamas, al otro lado del horizonte. ¡Cuán inmenso les resultaba el sacrificio que se les había exigido!

Pasados los días, cuando hallamos a los pocos supervivientes que escaparon con vida, tras pelear bravamente, supe que mi padre luchó contra Thumber por horas, con fiereza sin par. Hasta que desangrado por las mil heridas le abandonó la fuerza y cayó. Le separó la cabeza del tronco con un solo golpe. Luego, en los aposentos, mató a la reina y a sus damas.

El saqueo devastó las estancias que no fueron pasto del fuego. El botín, distribuido entre la tropa. No pareció retener nada para sí. Se le notaba ahíto, después de un esfuerzo en que vació toda su fortaleza, rodeado de muertos, de fuego, de ruinas, de nada, de todo.

¿Qué ideas cruzarían su mente aquella jornada? Trataba de analizarlo obsesivamente. Me preguntaba si, debajo de las pieles con que se cubría, existiría realmente un hombre.