IX

Abiertos los oídos durante el viaje, lo iban conociendo en su peregrinación por las cuatro ciudades del reino. Aun así, cuando regresaron luego de dar sepultura a los cuatro obispos, se sorprendieron al comprobar cuánta prisa se dieran la señora y el senescal que el ejército se hallaba reclutado, reforzadas las principales fortalezas, núcleos importantes de tropas eran instruidas en diversos lugares estratégicos del reino, y donde fuera preciso se levantaban nuevas defensas. En contra de lo que se esperaba, aplaudieron nobles y bastardos la diligencia y el empeño y ofreciéronse a trabajar en la común tarea de asegurar la supervivencia de Ivristone, conscientes según reconocían de interesar a todos resguardarlo contra la rapiña de otros reyes y bandidos.

La sorpresa no fue menor para los que gobernaban, pues les sabían díscolos y enredadores, mientras que ahora mostraban actitud franca y abierta, favorable a la señora, pródigos en alabanzas hacia el senescal, a quien reconocían que no quiso ocupar el trono cuando nadie era capaz de impedírselo. Contrariamente, su ejército cerraba el paso en Oackland, salvando con ello el reino. Lo que demostraba su buena fe, por encima de cualquier sospecha. Y si todavía no bastaba, sus esfuerzos para organizar un nuevo ejército y dotarle de instrucción y cuantos elementos fueran necesarios para transformarlo en operativo, construcción de nuevas defensas y reforzamiento de otras, incremento de guarniciones donde existía mayor riesgo. Nadie del reino estuviera mejor capacitado para lograrlo con tamaña rapidez. Nadie, pues, más obligado que los nobles a colaborar en tan magna tarea, de la que un extranjero les daba ejemplo, por lo que se sometían y quedaban dispuestos a lo que ordenase la Señora de Ivristone, de cuya habilidad como Regidora del Estado en nadie hubo dudas, que ya lo tenía bien demostrado. Y además, la fuerza que ahora representaba el senescal le permitía desarrollar sus proyectos con mayor eficacia y seguridad. Que nunca antes estuviera el reino en mejores manos para afrontar peligros presentes y la esperanza de un porvenir. Y nunca tampoco presentara mayor dificultad para las apetencias de aquella legión de aventureros y bandidos piratas de allende los mares, cuya ansia de poder y riquezas no parecía tener límites.

Transformárase también la corte, que recibió nuevo impulso con el regreso de los nobles, puesto que las damas ya no permanecían solas, y el tiempo transcurrido permitía una mayor vivacidad en las reuniones, conforme se aliviaba el luto. Y bien que lo notaba Monsieur Rhosse, más ajetreado que nunca, pues jamás los acontecimientos fueron tan seguidos y afectaran más al conjunto, para obligarle a renovar los vestuarios de las damas; todas querían sus nuevos modelos a tiempo, que cada una mantenía un taller en su casa, surtido con doncellas, bordadoras y modistas, a las que obligaban a trabajar sin descanso. Ya que, pues regresaban los caballeros al castillo al término de cada jornada luego de ocuparse de los mil asuntos que les iban siendo encargados, gustaban de cortejar a las damas, las cuales deseaban aparecer cautivadoras. Siempre quedaba alguno lejos, revisando guarniciones más distantes, o en misiones especiales, y el que más deseado fuera de ver se llamaba Avengeray, que teniendo la mayor responsabilidad apenas si paraba por el castillo. Al que todos, sin excepción, alababan como artífice del cambio: supervisaba en persona toda la preparación y aun la instrucción de las tropas, punto al que prestaba atención suma; les procuraba intendencia, materiales y armamento, y organizaba talleres de herrería y carpinteros, poniendo en marcha toda la maquinaria de guerra. Y todos estaban seguros del resultado, pues que su propio ejército era el más aguerrido, disciplinado y eficaz de cuantos se conocían, con tácticas nuevas y sorprendentes, que ya no luchaban en masa como se solía hasta entonces.

Las fatigas diarias hacían más apetecible el entretenimiento, y así la corte se afanaba en proporcionar solaz a los nobles cuando regresaban por la noche; las cenas resultaban más animadas y divertidas y al tiempo ya se permitía algún juglar que cantara las glorias invisibles del rey Ethelhave, del que la señora guardaba y hacía guardar reconocida memoria, y así ensalzaban los poetas igualmente la sabiduría y prudencia de la señora y la legendaria valentía del senescal, sin par Avengeray, de quien referían tantas historias como era capaz la imaginación de concebir, y no tenían fin, que el mismo caballero se sorprendió alguna vez al escuchar proezas que jamás había llevado a cabo, según afirmaba modesto. Mientras Monsieur Rhosse presidía, organizaba, montaba distracciones para contentamiento de damas y caballeros, con músicos y bufones.

Prestigiábame, sin duda alguna, el favor con que me distinguiera siempre Avengeray, y así me sentía por doquier colmado de atenciones y mimado por todos, centro de la vida religiosa y social del reino, y especialmente en el castillo nada trascendente se llevaba a efecto sin serme consultado por la señora, que ahora me convirtiera en miembro del Consejo de Sabios en razón de mi cargo, lo que representaba la cumbre de honra que podía alcanzarse.

No me faltaba el respeto y cariño del caballero, que seguía siendo el único en verme rodeado de una aureola luminosa, lo que le daba seguridad de reconocerse predestinado, animándole a soportar todas las fatigas y peligros, pues que le constaba hallarse en el camino recto. Y no escatimaba sacrificios ni esfuerzos, pues que luchando habrían de colmarse sus anhelos y deseos.

Me enervaba la regalía de aquella vida, que contribuía a despertarme sentimientos dispares y encontrados, entre los que uno destacaba con mayor fuerza, y era un cierto remordimiento por encontrarme allí, todas las noches, acomodado con la brava, reidora moza, que andaba dando celos al master corporal de la guardia con el que esperaba casarse, aunque, me aseguraba, esto no ocurriría antes de que yo consintiera, puesto que mientras me quedase un deseo insatisfecho estaba dispuesta a esforzarse en contentármelo. Y a mis dudas de si cumplía refocilarme, siendo tal mi condición, llevando una vida tan galana, me aseguraba un tantico burlona que no entendía mis preocupaciones y escrúpulos pues que en el castillo, si me tomaba la molestia de recorrerlo por la noche, bien abiertos los ojos, apenas existía varón que durmiera con su esposa, y que los cambios eran tan sutiles y mañosos que aparentemente todo estaba en orden, pero que siendo ella camarera doncella interviniera en muchas andanzas y prestase ayuda a muchos encuentros. Que mirase a las almenas y torres para ver cómo hasta los soldados entretenían sus largas guardias con las mozas que acudían a solazarlos, que no iban a ser menos que los señores. Y no fuera a creer que ella le permitiera al master corporal un tanto así, que para eso era muy formal. Y hasta sospechaba la mozuela que se guardaría mucho de poner la mano en el fuego por la mismísima Señora de Ivristone, que se andaba con tal comedimiento por su altísima posición que nadie pudiera comprobar las sospechas. Siendo tal su preocupación y constante actividad por los asuntos del reino, llamaba a sus habitaciones, fuera por el día o por la noche, que no distinguía, bien fuera a sus consejeros (y esto era cierto, que más de una vez fui llamado), al senescal de banquetes, al oficial de guardarropía, al mariscal de caballerizas, y aun al caballero Avengeray, Gran Senescal de Guerra, y unos permanecían allí dentro más que otros. Oportunidad tenía, y de la mejor, aseguraba la moza con cierta envidia en la voz. Y como me atreviera a reñirla por la frivolidad de sus comentarios hacia tan altos personajes, no por el vocabulario un tanto soez que acostumbraba en hablando de estos temas, que era burlona y satírica en extremo, como si en las faltas de los demás justificase las propias, lo que es un sentimiento villano y de baja condición, todavía añadió riéndose de mi disgusto que algunas noches que el caballero rezaba por ausente acudía de incógnito al castillo y por la escala que le era tendida subía al torreón donde la princesa Elvira se hallaba aposentada, y entonces se escuchaba el tañir de vihuela, que en ello el caballero era incluso más habilidoso que Monsieur Rhosse, todo primor pero inútil para estos lances amorosos, que lo sabía ella muy bien, aunque sólo de oídas, no fuera a pensar.

Otros derroteros tomaban las conversaciones en la corte, aunque siempre concluyesen en Avengeray. Y en apareciendo tomábanme como árbitro, pues que le conocía bien y me distinguía con su confianza, que eso lo sabían todos. Incluso con reverencia, que tal les imponía el nimbo de luz. Pero afinaban más mis viejos compañeros, los ancianos sabios del Consejo, quienes se preguntaban si la conducta de Avengeray estaría o no inducida por su odio hacia el rey del Norte, usurpador de su trono, aunque no el asesino de su padre, que todos sabían fuera Thumber quien lo hiciera de su mano. Y si ahora pretendía valerse de Ivristone para reconquistar su reino y el trono, veríanse envueltos en una guerra, no en defensa de su libertad y de los propios intereses, sino de la ajena y privada venganza del caballero. Que público y notorio era tal afán en su vida, a la cual venganza todo lo condicionaba. Y por ende pudiera resultar sospechosa tanta dedicación y esfuerzo, que no paraba un instante, y cuando regresaba al castillo se le veía acudir a los aposentos de la señora cargado de mapas, que se pasaba allí muchas horas, si bien era cierto que la materia era de urgente necesidad y prioritaria. Sin embargo, nunca observé manifiesta enemiga en aquellos viejos y santos varones, cuya obligación era buscarle los entresijos a las razones de Estado, y no tanto sospechar como estudiar para la señora todas las posibles vías, beneficiosas y contrarias, de cuanto afectaba al reino. Y aunque era tal su preocupación y ansiedad por conocer una respuesta a sus dudas, no les privaba de reconocer cuanto de bueno llevaba hecho y hacía en Ivristone, por lo que todos le guardaban reconocimiento. Que tan curados estaban aquellos varones de las vanidades mundanas que pensaba me hubiera servido alguno para cubrir una sede vacante, que mejores dudaba haberlos encontrado. Pues su misma conducta me esforzaba para no desentonar entre ellos.

Más entretenida resultaba la de los cortesanos, que en definitiva se ocupaban de las mismas cosas que los ancianos pensadores, con la diferencia de convertir en maliciosa comidilla los graves problemas de Estado, pues no alcanzaban a más, que otra cosa no les divirtiera. Y era de estas conversaciones de salón de donde nacían los cantares de trova, hasta donde pude entender, con el adorno de la fantasía donde no llegaba la realidad, que para ello cumple la función poética, y concluían que otra más poderosa razón animaba al caballero, y ello se hacía patente en las fiestas de alivio que con harta frecuencia venían celebrándose en la corte, so pretexto de relajar el ánimo de aquellos hombres sometidos al mayor esfuerzo, que todo no iba a ser pensar en la guerra, como argüían las damas, instigadas quizás por su Monsieur Rhosse, que odiaba la bárbara costumbre guerrera y a quien encantaban, por contra, las gasas y tules, y se recreaba en los adornos, plumas y joyas. Y en las blondas y encajes que hacía importar de Flandes, de donde trajera la última novedad que eran los vestidos cerrados desde el cuello a los pies, que apenas si les quedaba el rostro descubierto, y pienso que aquella moda no hacía favor alguno a las damas pues que perdían con ello el mejor encanto de que Dios las había dotado. Y así tenía para mi conciencia que aquella moda no podía ser más que instigación del demonio, y fuera vuecencia a saber de qué ralea sería la legión que poblaba a Monsieur Rhosse, si es que alcanzaba a tanto honor y no le despachaban con un diablejo simple, o dos a lo sumo, por no dar su alma materia para más altos empeños. Lo que no era obstáculo para que se ufanase con el nuevo cargo de Organizador Mayor de Fiestas, Saraos y Ritos Cortesanos, que andaba ocupadísimo poniendo por escrito todas las reglas que en su vida fuera discurriendo, y pensaba convertirlo en un tratado de obligado cumplimiento en todas las cortes conocidas y por conocer, y le había prometido un ejemplar miniado al caballero para que implantase aquellas normas en su nueva corte, cuando la tuviera, que habría de conquistar el día que Dios fuera servido. Y debo resaltar, a fuer de sincero, que el nombre de Dios en boca de aquel ser indeterminado me parecía una blasfemia. Que le llegara el cargo gracias a su clientela, pues las damas todas asediaron a la señora hasta conseguirle el nombramiento, concedido no se sabe si por complacencia o por librarse de tanta importuna, que alegaban ser corriente el cargo en la corte de la Galia y debía por ello implantarse en Ivristone, ahora que se producía el resurgimiento y nadie estaba adornado de mayores méritos para ostentarlo. Y mientras las damas le alababan hasta subirle a los cielos, los maridos le despreciaban tanto que, llevado al mayor extremo, se conducían como si el personaje no existiese, prefiriendo incluso a un bufón o volatinero. Había determinaciones de la señora que resultaban indescifrables, pues no siendo competencia del Consejo llegábamos a ignorar las razones, pero sospechaba que en el caso este, tan aventurado fuera pensar que consintiera por eludir asedios y pérdida de tiempo, como por satisfacción propia, que aun no dedicándole las horas que las otras damas, también llamaba a sus habitaciones a Monsieur Rhosse, que se contoneaba como pavo real y aseguraba hacerle las pruebas de propia mano, sin descuidar un detalle tratándose de tan alta señora, a la que se preciaba llevar mejor vestida que a cualquier otra del reino. Con lo que, misterios de las almas, conseguía el aprecio de las demás, que lo mimaban para que no pusiera en ellas menor interés, y Dios sabe los regalos y concesiones que ello originaría, que ninguna aspiraba a menos que ser probada de propia mano, que las tenía delicadas y musicales, alas de mariposa más bien. Con lo que poco daño podía inferirlas, si es que algo de ello hubiera, que juraría que no. Aunque mejor disfraz no pudiera inventarse, y a fe que estos seres piensan mucho, pues que en definitiva son árbitros en el mundo. Y de ser realidad pienso que las señoras no llevaran tan a la vista sus tratos con el Monsieur. Pero nadie sabe tampoco adonde llega la astucia de una mujer. Que allí se daba una mezcla asaz sugestiva. ¿Y quién podía desentrañar si una era la apariencia y otra la realidad?

Y la otra poderosa razón que animaba a Avengeray, según ponía en boca la malicia cortesana, consistía en una muestra evidente: que en cuanto coincidían el caballero y la princesa se comían los ojos, y con el baile y el permanecer próximos parecían aislarse del mundo, pues ni siquiera notaban que se convertían en centro de atención de toda la corte, mientras sonreían las damas en cuchicheos, más serios los hombres, preocupados con la trascendencia del idilio, aunque todos a uno disimulaban, que era esta virtud cortesana que no podía olvidarse.

Pero los sesudos varones, con el preámbulo de que mi condición de obispo primero, y de consejero después, no podía enturbiar mi clarividencia en el servicio del reino, influido por el amor al caballero mi señor, me preguntaban si era inducido a escalar el trono de Ivristone por amor o por odio. Reconocían que si antes no quiso ocuparlo no era razonable intrigase ahora para conseguirlo, aunque aparentemente todos sus pasos lo conducían a la cumbre. Y si la misma dinámica de los acontecimientos lo empujaban hasta la corona, también podía ser cálculo, que inteligente y bravo lo era. Pero, ¿cuál era el pensamiento de la señora, a quien expusimos estas dudas en la primera ocasión? Advierto que, aun estando seguro por amor filial, de los nobles sentimientos del caballero, mi condición de consejero me obligaba a compartir las preocupaciones de los demás.

Respondió la señora que no se le escapaba, y pues no podía prescindirse del caballero en aquellas circunstancias, razón era que se aprovechase todo para beneficio del reino, que el Estado tiene razones y medios para llegar al fin que persigue. Y nos quedamos sin conocer cabalmente cuál era su pensamiento último. Aunque sí nos eran evidentes sus cavilaciones futuras e inmediatas. Que en aquellos momentos llegaban noticias inquietantes.

El rey del Norte andaba tanteando las defensas, y aunque no dedicara al intento más que modestas fuerzas, manifiesta dejaba su intención. Tropezó con la enérgica defensa de las huestes de Avengeray, asentadas con firmeza en los pasos de Oackland, que era preciso cruzar para adentrarse en las llanuras del reino de Ivristone viniendo desde el norte, y a fe que levantaran allí las mejores defensas que se hubieran contemplado jamás, pues siendo de tan alto valor estratégico nadie dedicara antes al lugar tan cabal estudio y levantara tan fuerte guarnición. Nunca apareció el rey a la cabeza de los atacantes, y no quedaba duda de que eran intentos para medir la resistencia, como un tanteo para ulteriores acciones ofensivas.

Y si en el norte el peligro no parecía tan inmediato, aunque la amenaza era preocupante, no ocurría lo mismo en el sur, donde el reino limítrofe apenas si contaba con fuerza, y lo que era peor, carecía de ambición su rey, y hasta de cualidades legislativas y guerreras, y así se veía expuesto a continuas invasiones y tropelías de las hordas piratas de allende el mar, que le consideraban presa favorita como el reino más débil y desguarnecido, que recorrían de norte a sur como les viniera en gana. No cabía otra defensa que pagarles tributo de guerra, y era sabido que los bandidos piratas lo cobraban y proseguían su salvaje devastación para conseguir mayores riquezas. Tanto que hasta la misma señora hubo de reírse cuando le sugirieron celebrase esponsales con el rey del Sur para organizarle y defenderle el reino, y contestó que con un rey enclenque ya había tenido bastante. Aunque la respuesta de la señora no conjuraba el peligro de la frontera sur, pues los vikingos alcanzaban fácilmente a introducirse en los territorios de Ivristone y atacaban las defensas, que respeto por fronteras y reinos no guardaban, sino que marchaban en pos del botín y de la destrucción, que nadie conocía cuál de los dos les atraía más.

Las fortalezas del sur habían resistido bien los ataques hasta entonces, gracias al genio del Gran Senescal de Guerra, quien sabiéndolas más expuestas las había reforzado en defensas y guarnición, y aunque alguna estuvo en peligro de ser destruida no lo lograron, y cumplieron la estrategia de resistir y rechazar a los bandidos sin abandonar el campo ni aceptar lucha abierta, que Avengeray sabía bien de la eficacia de sus contrarios. Máxime cuando entre todos aquellos ataques llegó a identificar en algunos casos la mano de su mortal enemigo, el rey Thumber, que aparecía y desaparecía con acciones fulminantes, de acuerdo con su habitual estilo. Hasta el punto que situándole en el mapa para conocer o adivinar su próximo ataque, nunca lograba preverlo, pues aquél no mantenía un orden progresivo o regresivo, que para caer en trampas era muy astuto, aprendido sobre la experiencia, pues ya una vez le tomara Avengeray delantera y le colocara en mucho peligro. Sus desplazamientos resultaban tan rápidos que atacaba a 10 o a 100 millas de un día para otro, lo que hacía sospechar al caballero que estaba siguiendo una estratagema para confundirle, como acostumbraba. Pero en cada caso la destrucción que causaba era importante y el botín cuantioso, también en víveres, y asolaba los territorios, con lo que empobrecía el reino y arruinaba a los habitantes, que abandonaban sus pueblos y heredades, lo que originaba perdieran las cosechas.

Al celebrarse un Consejo General, donde la señora escuchó con paciencia todos los pareceres, vino en decir que ante las amenazas a que se veía sometido el reino mantenía la mayor confianza en el Gran Senescal de Guerra, cuya habilidad y valor estaban probados, y que pues la seguridad del reino descansaba en sus manos, había decidido ligarle más fuertemente a la corona, concediéndole la mano de la princesa Elvira, siendo notorio el amor que ambos se profesaban; se complacía en anunciar la boda para dentro de cuatro semanas, cuando oficialmente daba fin el luto por la muerte del rey Ethelhave, y así se celebraría una solemne fiesta.

Si grande fue la alegría de las damas, mayor todavía la de Monsieur Rhosse, sobre quien recaía la responsabilidad de organizar el sarao y vestir a las damas, especialmente a la novia, para lo que se requerían nuevos diseños, con lo que se puso a trabajar sin descanso para llevar los dibujos a sus clientes, quienes sin demora comenzaron a realizarlos en sus talleres, afanándose costureras y bordadoras. Talleres que llegaban a estar animados por músicos para que las mujeres trabajasen con mayor primor y sentimiento. Que la música inspira. Era idea de Monsieur Rhosse, quien insistía en que, en definitiva, hasta las ideas se engendran por el movimiento, y el movimiento es arte.

Mayor actividad nunca se viera en la corte. Y eran, como siempre, las damas quienes la animaban, complacidas en aquel final feliz, y aunque no parecían ocuparse en exceso de la princesa salvo en adivinar las hechuras de su vestido, intentaban sobornar a costureras y bordadoras para averiguarlo, y hasta dedicaban algún mimo especial a Monsieur Rhosse para comprar su indiscreción. Con preferencia cantaban las excelencias del novio, al que además de reconocerle todas las virtudes, le llamaban el Salvador del Reino.

Un día en que me requirió la señora para consultar sobre religión, díjome sobre la boda que no fuera decisión súbita, sino meditada y la más acertada que cabía. Adivinaba que alguna vez habría de entregar el reino a su hija, con la grave preocupación de los bastardos, que no renunciaban a lo que proclamaban ser sus derechos. Uniéndola al caballero podía trabajar satisfecha de cara al porvenir, máxime sabiendo que la boda contaba con el beneplácito de todos, que su misión era aunar voluntades y despertar la ilusión de las gentes para el mayor beneficio del reino. Avengeray había logrado imprimir un ritmo distinto a la vida, pues convirtió a los apáticos en entusiastas y a los reticentes en colaboradores de buena voluntad, quienes se olvidaron de intrigas y conjuras, incluso los bastardos, que se mostraban recelosos.

Aproveché la ocasión para pedirle cartas de presentación con que ir a Roma para recoger el pallium. Contestó que no lo olvidaba, pero tampoco era momento de ausentarse en largo y arriesgado viaje dejando el reino sin cabeza eclesiástica, cuando tantos y tan graves eran los problemas que se encaraban. Y debo dejar constancia de que al concluir cada entrevista se me acrecían las dudas, pues aquella mujer, a fin de cuentas, resultaba un enigma: encantadora y gentil cuando se lo proponía, calculadora en extremo cuando necesario.

Avengeray no ocultaba a nadie su felicidad ante la próxima boda. Bajo su apariencia fría, aunque yo le sabía apasionado y con ilusión, palpitaba una honda inquietud. Y al inquirirle sobre la causa díjome ser preocupantes las noticias que le llegaban desde la frontera sur. Sospechaba alguna forma de traición, ya que en algunas de las fortalezas atacadas había nobles de los antiguos incordiantes, y aunque luego se mostraran de modo que no dieran ocasión a desconfianzas, no obstante, andaba intranquilo. También pensaba que los espías y los bastardos pudieran estar vendidos al enemigo y le desfigurasen las noticias. Lo que podía representar estuvieran sucediendo las cosas de modo diferente a como le eran referidas.

Para conocer la realidad, que mucho le importaba, no cabía otro remedio que enviar al tane con sus sesenta hombres, quien le haría llegar correos fidedignos que le permitieran evaluar la situación, pues que podía estar decidiéndose allí la suerte del reino. Que era Thumber astuto y cruel, capaz de jugarle con todos los engaños, y mucho importaba averiguarlo. Aunque deseaba que todo se debiera a Thumber, y nunca a las traiciones en el propio ejército.

Aconsejé enviara un destacamento desde los pasos de Oackland y mantuviera la escolta en el castillo, pues eran sus hombres de mayor confianza. Lo había considerado, me dijo, pero no quedaba tiempo y que hasta la boda pudiera retrasarse de no adoptar rápidas medidas. Y así dispuso la salida, confiando entre tanto en la guardia del castillo.

Ajena la corte a estas preocupaciones avanzaron los días, hasta que comenzaron a llegar correos con noticias más satisfactorias. Calmóse la inquietud de Avengeray y pudo vestir sus más lucidas ropas cortesanas, que era gloria contemplarle con la indumentaria galana de un guerrero: la cruz que adoptara como emblema bordada sobre el pecho, ceñida la cintura por el grueso cinturón del que colgaba la noble espada de dos filos.

En la pétrea capilla, donde el silencio de los sepulcros marmóreos pesaba sobre cuantos asistían a los esponsales, revoloteaba no obstante la ilusión de la fiesta, pues en cada mujer duerme un poema de amor. Y en mi caso el sentimiento: pues que en algún instante sentí un breve picor en la garganta y los ojos humedecidos, que érame muy caro el caballero, había tomado afición a la princesa y contemplaba el amor en sus rostros y la satisfacción en los demás, muy especialmente en la Señora de Ivristone. De quien había aprendido a dudar si seguía impulsos sentimentales o su conducta obedecía a razones de Estado. Aunque, debo decirlo, tal suavidad empleaba en sus maneras que desconcertaba. Pero no podía desechar la impresión de que era antes Regidora del Estado que madre. Sin que me atreviera a formular esta sospecha con claridad, que todo me resultaba confuso tocante a la señora.

Y en aquel silencio, repito, restalló un tumulto repentino, viéndonos invadidos por multitud de vikingos que penetraron como centellas —embrazados los escudos, espada en mano, otros el hacha—, cuya fiera presencia me conturbó.

Rodearon unos al grupo donde se reunían los nobles cortesanos y los bastardos y les atacaron tan de repente que apenas si alguno tuvo ocasión de desenvainar la espada; cayeron atravesados por los venablos y a golpes de hacha, que todo pareció transcurrir en un segundo. Y en el grupo de los viejos compañeros del Consejo, ancianos venerables, tres que intentaron empuñar la espada, que ya les resultaba pesada, fueron fulminados por los arqueros que brotaron de la parte alta de la entrada, apostados contra la baranda desde la que se dominaba toda la concurrencia, pues que nosotros nos hallábamos en un plano más bajo. Apenas si me percaté de lo que sucediera junto a mí, pues observaba de conjunto aquella acción terrible, en la que perdía su vida la flor de la nobleza abatida por la furia vikinga, sedientos de sangre como lobos. Y cuando miré, descubrí que también estábamos rodeados por furiosos guerreros cuyos rostros reflejaban al demonio, sus ojos brillantes de una luz maléfica, blandiendo sus armas, protegidos todos por el escudo, con lo que formaban un círculo en cuyo centro quedábamos los contrayentes, Ethelvina y yo mismo. Pero sobre Avengeray había caído una red, manejada con infernal habilidad, que le imposibilitaba, y con unos cabos se la sujetaron y ciñeron de modo que sólo tuviera ocasión de empuñar la espada pero no de blandiría, mientras forcejeaba con furia incontenible —que no obstante resultaba inútil—, para desasirse de aquella prisión y arrancar los cabos de las manos de sus carceleros.

Tan de súbito como estaba ocurriendo todo, tronó una gruesa voz allá en lo alto, donde se encontraban los arqueros, tensos los arcos y prontas las flechas para ser dirigidas contra cualquiera que osara atacar. Era un hombre corpulento, tal que parecía un oso, y adiviné como un relámpago que debía de ser Oso Pagano, el rey Thumber, el enemigo mortal de nuestro caballero, que no otro osaría sorprenderle en tal momento, y con astucia de zorro como le era por costumbre, que muchas veces escuchase a mi señor referirse a aquella cualidad de su enemigo, al que no obstante admiraba como guerrero.

«¡Tente, tente Avengeray! —tronó la voz—. ¿A quién defiendes? Éstos querían matarte. Y ellos me llamaron. ¿Es que ya no reconoces a los traidores? ¡Estás viviendo en un nido de víboras!»

La voz de nuestro caballero se elevó, suspendido por un momento su furibundo intento de liberarse de la red, para clamar: «¡Traidor! ¡Bellaco! ¡Suéltame y lucharemos!».

Pero la primera réplica fue una risotada: «¿Me crees capaz de apoyarlos contra ti? Sabes que no hago juego para los demás».

«¡Cobarde! ¡Granuja! ¡Lucha conmigo!», vociferaba el caballero debatiéndose en inútil violencia contra la red.

Oso Pagano parecía divertirse. «¿Para qué voy a luchar contigo? Nada me obliga. No soy caballero cristiano. Puedo mataros si me place. ¡Todo es ahora mío! Dame una buena razón para que no lo haga.»

Las carcajadas de aquel monstruo resonaban en la bóveda, repercutían contra los muros, caían sobre todos nosotros como una losa de piedra que confinase nuestras ideas al marco estrecho y disolvente de una tumba. Nos encontrábamos paralizados, salvo el caballero, furioso en su impotencia, lo que impregnaba de mayor tragedia la situación, por encima de los guerreros muertos. Quizás Avengeray pensaba de ellos que al menos habían muerto con honor mientras él se encontraba humillado, afrentado en su honor, sometido por unos guerreros que ni siquiera eran caballeros ni podían batirse con él en buena lid, delante de su dama, interrumpidos los esponsales, traicionado, vencido, ultrajado en su dignidad de caballero, de amante y de hombre.

Tan inusitado como todo cuanto acontecía se elevó la voz de la princesa, que pareció erguirse de repente, agigantarse dentro de su frágil figura de doncella, que le proporcionó un relieve que hasta entonces nunca tuviera su figura. Pues son las ocasiones quienes descubren al otro ser que todos llevamos dentro.

«¡Yo puedo darte esa razón que demandas!», dijo.

El rey vikingo quedó en suspenso. Todos los circunstantes se movieron para observar aquella silueta adornada con los cándidos velos de novia que de repente se había transformado, situándose junto a su esposo, como si le estuviera protegiendo.

«Sube, princesa, y habla.»

Aunque Avengeray pareció intentar retenerla con un gesto, no pudo impedir que atravesara el círculo de guerreros, que abrieron paso, y se dirigiese hacia las escaleras, hasta alcanzar a Thumber, quien se adelantó para encontrarla.

El caballero quedó inmóvil, petrificado, empuñada inútilmente la espada pendiente junto a su cuerpo, ceñida por la red y los cabos que lo envolvían, que nunca soltaron los guerreros. Y así permaneció todo el tiempo que la princesa se mantuvo en conversación con Thumber, de lo que nadie escuchamos una sola palabra. El tiempo se nos hacía eterno, las miradas todas en la desigual pareja que formaban el corpulento y descomunal rey vikingo, y la frágil figura de la princesa, toda ella fuego en su actitud, en la vehemencia de su expresión y de sus gestos y movimientos, indiferente y burlón Oso Pagano, escéptico, provocador y ofensivo.

Hasta que a una orden de Thumber se movieron los guerreros, para cumplir los deseos de su rey expresados en las palabras que dirigió a sus prisioneros, todos cuantos quedábamos con vida dentro del recinto sagrado. «¡También yo soy gentil con las mujeres, Avengeray! —exclamó riendo; y sus risotadas sonaron más horribles que antes—: Conservaréis todos la vida, pero encerrados en las mazmorras para que no estorbéis, que así lo he prometido a vuestra princesa.»

Al tirar de los cabos para arrastrarle gritó Avengeray con la más profunda ira en su voz: «¡Mátame, bribón! ¡No causes este ultraje a mi honor!». Tengo para mí que de encontrarse suelto se hubiera causado él mismo la muerte, si no la recibiera de manos de sus enemigos.

«No morirás, Avengeray, que el destino te reserva para mayores empresas», le replicó Thumber.

Mientras los piratas arrastraban fuera de la capilla a todos los prisioneros —la señora escoltada por cuatro guerreros, sus damas en un grupo que la seguía, los viejos compañeros del Consejo de Estado detrás de ellas, caminando con dificultad por el peso de los años, afrentados por el deshonor que en su vejez recibían—, dos guerreros vinieron cerca de mí y me ordenaron permanecer quieto, por lo que vi desfilar a todos los asistentes que hacía un rato gozaban con la ceremonia que enlazaría a la gentil princesa y a nuestro caballero.

Contemplaba todos aquellos cuerpos derribados sobre el pavimento en trágicos escorzos, ensangrentados, que Thumber había calificado de traidores contra Avengeray, quienes tramaran su destrucción y su muerte, concertando con el vikingo el golpe que puso en sus manos el castillo. Y quién sabe cuántas maquinaciones fueron llevadas a cabo hasta neutralizar el ejército y la misma guarnición, que les permitiera irrumpir con tanta facilidad, que demostraba cómo todos los caminos les habían sido allanados. Rápidamente recordé los comentarios que mi señor hacía siempre del rey vikingo. Y no debía de andar errado, pues que me parecía que Thumber, siempre desconcertante e imprevisible, pactara con los traidores, pero sin embargo les había castigado preservando la vida de Avengeray, a quien también pudo dar muerte sin fatiga. Y en cambio no existía duda de que no era tal su deseo. Al menos en aquel momento.

No tuve más tiempo para reflexionar, pues desalojada la capilla, donde sólo quedaban piratas, venía hacia mí Oso Pagano, armado de todas armas, el paso decidido pero pausado; a su lado la pálida Elvira, que no obstante parecióme resuelta, seguido por un cortejo de guerreros.

«Casadnos, señor obispo», dijo el vikingo, y mi sobresalto por lo inesperado de sus palabras le hizo sonreír con mayor fuerza.

Tardé en recuperarme de la sorpresa. Examinaba los rostros burlones y sanguinarios de aquella horda pirata de salvajes bandidos paganos, y me pareció ser la princesa Elvira la única, entre todos, que permanecía serena y resuelta, iluminada por una trascendente decisión. A mi interrogante mirada replicó con voz firme: «Pues que aquí nos reunimos para celebrar una boda, casadnos. Lo único que cambia es el novio».

Se me escapa del recuerdo aquella extraña ceremonia que forzosamente hubo de resultar breve pues ya no quedaba en mí entusiasmo ni contemplación de la felicidad de dos contrayentes. Pensaba en mi señor, el infortunado caballero encerrado en una mazmorra, remordido por la rabia de la burla, vencido y deshonrado, sufriendo la terrible incertidumbre del riesgo que pudiera soportar su amada esposa, que lo seguiría siendo espiritual, pues que materialmente había sido imposible.

Y ahora, preguntaba a la princesa con intencionada demora si era libre en tomar su decisión, si deseaba realmente contraer matrimonio con aquel rey extraño, bandido y pagano, cuya personalidad no podía entonces definir, tan contradictoria, capaz de las mayores villanías, de ultrajar todos los sentimientos más santificantes de un cristiano, y de perdonar a un enemigo que deseaba darle la muerte, un enemigo irreconciliable al que debería distinguir con su odio mortal, pues que día habría de llegar en que se enfrentarían y no podrían eludir darse muerte uno a otro, o sabe Dios si perderse ambos en la contienda, tan enconada y sin remedio parecía. Pues, lo juro, dispuesto me encontraba a no seguir si la princesa lo negase, aunque en ello me fuere la vida. Mas Elvira insistió, también demoradamente y con aquella fría serenidad que en ella me resultaba desconocida, antes tímida y vacilante, animándome ahora a proseguir, pues, lo repetía, era su decisión libre y voluntaria.

Lo que siguió puedo apenas recordarlo como un mal sueño, ideas difuminadas por la bruma que creaba mi confusión. Salimos de la capilla. El salón, donde fui conducido tras los contrayentes, que ahora eran esposos —y ésta era la idea que me obsesionaba, pues se celebró el enlace como un robo y una ofensa hecha a mi señor Avengeray—, estaba poblado por los bandidos, que aparecían ahora como divididos en dos. Los unos en plan de guerra, vigilantes y disciplinados, los otros merodeando de un lado para otro, en busca de botín y mujeres: criadas, doncellas de cámara y de servicio, dueñas, amas y mozas, que entre todas levantaban un griterío de histéricos chillidos que contristaban mi alma. Y en el centro del salón estaban arrojando cantidad de pieles que traían del exterior, y sobre ellas levantaron una tienda, también de pieles, que pude comprender era la tienda real de Thumber, que al parecer instalaban el campamento dentro de la estancia.

En derredor iba creciendo el desenfreno de una orgía salvaje: los bandidos bebiendo groseramente en los cuencos y cuernos, constantes sus risotadas, y constantes los gritos de las mujeres ultrajadas que pretendían inútilmente zafarse de las garras de sus martirizadores, sin que hubiera fuerza capaz de librarlas. Que cuanto más se resistían ellas, mayor era el empeño y las risas. Salvaje y terrorífica la bacanal, violenta como de tigres disfrutando de sus presas: una ola de paganismo extendida sobre la cristiandad.

Thumber levantó la piel que cerraba la tienda y con un gesto invitó a la princesa, quien penetró en su interior. Se volvió ella para decirme con frialdad: «Creo que estaréis mejor en la mazmorra, señor obispo, este espectáculo no es bueno para vos. ¡Llevadle!». Por primera vez la veía conducirse como reina pagana, lo que mucho gozaría Thumber.

Me sentí arrastrado, aunque sin violencia, por los hombres que permanecían junto a mí. La luz de los hachones iluminó nuestro descenso, aclarando las tinieblas de aquellos sótanos en lo más profundo del castillo, y finalmente abrieron una puerta y me impulsaron a su interior.

Cuando pude orientarme hacia las voces y gemidos que escuchaba al fondo de la habitación encontré a mi señor Avengeray tendido sobre la paja, sacudido por violentas convulsiones. Se hallaba bañado en sudores y gemía profundamente, enfebrecido y delirante, que sólo le oía palabras ininteligibles, privado de razón y conocimiento.

Y en viendo la infinita miseria que se abatiera sobre nosotros tan inesperada, tuve que hincar la rodilla y elevar mis preces, humillado, rogando con fervor el perdón por todos mis pecados, que nunca antes me dolieron tan hondos, como si fueran llagas malignas que me horadasen las carnes. Pues ninguna otra razón podía ser origen del castigo que sobre todos nosotros había desplomado Dios Nuestro Señor.