Nunca antes en aquella corte lo contemplaran, pero la fama del caballero Avengeray de todos era conocida, instalado en la leyenda por los juglares que cantaban la historia de pueblo en pueblo, por los mercados y fiestas, así como en los salones de mansiones y castillos, para mitigar el aburrimiento de larguísimas veladas, juntamente con volatineros, tragallamas, saltimbanquis y tragasables, amén de los bufones. A todos los cuales organizaba el espectáculo Monsieur Rhosse, al que los caballeros pretendían humillar llamándole Madame Rose, sin que se diera por aludido. Tañía el tal la vihuela y el arpa con el primor de sus gráciles manos de mariposa, que jamás empuñaron espada, dardo ni venablo, ni embrazaron rodela ni escudo; ni sujetaron su gentil anatomía mallas ni armaduras, cueros ni hierros, ni siquiera la enjoyada daga florentina que lucían los imberbes enamorados del refulgir de la luna. Que eran su preferencia encajes y brocados, arbiter elegantiorum conocedor de los secretos estilos de las antiguas cortes de la Galia y de Flandes, de vaporosas y cristalinas doncellas con azules pupilas de ensueño, en contraste con las gruesas cinturas, los abultados senos, las amplias caderas de estas damas de tez clara y rubios cabellos, de largas trenzas vigorosas, que se proponía transformar. Buscábanle ellas para organizar sus fiestas, que las hacía lucidas y de tono, quedando la dama muy reputada, y le encargaban hasta el diseño de sus vestidos y mantos. Y se murmuraba que de propia mano les hacía las pruebas de otras prendas de su intimidad sin que despertase el recelo de los maridos por juzgarle inofensivo. Y si no lo fuere, ninguna esposa tuvo cuidado en desmentirlo. Y con todo disfrutaban los maridos muy ufanos con sus burlas, sin darse cuenta de que era él quien les marcaba el paso.
También las doncellas de cámara y salón, vanidosillas como sus señoras, solicitábanle muestras originales para adornar o destacar lo que las distinguía, y siendo maestro consumado de las metamorfosis, disponía de tules y vainicas para disimular la escasez de los escotes y sugerir volúmenes escondidos; mucho importaba el engaño pues que los caballeros gustaban de generosos tesoros que las damas no solían ocultarles.
Y aun cuando costumbres y pormenores fui aprendiéndolos después, prefiero figurarlos aquí y ahora para mejor entendimiento del que leyere.
También era muy conocida, a lo largo y ancho del reino, la bien celebrada Ethelvina, esposa del difunto rey Ethelhave. Aunque de diferente modo, pues el pueblo ensalza en unos las virtudes que admira, y en otros critica los pecados que profesa, y así se retrata en sus sentimientos, que llega a representar en sus héroes y villanos, igual que los paganos hacen con sus propios dioses reflejándose en ellos como si fueran espejos.
Tuvo antes Ethelhave dos esposas que no le proporcionaron descendencia, aunque a cambio llenó él de bastardos el palacio, a los que nunca abandonó, sino que, por el contrario, les colmó desde pequeños de títulos, prebendas y cargos, y en eso no se pareció en nada a otro que me sé, y dejemos el caso aquí.
Diole una hija Ethelvina, ya tercera esposa, y conocedora de su rijosidad le tuvo siempre ocupado en el lecho, con lo que, si no logró aumentar el número de hijos legítimos, al menos le mantuvo sin tiempo de incrementar la cuenta de la bastardía. Que siempre tuviera muy claras las ideas aquella mujer. Tan dispuesta, que siendo el rey tímido y apocado en los asuntos de Estado y gobierno, le ayudó a resolver cuestiones hasta poner en solfa la administración, con lo que se hacían todos lenguas del cambio, pues nunca gozara de más autoridad y prestigio, aunque para nadie era secreto que la mano diestra pertenecía a la reina y que Ethelhave sólo intervenía para sancionar lo por ella dispuesto. Sin que hubiera aparente menoscabo, que siempre guardó a su rey y marido el respeto que le debe toda mujer inteligente.
El rey no aspiraba a conquistar otros reinos, ni tampoco en Ethelvina parecían anidar proyectos de tal magnitud, y así todos los esfuerzos fueron encaminados a conservar la paz, que la logró efectiva por bastantes años, pues los otros reyes respetaban la fuerza que había conquistado, ya que siempre inspira respeto.
Hasta que los bastardos crecieron pasando los años y, alentados por nobles ambiciosos y enredadores, al amparo del rey pusilánime, dieron en crear problemas y dificultades, suscitar envidias y conspiraciones, tachando a la madrastra de usurpadora y autoritaria. Y nunca el padre supo atajar a sus hijos, fuera ello flojedad del carácter o excesivo amor que les tuviera. Que siempre fue un enigma, pues tanto o más amaba a su reina Ethelvina como a su hija Elvira.
Considerábanse los bastardos herederos del reino a falta de hijos legítimos, y llegaron a enfrentamientos, apoyados por unos y otros, disputándose los derechos a la sucesión, pues cada uno se creía digno de la primacía. Extendieron sus ambiciones hasta coquetear con otros reyes; en especial con el del Reino del Norte, que por serles fronterizo ambicionara siempre extender sus dominios hacia el sur, desde que ocupara el trono matando al padre de nuestro caballero Avengeray, de quien entonces era el reino. Pero la habilidad y diplomacia de la reina logró siempre superar la inquina, hasta conseguir el apaciguamiento de todos, y con el tiempo parecieron olvidar las rivalidades, aplicándose más a disfrutar las ventajas de su posición, que no ofrecía reparos. Pues ni el sueño les era espantado por preocupaciones de Estado, ni se ocupaban de otra cosa que no fueran cacerías, amén de cortejar a las damas y ejercitarse en los torneos. Quizás influyera la prodigalidad con que les regalaba Ethelvina a cambio de su avenencia. Y así habían permanecido hasta el momento en que el rey tuvo que acudir al estuario con todo el ejército disponible para enfrentarse a la invasión capitaneada por el rey danes Horike, apoyado por Oso Pagano, el rey Thumber, aliados para perdición del buen Ethelhave, cuyo cuerpo conducíamos junto con el de los cinco obispos, hacia el castillo de Ivristone, tras haber enviado por delante mensajeros que informaran a su esposa de los trágicos acontecimientos, y aun le añadieran que el caballero Avengeray salvara el reino quedando por dueño del campo, y que antes que pensar en proclamarse rey, ya que ninguna fuerza existía que pudiera oponerse a su voluntad, iba a someterse como servidor, con todo su ejército, si por tal era admitido.
Avengeray no olvidaba que Ethelvina era sólo reina en función de su esposo, y que fallecido éste no resultaba heredera obligatoria, antes bien se consideraba que el trono lo ocuparía siempre un varón que pudiera afrontar las graves responsabilidades del Estado y atender a la guerra. Mas, se percataba de que nadie había en el reino más capacitado para gobernar que Ethelvina, según tenía demostrado muchos años atrás, y deseaba no existieran problemas en la sucesión, pues que con ello sólo apoyarían a sus enemigos, que eran muchos, y se encontraban indefensos por el momento. Que cuando hay disputas internas en un reino los vecinos sienten la necesidad de devorarlo. Y bien se conocía Avengeray la rivalidad que existía con los bastardos, que ahora pudieran luchar todos por el trono. Por ello le causó gran alegría recibir a los mensajeros de vuelta, con la noticia de que Ethelvina se había proclamado Señora de Ivristone y Regidora del Estado, y que como tal les daba la bienvenida y les aguardaba; aceptaba la sumisión ofrecida y le prometía distinciones y recompensas. Y refirieron después con cuánto interés había preguntado Ethelvina a los mensajeros cuanto se refería a la batalla, a la alianza, al propio caballero, a sus tanes, a quiénes destacaban en el ejército, interesándose por cómo una tropa tan reducida pudiera conseguir un triunfo tan notorio y providencial. A lo que comentó Avengeray, para que le fuera transmitido, que la fuerza de nuestro ejército se debía a que éramos muchos más que dos mil guerreros: ¡éramos uno solo! Lo que Ethelvina entendió muy bien, pues que pasando el tiempo se lo escuché comentar con elogio algunas veces.
Cuando llegamos a cierta distancia del castillo, tuvo Avengeray el cuidado de dejar apostado el ejército, pues no deseaba llegar a Ivristone con ostentación de fuerza para no malquistarse voluntades ni levantar recelos. Así que allí quedaron los hombres y proseguimos con sólo un tane y sesenta guerreros, para dar cumplida escolta a los muertos y a los vivos.
La guarnición del castillo, más bien escasa de número, nos esperaba en la pradera cercana, y tras los saludos se unieron a nuestra marcha, hasta formar filas para que penetrásemos por el puente levadizo. En el patio interior nos esperaba la señora, acompañada de su hija, y a continuación todo el séquito de damas y caballeros del reino, que lucían de gala para tan señalada ocasión, siendo evidente en las damas la mano de Monsieur Rhosse, quien las había provisto de modelos exclusivos para testimoniar su duelo por el fallecimiento del rey, con lo que se transformaron en un cortejo de viudas negras, con el solo fanal del escote mostrando la color rosada de sus tentaciones, que bien evidentes me quedaban desde la altura del caballo, y no fuera sincero si ocultase que me complació el panorama, abundante en número y variado en la forma.
Descabalgamos cumplidamente ante la señora, apresurándose Avengeray a hincar la rodilla ante ella, en lo que le imité, pues que me llevaba a su lado y presidíamos la cabalgada, que el caballero me hacía ese honor. Muy gentilmente sonrió la señora a Avengeray y se dejó besar la mano, complacida por la humildad del renombrado caballero, al que invitó a levantarse y le tituló Gran Senescal de Guerra, lo que implicaba acceder al mando supremo del ejército, aunque no lo hubiera disponible por entonces. Pero evidenciaba la generosidad y buen ánimo de la Señora de Ivristone, quien recompensaba de inicio al valeroso y perfecto caballero que había salvado el reino y le traía el cuerpo sin vida de su esposo para que recibiera los honores debidos. Y formulados los cumplimientos al caballero volvióse la señora y me invitó: «Adelante, señor obispo», lo que me produjo un sobresalto por lo inesperado. Que no acertaba a pensar si se hallaba confundida, ignorante de mi condición, por lo que declaré: «No soy más que un humilde monje peregrino, altísima señora». «Lo erais antes de pisar el puente de este castillo; al penetrar en Ivristone lo habéis hecho como obispo, que en virtud de mis prerrogativas con Roma os confiero el nombramiento y la sede.»
Tan alejado de mi ánimo permaneciera todo aquel tiempo, en que la acción de guerra atrajera mi interés, que oírme titular de obispo me resonaba en los oídos como una canción extraña, y tan tardo me hallaba en entenderlo que más bien me sentía confuso. Hasta que poco a poco me acudió la realidad ante los ojos, y me pellizcaba para estar seguro de que no se trataba de un sueño, y así creí oportuno manifestar que me sentía muy honrado por su generosidad, pero que cumplía a mi señor Avengeray autorizarme a recibir tan alto don. «Tiempo ha que hubiera yo concedido este título —replicó él— de alcanzarme la prerrogativa. Pero mi Señora de Ivristone viene a remediar mi falta, y así os ruego aceptéis tan alto honor como os ha sido dispensado.»
Aquí vino Ethelvina a aclarar que eran cinco las sedes vacantes, y me aconsejaba tomar la de Ivristone, que sobre exigirme vivir en el castillo, era sede primada y por tanto regía toda la Iglesia del reino, con lo que incluso habría de proveer el nombramiento de las otras sedes vacantes por la muerte de los obispos, cuyos cuerpos acompañaban al del rey, y a todos ellos habían introducido en el patio interior y quedaban situados con la escolta en espera de las disposiciones del caso, que fue llevarlos a la regia capilla y colocarlos en túmulos que con anterioridad habían sido prevenidos.
Cuando la señora y el caballero me lo permitieron, por hacer un aparte para tratar sus problemas, que eran los del reino, apárteme yo mismo con el deán secretario, que ya asistiera a cuatro obispos anteriores y conocía cuanto hubiera de conocerse, y aun tengo para mí que alguna punta de más en asuntos religiosos, pues no existían para él secretos. Lo primero fue llevarme al guardarropa del difunto obispo y ayudarme a cambiar mis toscos ropajes por los que correspondían a mi nueva función y dignidad rectora de la Iglesia. Ya revestido de morado y ufano por la transformación, que a no dudarlo me resultaba grata, inquirí del secretario cuál debía ser el orden para comenzar mi actuación concertadamente, según se esperaba. Replicó con sosiego que, ante todo cumplía legitimar mi nombramiento de obispo y a continuación confirmar los títulos a la Señora de Ivristone, pues se encontraba en régimen de provisionalidad hasta cumplirse los ritos eclesiásticos, es decir, que entre tanto todo existía en el fondo pero no en la forma, que en materia del mundo esta última es lo más importante. «¿Cómo así —argüí—, mientras permanecen muertos insepultos en la capilla?» A lo que respondió que los muertos no suelen tener prisa y que lo importante era conformar a los vivos. Y al presentarme relación de todos los religiosos del reino entre los cuales debía escoger los cuatro nuevos obispos, me sugirió le tuviera a él en cuenta, pues mucho tiempo lo esperaba y méritos tenía acumulados como para ostentar preferencia ante cualquiera de los allí señalados por la señora.
Me acudió rápidamente la inspiración, pues entendía, siendo yo lego en la materia, que con los deberes de primado debía ahora ocuparme de lo concerniente a la Iglesia del reino, que nada de provecho alcanzaría sin la asistencia de aquel viejo deán secretario que llevaba la curia en su cabeza, y le expresé mi disgusto por pedirme marchar en el punto en que acababa de tomar posesión, cuando le estimaba más que a ningún otro por las acaloradas alabanzas que de él me hiciera la señora, y me atrevía a recomendarle que no aspirase a nada que no fuera menos de la sede primada, a la que podría acceder algún día, cuando yo me ausentase. Que más útil podía serle al reino y a la Iglesia actuando ahora de deán secretario como hiciera con mis antecesores, que abandonarme con mi ignorancia. Y que a fin de cuentas tan rápidos eran los acontecimientos y tanto variaban en el transcurso de tan corto tiempo que más esperanzas podía tener él de sucederme que yo de permanecer obispo. Y pensara, además, que en llegando al desarrollo pleno de la curia del reino, la sede primada sería elevada a cardenalato, y quién sabe si el cargo le estaría reservado a él, si todo lo hacíamos concertado y a su tiempo. Con lo que pareció quedar muy satisfecho.
Lo repentino de los sucesos, con mi llegada al obispado cuando tal idea ya me era ajena por completo, que parecía haberlo olvidado, me tenía sumergido entre sueños, sin acabar de poner los pies en la tierra. Diríase que eran los acontecimientos los que me arrastraban, o más bien me dejaba acunar por ellos ya que tan placenteros me eran. Y así transcurrió la ceremonia en que fui consagrado, mediante la lectura de la cédula de mi nombramiento: «Yo, Ethelvina, reina del rey Ethelhave, de glorioso recuerdo, yacente aquí en la capilla donde ha de recibir sepultura, ante Dios y en presencia del Consejo del Reino, de todos los dignatarios de la corte y los religiosos de este reino, habiendo invocado a San Pedro como Padre de la Iglesia y a Todos los Santos para que nos concedan su protección, inspirados por el Espíritu Santo, vengo en nombrar obispo primado…» que me sonaba tan lejana y envuelta en musicalidad celestial, pareciéndome coros de ángeles los que me rodeaban e inundaban mis oídos y espíritu con aquellos sones de íntima melodía. Y livianos dedos de serafines me colocaron el alba y la estola, cargaron sobre mis hombros la capa pluvial, colocaron sobre mi cabeza la mitra y en mis manos el báculo. Y fue la misma Ethelvina quien luego deslizó en mi dedo el rico anillo pastoral, una enorme turquesa como nunca viera antes, cuya contemplación me sacudió tan vivamente que se me despejaron las nubes del cerebro, volviéndome a la realidad, pues hasta entonces permaneciera soñando. La primera idea que acudió a mi mente fue si habrían despojado al difunto obispo, mi antecesor, del anillo que ahora lucía en mi mano. Aunque el catafalco se encontraba situado en segundo lugar, después del rey, y no me era visible desde el altar. Que lo miré con cierta repugnancia, o cuando menos recelo, pues que me recordaba cuan frágiles son las glorias mundanas. Aunque reflexionara de inmediato que era disparate tildar de mundana gloria tal solemnidad religiosa, pues nada se producía sin la voluntad de Dios. Precisaba acomodar mi mentalidad al alto cargo y responsabilidad a que había accedido tan de improsivo, sin tiempo para digerir el cambio.
Y cierto que ya me sentía otro distinto cuando se arrodilló en la grada primero, y en rico reclinatorio después, según el protocolo que muy fielmente seguía el deán secretario que todo lo conocía por experiencias anteriores, mi señora Ethelvina, que venía humildemente a solicitar la intervención de Dios en la sucesión del difunto rey Ethelhave, y luego que fueron elevadas las preces por todos los asistentes, que era la corte completa, escalonados en proximidad a Ethelvina de acuerdo con los protocolos y los cargos y linajes de cada cual, implorada que fue la inspiración del Altísimo, vino el obispo a manifestar —y ya no me sorprendió pensar que el obispo era yo—, que estaba en la voluntad de Nuestro Señor nombrar a Ethelvina Señora de Ivristone y Regidora del Estado, y que así fuera acatada por todos los asistentes, y por delegación los ausentes, y todo el reino la reconociera como tal, quedando sujetos los que se opusieran en una u otra forma a las penas y rigores dispuestos por las leyes civiles y religiosas, que las primeras castigan con la pérdida de la vida terrena, y las segundas con la eterna, pues quien se opone o actúa contra los ungidos, que por el acto y voluntad de Dios adquieren un valor divino, contra Dios mismos proceden.
Cumplidos aquellos trámites, que eran previos según mi deán secretario, y devuelto con ello al reino su estado legal, procedía atender a los difuntos que tan pacientemente aguardaran todo el tiempo. Y con gran pompa y solemnidad fue desarrollándose el rito que cumplía a las exequias de un rey, y el cuerpo de Ethelhave quedó colocado finalmente en el sarcófago preferente que en la capilla de los reyes tenía dispuesto. Y de paso tuve una ojeada para el otro lugar que quedaba vacío a su lado, pensando que estaba bien aparejado para recibir a Ethelvina en su día, que no se sabía cuándo, por la incertidumbre de conocer la voluntad de Dios primero, y por la fugacidad de las glorias terrenas después. Que desde que fuera consciente de mi obispalía me habían crecido los razonamientos filosóficos y morales haciéndome desdeñar cuanto me rodeaba. Aunque era contradictorio cerciorarme al propio tiempo de cuan satisfecho me hallaba siendo centro del reino, como un ombligo, que ahora todo lo veía girar en mi entorno. Pues desde la humildad de mi vida me encontraba ahora encumbrado de tal modo que ya mis ojos se acostumbraban a contemplar solamente las cabezas de mi prójimo, cuando antes les veía siempre los pies.
Llegué a sentirme orgulloso de mí mismo durante la ceremonia. Y ello influyó para que dedicase al obispo difunto, que por la voluntad de Dios dejara la sede vacante que me estaba destinada desde siempre, un funeral casi regio. E intempestivamente acudió a mi cerebro el recuerdo de Benito, que por afecto me reveló aquello que estaba escrito y acababa de cumplirse cuando ya no lo esperaba. Me pareció herejía y satanismo guardarle agradecimiento por sus atenciones. Pero algo se merecía, que a fin de cuentas en obligación de perderme se encontraba, pero nunca se condujo alevoso ni traidor, sino comedido y considerado. Que la suprema lección humana ha sido siempre la humildad. Pues si todos procedemos de Dios, ¿qué somos nosotros sino granillos de arena en una inmensa playa que abarca todo el mundo?
Tengo para mí que por humilde que fuera el obispo difunto, al que me hubiera gustado conocer en vida, su alma no podía menos que sentirse complacida por la ceremonia, que todo el clero se contagió inspirado por mi fervor, pues nada ennoblece tanto como guardar las honras de los que nos han precedido. Quizás porque aspiremos a que, en su día, seamos del mismo modo honrados. Lo cual podría traducirse por vanidad. ¿Pero qué somos nosotros sino vanidad? Lo dice la Escritura. ¡Cuánto trecho me faltaba recorrer todavía para acomodar mi pensamiento, y mis sentimientos ante todo, al nuevo estado!
Finalmente le dejamos acomodado en su sarcófago, en la capilla de los obispos, reunido con sus antecesores. Y aquí me cercioré también de que el siguiente nicho era igualmente magnífico, y con un respingo me separé, que Dios quisiera mantenerlo vacío por muchos años.
Pienso que no solamente los vivos, sino hasta los muertos quedaron satisfechos, ya que tratarles mejor era imposible. Que es cuestión de honor mostrarles afecto y consideración, pues viéndose despreciados y como deshaciéndonos de sus restos por puro trámite entrarían en el otro mundo empequeñecidos, y nunca puede ser aconsejable inaugurar una nueva vida entrándole acomplejado. Que el estilo siempre ha sido importante.
Quedábanme allí los cuatro obispos foráneos encaramados en sus respectivos catafalcos, como esperando turno. Y finalmente les llegara, que con gran fineza sugirióme la señora fuera más oportuno y político enterrarles en sus respectivas diócesis, pues que sus fieles los tenían en gran estima y cariño y así lo reclamaban, y llevarlos se imponía, sin desmerecer los honores que para el rey y el primado se usaran, y así habrían de ser trasladados los restos en procesión, todos cuatro, acompañados por el cortejo de nobles incluidos en la relación que ella misma me entregó de su mano, y al ojearla vine en preguntarme por qué razón se organizaba una sola procesión que habría de recorrer las cuatro ciudades a lo largo y ancho del reino, lo que llevaría mucho tiempo, más el recorrido de grandes distancias, que todo podía evitarse partiendo el cortejo en cuatro grupos, cada uno encaminado directamente a su destino.
Sonrió gentilmente la señora y replicó que de tal modo cada cortejo resultaría de reducida honra, y estaba segura pensarían los feligreses no haberse concedido suficientes honores a su obispo, que eran muy quisquillosos al respecto, y no convenía al nuevo primado ofender de entrada a los clérigos y a los fieles. Lo que se evitaría yendo toda la comitiva junta, pues así siempre sería magnífica, resultando demostrativa y satisfactoria. Que circunstancias había en este mundo en que merecía perder el tiempo y procurar las apariencias, como iría viendo en el desempeño de mi nuevo cargo que con tan buen pie había comenzado, pues que ejerciera como si toda la vida estuviera ensayando. Cumplimiento y parabienes que me halagaron, viniendo de tan eximia señora, quien parecía poseer el don de gobernar con apacible trato y superior inteligencia para que todo resultase concertado en el gobierno.
Por cuanto llevaba aprendido dábame la impresión de cauta y pensadora, que todo al parecer lo tenía previsto, y hábilmente procuraba lo más conveniente para el Estado. Así me lo confirmara mi señor el caballero, a quien referí las instrucciones y mi extrañeza de cargar sobre los nobles y caballeros bastardos la tarea de tan largo peregrinaje por los polvorientos senderos del reino, al que girarían una vuelta entera consumiendo al menos cuatro meses en el retorno. Máxime cuando deberían moverse con numerosas escoltas y séquitos, amén de la lentitud que el transporté de los muertos impone, y el otrosí de dos semanas de funerales en cada población, que habían de efectuarse los enterramientos con muy solemnes ceremonias que enaltecieran a los que habían entregado su vida por la patria, en defensa de su rey y de su Dios.
Avengeray sonrió; manifestó que no debía causarme sorpresa tan grande fasto y pompa, pues que la señora pretendía mantenerlos apartados de la corte todo el tiempo posible, que entre tanto ordenaba levas y reclutamientos para levantar un ejército en precaución de la amenaza de invasión por parte del Reino del Norte, amén de algunas cuadrillas de piratas cuyos jefes andaban también buscando un reino, que la situación era difícil y urgente, y los enemigos no descansaban. Tanto era así que en previsión ya había ordenado a sus tanes situarse con el ejército en la cordillera para cerrar el paso a cualquier intento de invasión, quedando en el castillo el tane más sesenta guerreros para entrenamiento de los reclutas. Que sería su tarea reorganizar un ejército lo más rápidamente posible.
Ausente el caballero las más de las veces, sumida la corte en período de duelo, mi vida fue transcurriendo tranquila, pues ya tenía decidida la sucesión de las sedes vacantes, que la misma Ethelvina me señalara quién tenía más méritos para cada caso, y además despachado cuanto de urgente me presentara el deán secretario, con lo que ansiaba algún divertimento.
Mas no se presentaba ocasión, que las cenas en el castillo transcurrían ausentes de diversiones, pues no había músicos, ni bufones ni saltimbanquis; sólo algún juglar que nos contaba las glorias del difunto rey, que por lo sabido precisaban imaginar muy libremente para encontrarle argumento, pues los anales de su reinado se encontraban huérfanos de hazañas, que salvo en la procreación fuera humilde y apocado. Que no era un contrasentido, pues, ¿quién no tiene dos vidas juntas?
Ocupados los caballeros en mil tareas por el Gran Senescal de Guerra, apenas si aparecían entonces por el castillo, y así la mesa en el gran salón durante el yantar y el cenar, presidida siempre por la señora, ocupábanla las viudas negras, cuyo entretenimiento principal en aquella época aburrida consistía en lucir nuevos modelos de luto inventados por el genio de Monsieur Rhosse, cuya constante palabrimujeriega me tenía colmado, si bien mi estado obligábame a parecer paciente y perdonativo. En lo que destacaba aquel sirve para todo se ofrecía a mi vista sin recato: los grandes fanales donde lucía la color rosada de las tentaciones mujeriles, que parecía empeñado en que no guardasen secretos, con tal esplendidez los mostraban. Que al resaltar sobre la tiniebla de sus tocas y ropajes negros, me atraían con fuerza, ya que no existía más entretenimiento, como dije. Y es malo dejar al hombre con una sola idea. Pues a poco se torna obsesiva, imperiosa y gobernante. Y como todas estaban obligadas a guardar la compostura del luto de la corte, que no la suya, los secretos y sonrisas, y alguna vez risitas reprimidas, me iban encendiendo, que yo hubiera necesitado también marcharme a la campiña y al campamento para entrenar reclutas y sentir la fatiga del sol y el viento, del cierzo y la helada, donde no apareciese ni una mala cantinera en cinco leguas. Cuando me llamaba la señora sentía el vértigo de su espléndido escote, y aun con la princesa Elvira, que sobre no resultar tan exagerado por ser doncella, también tentaba, que era primoroso.
Así estaba cuando una noche, al penetrar en mi cuarto, distinguí una bella mujer que me sonreía, reclinada sobre mi lecho, ocupada en ordenar las ropas, con lo que ofrecía a mis ojos pecadores la más fuerte tentación que hasta el momento pudiera sentir. Quedamos mirándonos, ella sin perder la sonrisa, yo sin perder la visión que a mis ojos se ofrecía como imán, que nunca lo tuviera enfrente más poderoso. Tuve que apoyarme en el vano para dominar unos mareos que me hundían, mientras el sudor inundaba mi frente. Díjome ser la dueña Miranda, mandada por la señora, que siempre se ocupó de cuidar a cuantos obispos hubo.
Sin que mediara una determinación, por impulso reflejo me fui acercando y llegué hasta ella por la espalda, y cuando le coloqué mis manos pecadoras en las caderas, siguió ella ocupada en arreglar el lecho, como esperando. Y yo la sujetaba cada vez más fuerte, convulsivamente, luchando con mi indecisión y mi infierno.
«¿Cómo así, Reverencia? ¿Tímido sois?», la voz de la dueña era burlona e incitativa.
«¡Ay de mí! —me lamenté casi sollozando—, que juramento hice de no yacer.»
«¿De vuestro agrado no resulto, señor obispo?», y la melodía de su voz era aguamiel que encendía más el fuego que me devoraba la garganta y aumentaba las palpitaciones de mi pecho.
«Me placéis, dueña, y mucho. Pero me hace vacilar la promesa.»
«Pardiez, señor, que os creía más resuelto cuando os acercasteis. Que cada problema tiene solución sin violentar conciencias. De no montar hembras las tuvo el obispo Ingewold, y guerreaba a caballo y viajaba en mulo. Pero no de ser montado. Ea, acabad las dudas. Que dueña cuidé del obispo Ingewold, que Dios tenga en su gloria, y dueña pienso ocuparme de vos, y también del que os suceda, que no conozco qué clase de juramento tendrá comprometido, pero cada obispo presenta su dificultad para contentarle. Aunque nada es imposible. Pero si juramento hicisteis de no yacer con mujer, yo yaceré con vos. Alzad, pues, el telón, e iniciad la representación; de otro modo tanto os valiera encontraros en el bosque abrazado a una encina.»
Tan gallarda y garrida resultaba la dueña, florida en años, que más propia para mi condición no la hallara; deseaba acabara el día y concluyera la cena para encerrarme en mi cuarto, donde a poco acudía. La cual me convirtió en hombre nuevo, feliz; que la señora y todas las damas decían notarme la satisfacción en el rostro. Imagino que ninguna sospechaba la causa, pues que recomendaba a la dueña usara de mucha discreción, que no estaría bien dar escándalo allí donde estaba llamado a dar ejemplo. Insistía ella gentil en que al no quebrantar yo la promesa, pues era ella la que venía a yacer conmigo, nada podía reprocharme la conciencia, y esa satisfacción era la felicidad que sentía. Y que no averiguase más si no quería descubrir lo que me displaciese. Que sabio era disfrutar de lo que se nos ofrece y quien rechaza lo que nos gusta busca su infelicidad.
Tan al pie seguía sus consejos que pasó una temporada sin apenas darme cuenta, deseando se ocultase el sol y prendieran los hachones, y acabaran aquellas interminables veladas en que debía soportar la atención de las bellísimas viudas negras que buscaban en mi conversación algún entretenimiento, pues otro no tenían, siendo yo el único hombre que muchas veces les acompañaba. Y aunque presente tenían mi condición, el olor de varón debía de incitarles a usar picardías, y así intentaban siempre embromarme. Cosa que no les ocurría con Monsieur Rhosse, eterno mariposeador de aquellas damas, al que trataban con la misma intimidad que solían entre ellas, pues que al parecer el aroma no les resultaba diferente.
Hasta que una noche hube de pasarla viudo, pues la dueña no acudió como acostumbraba. Tampoco apareció en la siguiente. Con lo que me creí obligado a preguntar usando discreción, pues la suponía enferma. Mas ni doncellas ni criadas, ni el propio intendente a quien recurrí a última hora, me dieron señas, antes bien, insistieron en que la tal dueña Miranda les era desconocida, que jamás existiera una en el castillo de aquellas señas. Lo que acabó por colmarme de confusión y desasosiego. Y a poco comencé a sentir vergüenza, por alguna sospecha que me estaba acometiendo, aunque no tuviera por entonces una forma definida. Pero de pronto la tuvo, cuando resonó en mis oídos la risa burlona, hiriente, insultante, sardónica, del infernal Jordino. ¡Mísero de mí!, ¿cómo pude olvidar que el maligno jamás cede en su empeño de encenagar las almas? ¿Cómo, tan cándido e incauto que me dejara arrastrar al pecado, engañar por segunda vez y con igual factura, olvidar que aquella lucha perduraría por vida, y que debía llenar de ceniza mi cabeza, llorar, castigar mis carnes para desalojar la lujuria, purificar y santificar mi alma? Que sobre mi orgullo de hombre estaba ahora sentirme merecedor de la sede, llevar con dignidad el báculo, e ir algún día a Roma para recoger el pallium en cuanto los tiempos lo permitieran y la señora me entregase las cartas de presentación que me había prometido.
El ataque de furia contra Jordino primero, contra mí mismo después, conoció alternativas. Predominaba la intención de santificarme, arrepentido de mi flojedad, pero me sentía herido por aquel rebelde diablejo que nada había aprendido de su jefe, y deseaba demostrarle que nunca jamás conseguiría burlarse otra vez de mí, que yo no era su esclavo para contentarme con sueños, que como hombre libre era yo quien escogía mi camino, y así iba a probárselo para concluir de una vez la contienda que nos enfrentaba. Aunque quebrantase mi promesa de no yacer, que me prometía a mí mismo iba a cerrar esta etapa de mi vida, pues al concluirla dedicaría mi empeño a la santificación.
Y así empleé con furia mi honor herido en ojear, hasta decidirme por una brava moza reidora, que en encantos y misterios a ninguna otra iba en zaga, antes las aventajaba con holgura, que accedió a visitarme con ánimo de platicar, según le dije. La tenté bien y hurgué en lo principal en cuanto la tuve allí, y para no alarmarla díjele que de comprobar se trataba que no era ilusión de los sentidos, que ya desconfiara de mi enemigo. Y en sintiendo que de hueso y carne humana era pregúntele si estaba libre. Replicó que libre era, y muy formal, que sólo el difunto rey Ethelhave le pusiera la mano encima, y ahora mi Reverencia, porque señores de tan alta condición mandaban. Que aun cuando tenía enamoriscado a un master corporal de la guardia, no le permitía desliz alguno por mucho que insistiera, que primero era oír la epístola, teniéndolo tan desesperado que perdiera el apetito y el sueño, y aun así no le aplicaba clemencia. Le referí que mucho terror me sobrecogía cuando me hallaba solo en la oscuridad, por lo que haría una buena obra de caridad en acompañarme, y mucho insistí para que no se negase. A lo que contestó que si se lo imponía de penitencia abandonaría al master corporal para venir conmigo cuanto hiciera falta hasta curarme los terrores, que siendo tan medroso no iba a poner reparos para dañarme. «No por penitencia, sino por voluntad vendréis, si lo deseáis», concluí.
Estúvose sonriendo un tanto, como haciendo balance de sus pensamientos, y concluyó con una cierta resolución que vendría bien al master corporal conocer que sólo al rey y al obispo permitiera tratarla en confianza, que más sería respetada así y puede que hasta acelerase, por celos, el matrimonio.
Con lo que, sin más, pasamos a acomodarnos, sin que mediara esta vez favor alguno de Jordino.
Y quede aquí por ahora.