Con ser tal la devoción que me dispensaba el caballero, parecióme villanía ocultarle que no a santidad, sino a la reliquia de la Santa Cruz debíase la aureola que sólo él había distinguido en torno a mi persona. Y al mostrarle las sagradas astillas fuera destacable la unción en postrarse de hinojos sin separar la pupila del imán que tan poderosamente le atraía, como también a los tanes que siempre le andaban en compañía, y aun el mismo ejército hincó la rodilla. Y sobre aquel mar de cabezas me pareció contemplar el Espíritu de Dios sobrevolando, reflejado en las lágrimas que surcaban los rostros endurecidos por el rigor de mil combates, transparentes por el fuego interno que les devoraba.
La emoción del momento nos penetró a todos. «Esta evidencia —comentó muy seguro un tane— demuestra que nos guía la mano de Dios. Y que nuestro rey logrará la victoria.» «¿Rey, decís?», inquirí. «No extrañaos —replicó orgulloso— que no a caballero, sino a rey servimos, que lo fue coronado por su padre antes de la muerte, aunque él juró no ostentar título de corona ni cetro hasta castigar al infame matador de sus padres, al cual persigue como rayo vengador. Y en cumplirlo apoyamos todos, que es cuestión de honor juramentado a nuestro antiguo señor, el rey difunto, renovado a este joven y nuevo señor por mandato de aquél.»
De mis tiempos de escudero aprendí a conocer los campamentos, sumidos los hombres en esa vaga irrealidad de las vísperas de muerte, cuando todos rehúyen fijar el recuerdo en el presentimiento del mañana. Atmósfera cada vez más densa y deprimida hasta la última noche, cuando las hogueras, el vino y la cerveza caldean cuerpos y ánimas, hasta olvidarse de olvidar la batalla que les aguarda al siguiente día, ya que nada hace tan feliz al hombre como trascordarse de lo que teme. Que unas veces el alcohol, otras el miedo, son fermento de héroes.
Nunca contemplara otro campamento igual, ocupados los guerreros sin descanso en unos u otros menesteres, entusiastas y conscientes de identificarse y participar con su señor, haciendo suya su venganza, con generosa contribución de esfuerzo y disciplina a la eficacia de una máquina que ellos mismos constituían. Y así sus jefes. Pues que el caballero exponía a los tanes el plan, reclamaba de ellos los consejos que su edad y bien probada valentía hacían de oro, aceptaban estos su mandato último y lo transmitían a la tropa. Ensayaban de continuo tácticas y modos de guerra, que eran sin fin los entrenamientos, evoluciones, enfrentamientos incesantes del mismo ejército dividido en facciones. Ensayos en que utilizaban mil estratagemas de engaño, y planteaban un frente defensivo con murallas de escudos para abrirse repentinamente y dejar paso entre ellos a una segunda fila que arremetía ofensiva, incluso a los caballos, o retroceder para dejar frente al enemigo una fila de lanzas apoyadas en el suelo que les era imposible cruzar, antes bien dejaban sus cuerpos y sus caballos ensartados en las agudas puntas de doble filo.
Cada día llegaban exploradores con la noticia de sus averiguaciones, y cada vez salían nuevos jinetes en busca de información, apoyados en las noticias ya recogidas, para intentar localizar al rey pirata. El único y verdadero enemigo.
«Mucho trabajan vuestros hombres», Dijele al caballero.
Respondió lacónico: «Astuto y fiero es su enemigo».
Pasaba las horas estudiando tácticas guerreras, transmitía órdenes, supervisaba todo cuanto importaba, procuraba la intendencia. Y sin preguntarlo adiviné que se instalara allí fuera de las rutas normales para sustraerse a la localización del rey Thumber, quien no cejaría tampoco en averiguar la posición de su enemigo para moverse de acuerdo con el territorio, elegir el lugar y atacar. Que el caballero conocía por experiencia cuan eficaz resultaba su rival en localizarle. Con lo que había de jugar la partida usándole idéntica astucia.
«Debéis de odiarle profundamente», le comenté una vez. Y como si juzgase llegado el momento de revelarme su íntimo pensamiento, atención que supe valorar en cuanto significaba hacia mi persona, me habló con un acento pausado que revelaba serenidad y meditado juicio: «Os equivocáis. Las pasiones debilitan y no puedo dilapidar mis energías. Al contrario, amo todo: la claridad de la luna, los ardores del sol, la oscura noche engalanada de estrellas. A mi ejército. A mis amigos. Puedo amar hasta a un enemigo honrado. Como pagano, Thumber es un bellaco sin honor, un oso capaz de destrozarte con un abrazo. No conoce más freno que los que él mismo se imponga. Pero si jura por Thor jamás quebrantará la palabra empeñada. Como guerrero, en cambio, es el más valiente que conozco. Cruel e implacable. Calculador, astuto, lleno de recursos; jamás se repite. Antes que odiarle le admiro, pues nunca supuse un tan digno contrincante. Como caballero cristiano, lucho contra los paganos que asolan nuestros territorios, asesinan a nuestros hombres, violentan a nuestras mujeres. Como hijo y guerrero me siento obligado a perseguirle con un solo empeño: matarle, o morir».
El continente desapasionado del caballero pregonaba un pensamiento impregnado de normas morales; afrontaba con hidalguía su destino preñado hasta entonces de contrariedades y fracasos, pero sin desmayar en su fe. Acumulaba experiencias que le condujeran hacia el cumplimiento de su destino, que no era otro que el de la justa venganza, hacia la cual se encaminaban todos sus más íntimos pensamientos y esfuerzos. Batalla sin cuartel que, al decir de los mismos tanes, que adoraban a su señor, enfrentaba a los dos mejores guerreros del mundo en una contienda que ya duraba bastantes años, sin que jamás se inclinase a favor de uno u otro, pues que tuvieron muchos encuentros y alternativas, ninguna de ellas decisiva hasta entonces. Tal era la fuerza y la astucia de ambos que corría pareja. Lo cual servía de estímulo al caballero, que ahora veía acrecentada su esperanza al cumplirse la revelación que le fuera hecha.
El caballero mantenía siempre una recta conducta, valiente sin temeridad, incapaz de felonía. Tanta constancia, distinguiéndome con reverencia, no podía menos que agradarme, y así le agradecía la insistencia en probarme que nuestros caminos se habían encontrado en cumplimiento de aquella revelación, que aunque ignorase lo que pudiera suceder después y cuál fuera nuestro destino, sin duda que lo sería común, pues que ya era significativo que solamente él distinguiera aquella aureola. Que si los demás me respetaban era por reflejo del comportamiento de su señor.
Me argumentaba que en vez de sepultar la sagrada reliquia en una cueva solitaria, justo sería permaneciera entre la cristiandad, para que fuera adorada y a su vez le prodigara sus milagros; a tal propósito me prometía un lugar en el ejército, siempre a su lado, escoltado y distinguido, que su presencia junto a la sagrada reliquia tornaría más vigorosos a los guerreros, más valientes los ánimos, más aguerridos los corazones, y que con la protección de la Santa Cruz culminarían en victoria todos los esfuerzos, que no podía ser de otro modo. Y siempre podría yo, hombre consagrado a Dios, llevar a cabo provechosa labor en honor de Nuestro Señor Jesucristo, que si estuvo retirado para hacer penitencia, escogió la vida entre los hombres para luchar y morir por ellos.
Grande, pues, fue su alegría cuando accedí a acompañarle, pues mi destino se me presentaba como una interrogante, ya que siempre me quedaba el recurso de procurar el bosque o la montaña y retornar a mi primera intención. Era de notar que la revelación del caballero sólo señalaba nuestro encuentro, pero ningún otro significado, que todo lo demás ya resultaban especulaciones, guiado por su fervor y la fe; tal era juzgarlo favorable a su empresa, como una aprobación divina. Lo que pudiera existir más allá era lo que me intrigaba, y nunca lo averiguaría de marcharme. ¿Cómo podía estar seguro de que el caballero no era, efectivamente, un iluminado?
Las hábiles manos del herrero me aderezaron una hermosa armadura, me entregaron caballo y escudero, así como todas las armas ofensivas y defensivas: escudo, espada y lanza, con hacha de doble filo, que era arma pagana pero que el caballero no desdeñaba utilizar, antes procuraba gozar de las mismas armas y ventajas que su enemigo. Y me sorprendió un día mostrándome el orgulloso estandarte de oro en que aparecía la Santa Cruz, que llevaría siempre desplegado cuando marcháramos y nos lanzáramos a la batalla.
La necesidad de recuperar la habilidad con las armas, perdida desde mis años mozos, me obligaron a cabalgar, desmontar, esgrimir la lanza, embrazar el escudo, atacar y defenderme con la espada y machacar con aquella terrible arma que era el hacha de doble filo. Y tanto me enardecía que los mismos tanes me ayudaban y aconsejaban, y hasta alguno aceptó jugar de contrincante con lanza y espada, alabando mi destreza. Que me estimulaban, pues no era caso presentarse desarmado, o desconociendo el manejo de las armas, contra enemigos tan poderosos y esforzados, aunque mi misión no fuera la de luchar. Pero llegado el caso nadie habría de defender mi vida mejor que yo mismo. De ello estaba seguro y ponía mi empeño en adiestrarme.
Con los días comenzaron a llegar noticias, que se reflejaron en una mayor actividad en el campamento. Se sabía que entre los danés existía una lucha por la sucesión del trono, y que Horike había sido superado por su hermano, con lo que intentaba ahora conquistar un reino. Arribara con su armada de cincuenta y dos velas al estuario del Disey, donde había sentado sus reales tras apoderarse de la fortaleza y allí permanecía devastando los alrededores. Era evidente que aguardaba. Y no sería otra cosa que fuerzas mayores de algún aliado.
A poco el caballero sabía tanto de aquel ejército que me asombraba con sus comentarios. A no tardar mucho se detectó el movimiento del rey Ethelhave, que había levantado sus tropas y acudía al estuario, progresando con lentitud y precauciones, pues que ni las posiciones ni las perspectivas parecían claras. Sólo el propósito de Horike de conquistar el reino.
La noticia de que Ethelhave solicitaba la alianza llegó en forma de rollo lacrado firmado por el mismo rey, y en él exponía todas las condiciones, ventajosas, en que le recibiría. Supe entonces que el caballero había ordenado a sus exploradores mantenerse atentos, ya que aguardaba un ofrecimiento semejante. Sus presentimientos resultaron tan ciertos que coincidió con el mensaje de otros exploradores; informaron que nuevas velas arribaban al estuario, y esta vez era Oso Pagano el que acudía.
Se produjo como una sacudida en el campamento, y los ánimos se excitaron, como ocurre antes de la tormenta, pues la espera tocaba a su fin. Nada les estimulaba tanto como la proximidad de la aventura, y mayor cuando la aventura se llamaba Thumber.
«¿También aspira el pirata a conquistar un reino?», pregunté ingenuamente. «Tiene el propio: sólo persigue el botín.» Fue la respuesta de un tane.
El caballero llamó a reunión y acudieron todos los tanes; también estuve presente. Comunicó cómo había decidido ayudar al desventurado rey cristiano Ethelhave, combatido en su ancianidad, en peligro de perder el reino. Y ello independientemente de la contienda y rivalidad que mantenía con Thumber, pues esta ocasión, aunque les enfrentase, sólo sería una anécdota donde el bien común se imponía sobre la venganza particular. Todos lo entendieron así. Y el tane que más se cuidaba de mi persona me explicó después que su señor no podía faltar a los principios que guiaban su vida: en el desvalido rey Ethelhave contemplaba a su mismo padre, que también se vio asaltado y desposeído de la vida y del reino.
Levantamos el campamento y nos pusimos en marcha. Ningún guerrero llevaba colocado el casco, que colgaba del arzón. Yo iba sobre mi mula, y a mi lado el escudero conducía de la brida el soberbio caballo con arreos de guerra, y mis armas ofensivas y defensivas con la armadura, pues vestía sólo la cota de mallas. Cabalgábamos a la cabeza de la larguísima columna, sólo precedidos de un orgulloso guerrero que portaba el estandarte de la cruz, ahora enseña de la hueste, grabado además el sagrado símbolo sobre su propia armadura y escudo.
Transcurridas dos jornadas se adelantó el caballero con dos tanes y una escolta para encontrarse con Ethelhave, que también se separó de su ejército para la reunión, dejando atrás la tropa, con sus nobles, obispos y eclesiásticos, conscientes de cuánto se jugaba en la confrontación. Las columnas siguieron marchando paralelas aunque tan separadas que no acertábamos a vernos todavía, confluyendo hacia el lugar del encuentro.
Horas después nos alcanzó de vuelta el caballero y sus acompañantes, y en otras dos jornadas dimos vista al estuario, donde, situados dentro del gran círculo que describía el río, en una inmensa llanura cubierta de olorosa hierba, permanecían apostados los piratas, que nos aguardaban.
Al caballero no gustaba acudir a un campo escogido por el contrario, pero no le quedaba otra alternativa. Observó la posición de su enemigo para convenir con Ethelhave que ocuparía aquella ala para oponerse a Thumber.
Después de una consulta, el rey envió un mensajero a los piratas para comunicarles que la batalla tendría lugar al amanecer del segundo día, si no existía inconveniente; a lo que se mostraron conformes. Quedaron allí los ejércitos; el enemigo asentado en unas posiciones claramente definidas, nosotros ocupados en instalar las tiendas y el campamento. Pero sin prisas ni nerviosismos. Los guerreros me sorprendían por la aceptación de una realidad ineludible. Se les notaba firmes y decididos. Vivir representaba para ellos una continua batalla y solamente les preocupaba la forma de morir. Todos sentían dentro de sí el orgullo de su fortaleza, y la seguridad en sus propias fuerzas se traducía en la confianza del conjunto. Les contemplaba como titanes en reposo, prontos a incorporarse cuando llegase la hora.
Al anuncio de la claridad de la segunda mañana, cada hombre empuñaba su arma y ocupaba su posición. Se contemplaban a través de la aurora naciente, en espera de las órdenes.
Repentinamente despertaron las tropas. Las de Thumber lanzáronse adelante derivando rápidamente hacia el frente de Ethelhave, al propio tiempo que las de Horike evolucionaban hacia las nuestras. Con lo que rápida y hábilmente quedaba invertida la posición del día anterior. Tampoco atacaron de frente para separar a los dos ejércitos, como parecía indicar su posición; un engaño en el que no cayó el caballero. Y no pude reprimir un grito de satisfacción al comprobar su juicio clarividente, que mereció desde aquel momento mi más fervorosa admiración, pues no le conociera más sabio en la guerra ni más prudente en la paz. Comprendía entonces el respeto fervoroso de sus tanes y la devoción de todos los soldados y guerreros, que le adoraban como a un dios poseído de santa ira, esgrimiendo la espada como un rayo de venganza, y así le llamaban sus tropas y el mismo pueblo: Avengeray.
El choque retumbó en clamor de mil gritos y en el estruendo de las armas golpeando los escudos y las armaduras, y una nube de dardos y flechas oscurecieron con su vuelo a los mismos luchadores, que se acometían con fiero impulso.
Nadie fuera capaz de aventurar juicios tras el primer envite, pero se me encogió el corazón al contemplar cómo el muro de escudos de Ethelhave quedaba roto por el látigo de Thumber, cuyas tropas maniobraban con orden y conseguían adentrarse en el campo cristiano a pesar del esfuerzo de los guerreros que acudían a taponar la brecha. Imaginaba angustiado al anciano y débil rey Ethelhave, que me pareció manejado por sus nobles y cortesanos, los cuales sacaban provecho de su incertidumbre.
Conforme giraba la vista hube de gritar un ¡hurra! al contemplar la gloria de Avengeray, cuyo frente de escudos seguía incólume, situados sus hombres sobre el terreno como si ocupasen un tablero de ajedrez, mientras que en el campo adversario se apreciaba la confusión de una masa de guerreros empujando, bravos guerreros piratas de allende el mar, fieros en la paz, demonios en la guerra, aullando como lobos que persiguen a la presa. Y por encima de toda la contienda acudían bandas de cuervos, negros anunciadores de la muerte graznando ávidos de su botín, que habrían de disfrutarlo antes de que acabase el día.
Lo que contemplé entonces bastaría para acrecentar el entusiasmo de cualquiera, pues cuando la primera fila del ejército de Horike se lanzó a un segundo asalto, retrocedió la muralla de escudos nuestra y, pasando por entre los hombres de la segunda fila, dejaron a éstos frente a los lobos carniceros que avanzaban ciegos de sangre, tratando de levantar con los escudos las puntas de las lanzas que les cerraban el paso. Y cuando empujaron para introducirse por debajo fueron clavándose ellos mismos en una segunda defensa de más cortos venablos que les esperaban, y así perdió el rey dañe la multitud de guerreros de su vanguardia. Y antes de que pudiera percatarse de la situación ya se había infiltrado en su campo el grueso de nuestra caballería, que había cruzado por entre sus propios soldados que se abrían y cerraban según la maniobra, que enardecía contemplarlos en sus evoluciones desde aquel otero en que me encontraba, perfecto balcón desde el cual abarcaba todo el campo. Y tal era mi entusiasmo que blandía la espada y largaba mandobles como si estuviera partiendo enemigos.
Era de admirar, aunque sintiera dolor por ello, que los mismos progresos de nuestras tropas los hacía a su vez el rey Thumber contra las de Ethelhave, cuya suerte le fuera adversa desde el principio, y se adivinaba claramente su triste fin, aunque todavía existiera una parte del ejército que no cedía un paso en la contienda mientras otros retrocedían al menor empuje, lo que permitía que fueran rodeando a los que se mantenían firmes. A medio día ya no existía un frente definido ni rastros de ninguna resistencia organizada, sino que combatían por grupos aislados, probando cada cual el valor de su corazón y el vigor de su brazo. Lo que igualmente acontecía a las fuerzas de Horike, tan feroces luchadores que a no tener por enemigo un ejército tan preparado y disciplinado no hubiera conocido la derrota que les iba sobreviniendo poco a poco. Hasta que abandonada toda cautela bajé espoleando mi corcel para incorporarme a la batalla, seguido de mi escudero que soltara la mula en lo alto del alcor.
El estruendo allí era más agudo, los gritos más particulares, el jadeo de los hombres cansados se entremezclaba con estertores y afonías, y ya no podía hacer otra cosa que combatir, repartir mandobles, parar golpes con el escudo, y debo decir que mi escudero parecía cubrirme con su poderoso brazo, machacando a los enemigos a mi alrededor como un titán. Que era clara su misión de protegerme, y a fe que valía él solo por media docena.
Perdida la noción del tiempo, cansado de manejar la espada y de sostenerme sobre el caballo, me fui reuniendo con el caballero que se detuvo un momento para preguntarme qué tal me iba en la contienda, y le repliqué feliz que no permitiría Dios quedase un pagano vivo. Como la batalla parecía dominada llamó Avengeray a sus tanes, y apartándose con ellos, les mandó dar la vuelta con todas las tropas libres para ayudar a los supervivientes del rey Ethelhave, atacando a Thumber por la retaguardia. Pero cuando se adentraron entre el campo de sus aliados sólo encontraron muertos, pues los del Oso va pasaron y se alejaban rápidamente hacia el interior, victoriosos, aunque abandonasen el campo que quedaba poblado por los muertos.
Mandó el caballero que no se les persiguiese pues que la distancia era ya importante, receloso sin duda de que le estuviera tendiendo una emboscada, con lo que la situación se tornaría peligrosa para todos nosotros. Y así recorrió el campo de batalla hasta localizar al rey Ethelhave muerto, también a sus nobles y obispos, todos los cuales se distinguían de los otros guerreros por las armas, escudos y armaduras. En aquel momento, contemplando Avengeray a sus aliados sin vida, que habían perdido con honor pues no cedieron un palmo de terreno, cayéronle lágrimas desde sus ojos ensombrecidos, llenos de dolor por tan horrible espectáculo; se destacaba enhiesto de todos los demás por la cruz que campeaba en su escudo y en el peto de su armadura.
Pronto acudieron los supervivientes del ejército de Ethelhave, quienes salvaron la vida desamparando a sus señores; dirigiéndose al caballero los más principales, se postraron a sus pies y se le sometieron como a señor.
«Derrotados y huidos los paganos, vencedor sois, señor, en la contienda. El reino queda a vuestra merced, pues todo su ejército se encuentra aquí destruido. Nada se opone a que ocupéis el trono y nos aceptéis por vuestros servidores y vasallos.»
Volvióse el caballero al que le hablaba y pausadamente replicó: «Aprended que el rey Thumber es el principal guerrero los paganos, digno enemigo del más destacado entre los Cristianos, y que nunca huye: se retira para incrementar mi deshonor, con lo que es él quien triunfa, hasta el día en que Dios me conceda el cumplimiento de mi venganza. Sabed también que tengo reino que reconquistar y en ello me ocupo. Y conoced, finalmente, que jamás desposeeré a una mujer de lo que le pertenece. Ayudadnos, si queréis, a recoger los cuerpos de vuestros señores y llevarlos al castillo para que tengan las exequias y reciban los honores que les corresponden».
Por la noche recé pidiendo a Dios perdón por mi entusiasmo guerrero, que era pecado gloriarme del daño infligido al enemigo. Ya es bastante causarles la muerte. Que era Avengeray espejo y modelo que, sin proponérselo, me había señalado el camino.