VI

Transcurridos tres días decidí proseguir mi camino. Intenté despedirme de los nobles: apenas si alguno correspondió con un saludo o un adiós, enzarzados como estaban en buscarle sucesor a Edwig, quien debía de arrebujarse cómodo en su panteón. Y tengo para mí que si las almas se desprenden de todo apetito terreno, como se admite, aquellos huesos entrechocarían sonoros, que es la forma de reír reservada a los esqueletos.

Todos tenían en boca la necesidad de encontrar rey, que reino acéfalo desgobierno es, y era sagrado deber procurarlo como mejor servicio redundare para la patria.

Aunque escuchando tan hermosas razones, adivinaba bajo el disfraz de sus palabras la particular intención personal de cada uno por designar al que mejor conviniera a sus intereses. En verdad todos desearían alzarse con el cetro y la corona, pues que otra cosa nunca les proporcionaría mayor poder. Pero ninguno era aceptado por los demás, y así la dificultad se planteaba en términos de hallar quien les sirviera por inofensivo y manejable, o imponerlo con la razón del más poderoso. Con lo cual pensaba que cualquiera de las soluciones sería igual.

Tanta era la urgencia que ya se estaban los nobles tres días en parlamento; debíase al empeño de tomar la delantera al arzobispo, que a su vez buscaba señor que mantuviera lo recibido y aun lo incrementara. Aunque los nobles se preguntaban cómo, pues que la corona se encontraba horra de patrimonio, que ya lo regalara antes en aras de la salvación aquel rey de tan santa recordación, que tres días se llevaban desfilando por su tumba todos los ciegos, mancos, cojos, jorobados y tullidos, cuantos podían arrastrarse, a los que se pedía alguna limosna voluntaria para el culto del mártir y santo, y mantenimiento de las lamparillas que lucían en su memoria, para que fuera más propicio en concederles los milagros solicitados. Y era curioso, criticaban los nobles, que los milagros los hiciera graciosamente desde su agujero en puro suelo, para revelar el lugar donde estuviera ignominiosamente enterrado, y ahora, satisfecho con honores y desagravios, buscara compensaciones. Los nobles, excusado decirlo, se mantenían tan en desacuerdo con el arzobispo que hasta les parecía mal que respirara.

Más considerados me fueron los monjes para la despedida. Enterarse de que me proponía visitar a mi pariente, arzobispo de Hipswell, y procurarme vestimenta nueva, zurrón de peregrino reluciente, báculo rematado con varitas de florecidos narcisos, gigantesco rosario de negras cuentas de ébano y cruz de plata, traído de Roma con la bendición papal, y una sarta de veneras para colgar del cuello, todo fue diligente, que mirándome yo mismo me desconociera. Amén de prestarme barbero para el arreglo de cabellera y barba, empeñado en recortarlos ajustados al uso de aquel año, propósito al que me negué, y tal quedaron como Dios quería, que de otro modo hubiérales hecho crecer menos o en la forma que desease. Tanto hicieron por el arzobispo de mi sangre, que fuera yo desparentado y mucho me temo que recibiera el Dios te acompañe hermano y algún mendrugo por mucho regalo, que me preguntaba cuánto aumentarían por conseguir la santa reliquia si llegasen a enterarse, excepto nombrarme obispo, que no existía vacante, pues tanteé el camino.

Para que su nombre fuera debidamente representado delante del pariente, entregáronme por cabalgadura una burdégana muy apreciada por ellos, de finos remos y dulce andadura, que para otro nunca regalarían, pues para más destacar era rosilla, y tantas virtudes no se reúnen con frecuencia. Se trataba de la mula que había traído de Roma el obispo Roswy cuando viajó allá para recoger el pallium, a la cual había que darle las voces en latín ya que otra lengua no entendía. Y a fe que la criatura valía el capricho, según resultó con el uso. Era su lomo de suave onda, y el pasito teníalo constante y divertido, con lo que el paisaje me resultaba diferente a como lo conociera antes a pie, y muchos eran los años que ya iba recorriendo mundo con el soporte de mis sandalias. Nueva sensación la que ahora me proporcionaba Margarita, que así se llamaba, haciéndome sentir ufano.

O quizás procediera la ufanía del entorno. Resuelto el enterramiento aunque pendiente la sucesión, con lo que las penas de nuestro reino no parecían concluir tan repentino, suspendida quedara la maldición divina invocada por el fraile alcabalero, al que motejara de lunático y ahora justo era reconocerle su sabiduría a la vista del resultado. Que en definitiva es Dios quien desacredita o sanciona los juicios de cada hombre. Dedicábale, pues, un recuerdo con añoranza, y disculpa, que nuestra ingratitud es tanta que mordemos la mano que nos entrega el pan.

Desaparecida la niebla renació transformada la naturaleza tanto tiempo velada. Esforzábase con rápida recuperación, tanto que parecía maravilla o milagro tal como sucediera, que los monjes estaban seguros y así lo proclamaron, ensalzando la gloria de Dios y su voluntad por honrar con prodigios al santo mártir real.

Tantos años como hombre de a pie acomodaron mi visión del mundo a un nivel bajo. Al recorrer ahora los caminos, la condición de peregrino me libraba de abonar peaje; además, al cruzar ahora montañas, valles y ríos, caballero en la fina mula rosilla, parecía que el panorama cambiase. Y los hombres también. Que no es lo mismo contemplar el valle desde el fondo que otearlo desde un picacho. Aunque la impresión era de hollar un mundo en parte desconocido. Y esta superioridad confortaba mi espíritu, gozoso con la vista de las pintadas praderas salpicadas de graciosas florecillas, de fragante hierba, de suaves collados reverdecidos, de alcores poblados de helechos, tojales y retamas, en los cuales se aupaban las enredaderas amarillas que formaban maraña impenetrable, donde las avericas porfiaban en sus trinos que herían el aire fino, vibrante, fresco, terso, con aroma de salvia y espliego, sacudido por el blanco repique de unas lejanas campanas tañendo sordo.

Al coronar la cresta de alguna orgullosa altura elevaba mi alma con plegarias encendidas de fe. Y la naturaleza, en su plenitud, me parecía un cántico de alabanza al Criador. Las aves todas, navegando las alturas, dejaban sentir su llamada, y por el suelo remoloneaban los conejos, saltaban las ardillas, cruzaba raudo y desconfiado el zorro, enhiesto el plumero de su rabo, venteaba el ciervo semiescondido entre brézales y chaparros, manadas de caballos pastaban en la pradera, donde también triscaban los ternerillos junto a la vacada, sonando leves murmullos en alas del airecillo sutil que jugaba entre las hierbecillas y los tomillos florecidos.

Que nunca se me ofreciera plenitud tal en la vida, pues no encontraba rama ni hierba sin flor, ni animal ni ave que no buscase pareja y juguetease con enamoramiento, y la tierra toda parecía poblada por tiernos hijuelos, como un renacimiento sinfónico y glorioso.

Aquella contemplación despertábame sensaciones que creía olvidadas, y hasta pesquisé en torno temiendo la vecindad de Jordino, a quien no había recordado en aquel tiempo de tribulación, pues la tristeza de la niebla y las miserias borraron su imagen de mis ojos. Mas, parecía reivindicar la sangre lo perdido: una energía desconocida desde mis años mozos me inundaba y se hacía más poderosa que mi razón. Tanto fue que llegó a intranquilizarme y turbarme el sueño; procuraba desechar los pensamientos cantando alabanzas a Nuestro Señor al ritmo del blando paso de la mula, que seguía haciendo mérito a su fama.

Rondábanme, pues, las teologías. ¿Triunfaría la muerte? ¿No me parecía que era la muerte generadora de vida? Siendo hijo de un proceso que consumiera millones de años en culminar, ¿cómo imaginaba la implacable condenación eterna cuando no se completara la transformación y me gobernaran, por instinto, los atavismos? No podía olvidar la dualidad humana, de un alma de divina procedencia implantada en una cobertura animal en curso de adaptación. ¿Qué esperaba de mí Nuestro Señor? Nada nace sin objetivo; cada hombre es una pieza del Todo.

Sumido en las burbujas de una naturaleza rediviva, enervado de brisas y aromas, con el rumor de los arroyuelos y la polifonía del silencio natural, poblado de mullidos registros sonoros como palpito de la vida, sufría la leve angustia de mi confusión. No me atrevía a delimitar la voluntad segura del deseo incierto, y se me acre da la esperanza en Dios, que me daría al fin lo que más conviniera a la salvación del alma. Que no había diferencia. Obrar con rectitud, amar al prójimo, y si caía en pecado levantarme de nuevo y caminar. Estar convencido que el mal y la muerte son esclavos al servicio de la vida. Y que el impulso de la naturaleza es la vida. Pues que siendo en el principio la Nada, si le fue inyectada vida sería para que se desarrollase, no para volver a la nada. Y estando la vida encerrada en un círculo, nunca se llega al fin, sino al principio, por la eternidad. De otro modo, ¿para qué despertar la Nada?

Debía desechar aquellas mis teologías ya que nunca me atrevía a exponerlas, pues estaba seguro sufriría persecución y castigo de hereje al salirme de lo señalado. Y quizás esta facultad hiciérame desear la vida recogida y solitaria.

Sin embargo, cabalgaba hacia Hipswell con la secreta esperanza, cobijada en mi corazón, de alcanzar allí el nombramiento, con lo que trataba de convencerme de que sólo ofrecía al destino la ocasión de probarme, si estaba escrito me alcanzara tal honor, siempre para mejor servicio de Nuestro Señor Jesucristo.

Me asaltaba en medio la duda de mi vanidad, cuando estaba seguro de que no existía vida más feliz que escondido en la montaña, donde cabalgaría libre la magia del pensamiento, sin reglas que me ciñeran, compañeros que me señalasen horarios e ideas. ¿Era sabio, pues, andarse con vigilias en procura de obispado que me atase al mundo, para obligarme a vivir en corte, convivir con intrigas y rivalidades, enfrentarme a nobles y religiosos, si quería conservar la independencia, o por el contrario doblegarme a los embates del furioso oleaje que se agita en torno a cada hombre? Y el curso de estas ideas aumentábame la confusión. Pues mientras el alma me empujaba hacia las breñas, el cuerpo se regodeaba imaginando delicias, y se desbocaba en soñar que hasta la púrpura puede ser alcanzada poniéndose en camino. Tendría que mantenerme asiduo y complaciente con religiosos, nobles y hasta reyes. A los que tan reciente contemplara, tan ensimismados mientras expresaban su interés por el bien común que no les quedaba tiempo ni deseo de darme cabida. Sin embargo, analizaba con sorpresa que no les despreciaba. Antes bien me atraían un tanto.

Con precaución, prefería caminar por montañas y collados, que me permitían dominar el paisaje, columbrar cualquier peligro a tiempo, que era el territorio frecuentado por hordas de piratas, que arrasaban cuanto hallaban a su paso, como tenían por costumbre. Distinguía así, siempre en la lejanía, los poblados con sus chozas de madera y, cuando la tenían, una iglesia de piedra enseñoreándose del contorno, como faro para el caminante. Casi todos aparecían destruidos en parte, si no por completo, incendiados y arrasados, quedando en pie, a lo sumo, algún trozo de los muros de la iglesia, el campanario, por no ofrecer la piedra pasto a la combustión. Las personas que llegaba a distinguir se emboscaban, como yo mismo, que todos nos rehuíamos temerosos, no sabiendo si era pagano pronto a quitarte la vida.

Así que, otear aquella mañana la ciudad, asentada en un amplísimo valle, me causó gran contentamiento; representaba alcanzar la meta y comprobar que aparecía intacta, ya de por sí un milagro cuando todo el país aparecía desolado y ruinoso. Pensé si estaría engañándome la distancia y tras los muros se esconderían los escombros de lo que aparecía como ilusión. Pero conforme avanzaba distinguía gran parte de los tejados, los campanarios de unas cuantas iglesias, y otro edificio más voluminoso, sin duda la catedral.

Crucé el valle, no sin cerciorarme una y otra vez de que nadie aparecía, para no encontrarme con él, mas, en cambio, me extrañaba que ninguna otra alma transitara por el camino que se dividía abarcando el perímetro de las cuatro puertas, orientadas a los puntos cardinales. Al llegar, asomóse un soldado centinela inquiriendo el motivo de mi visita. Díjele ser peregrino de paso, y sin más, aunque trabajosamente, abrieron el portalón. La facilidad en permitirme cruzar se debería a que no pensaron que un solo hombre pudiera causarles daño, aun cuando no fuera lo declarado, pues además no portaba armas. Grande era la desconfianza, según observaba al adentrarme por las calles, que asustadas parecíanme las gentes, temerosas de ser vistas, pues se ocultaban en la oscuridad de puertas y ventanas, sin dejar de contemplarme a hurtadillas, con cautela. Y aunque yo aparentaba desenfado y campechanía, avivando a la mula para que golpease el suelo más alegre, no encontraba correspondencia en mis expresiones; permanecían cautamente recelosos y contristados.

Causábame alegría y esperanza no descubrir rastro alguno de destrucción ni incendios. Pues quizás fuera caso único, aunque anteriormente todo lo contemplara sumido en la niebla, que hasta la catedral donde sepultaron al rey fuera milagroso se conservara intacta, cuando la ciudad había sido convertida en antorcha y sólo cenizas quedaron sobre el solar. Mas aquello pregonaba los ocultos designios de Dios.

Encaminaba la burdégana hacia la catedral, sobresaliente su fábrica sobre todas las construcciones, y no se me ocultaba que el corazón repicaba acelerado. Pues que la meta perseguida se mostraba ante mis ojos. Y a ella me acerqué, después de arrendar la cabalgadura para penetrar en el templo y preguntar por el arzobispo, que tanto tiempo ha no veía, desde los años mozos en que por toda dignidad lucía el desenfado de un tolondrón. ¡Y nuestro padre le hiciera cardenal, que tanto puede la cuna!

Desde que pisé la ciudad, aparte los contados soldados que me dieran paso, era yo quien atisbaba gentes, pues ocultos se mantenían. Y solitaria aparecía la sede, como desierta la plaza y despobladas las calles. Indagué por el crucero, ojeaba los altares y capillas, miraba los rincones, separaba las cortinillas de los confesonarios, sin hallar rastro. Hasta que descubrí una figura arrebujada en el coro. Subí hasta él, que no pareció enterarse, sumido en su profundidad.

Me impresionó su vista. Pues acudieron a mi mente, en galope, los recuerdos. Muchos años iban pasados; cierto que nadie, viéndome de peregrino, adivinar podría que fuera yo mismo aquel mozo jaranero y faraute, escandalizador de tabernas y posadas. Pero no ocurría igual con aquel pensador o caviloso refugiado en el coro, como el que huye o busca algo que pudiera habérsele perdido. Que nada más verle de cerca le reconocí; escasa imaginación era precisa ya que, poco avejentado pese al tiempo, se conservaba tan pulido, encintado y relamido como lo fuera de mozo. Personaje imposible de olvidar. Tanto, que no existiera, sin duda, de no existir mi hermano. Completáronse uno con el otro, viviendo como la encina y el muérdago.

Apenas si correspondió a mi alegría ante el encuentro, tal era su tristeza, me fue contando. De jovenzuelo fuera alzado por mi hermano a categoría de paje y alcanzara después a bufón que a nadie divertía; sólo mi hermano lo evaluaba por encima del de Carlomagno, que en humor era reconocido como emperador, aunque mi hermano lo tachara de aprendiz al lado del suyo, que a creer en sus palabras era un genio. O todavía más: el cénit de la genialidad.

Insultábalo mi padre con su tosco y brutal sarcasmo y no podía acercársele sin peligro de recibir algún golpe, por lo que se apegaba más todavía a su amo, a cuya sombra se libraba de los castigos y maltratos, medraba, y sucesivamente se elevara a escudero, valet de chambre, escribano y secretario, y hasta le llegó a nombrar pomposamente chambelán. Con lo que nadie alcanzaba a ver a mi hermano si no mediaba Talcualillo, nombre que le venía de utilizar el término como definitorio de cuanto le atañía o rodeaba, que su salud andaba tal cual, su economía y contentamiento lo mismo, y la vida, que a todos nos merece reproches, le era a él indefinida como la misma palabreja en que encerraba su existencia, pues que a nada, salvo su amo, al que juzgaba excelso, lo consideraba bien o mal, sino… tal cual.

Despotricaba mi padre por las preferencias de su hijo hacia el personajillo, al que propinaba patadas cada vez que se colocaba a su alcance, que no eran muchas pues se guardaba con éxito. Las mofas no son para referidas; quede aquí la cosa. Sólo añadiré que le envió garridas mozas a su recámara, escogidas con muy buen ojo y hasta las probara primero para asegurarse de que cumplirían, y le regresaron con tal desencanto y fracasado ánimo que alguna llegó a perder la alegría para siempre. Aunque de nada sirviera, pues que no alteraba las virtudes del servidor ante su amo, quien le cuidaba como preciada joya.

Por entre la congoja, suspiros y lágrimas que le resbalaban por el rostro, refirió que, tras lo sucedido, sólo el deseo de morir le mantenía vivo. Encontré natural su expresión, que fuera siempre de razones contrarias, y perifrástico. Ni arreándole adelantaba el final de sus relatos; era precisa una gran paciencia para que llegase el desenlace. Que además aparecía enmarañado entre florida y blanda palabrería, interrumpida con pausas y un latiguillo que usaba de ay no quiera vuestra merced saber, lo que me aumentaba la curiosidad de averiguar si acabaría refiriendo el caso o quedaría interrumpido o silenciado. Que así era de caprichoso.

Con el tiempo su voz atiplada lo elevó a chantre solista, encargado de poner en el coro la voz a los ángeles, y si ganó la admiración y el aprecio de cuantos rodeaban al arzobispo, para adularle, también consiguió del pueblo el remoquete de Gargolito, que la gente es cruel y no perdona.

No obstaba para que fuera requerido de bufón en cuantas fiestas organizaba el arzobispo, encareciendo ante los invitados su sabiduría y genialidad, y tengo para mí que todos disimularían y hasta le alabarían por unas habilidades que sólo su amo le reconocía. Pues que sus invitados nunca estuvieron en condiciones de contradecirle; reían con él, alababan si él lo hacía. Con lo que el personajillo vivía empingorotado en categoría de genio, cuando nunca pasara de Talcualillo, y para los maliciosos de Gargolito.

Entre sus palabras, pues, fui desentrañando la historia.

«Mandó el rey saliera el conde del lugar a campaña con el propósito de combatir las hordas de hombres del mar que asolaban el territorio, y partió llevando la mitad de la guarnición, amén de otro numeroso ejército reunido en distintas guarniciones más o menos distantes, situadas en las fortalezas. Mas tuvo resultados adversos en diversas batallas y demandó angustiosamente al arzobispo le enviase cuantos hombres pudiera reunir. Organizó levas y reclutamientos, que a la postre era todo nominal pues en la realidad obligó a cuantos hombres podían llevar sobre su cuerpo la loriga o cota de mallas, embrazar un escudo y empuñar lanza o manejar ballesta. Y como se renovaban las peticiones y el tono de angustia crecía, le envió hasta a los obispos y acólitos, con sus tropas y estandartes, canónigos, chantres y sochantres, sacristanes y monaguillos, a todos los clérigos de las distintas parroquias, y sólo quedamos en la ciudad el arzobispo y yo. Puesto que también envió la escasa tropa que se había reservado hasta entonces en ella salvo dos centenares de soldados para guarnecer las puertas. Mi señor nunca fuera aficionado a las armas, gustando más de los desfiles, justas y torneos, que le ofrecían espectáculo y diversión, que de llevarlas sobre sí, que es dura carrera la guerra, llena de penalidades y sufrimientos. Aunque algunos se la siguen como si les proporcionase placer, y es que a los humanos no llegaremos jamás a entenderlos realmente. Pues nunca comprendí la necesidad de las guerras. Si vuesa merced tiene razón, ¿por qué se la niegan? Y si no la tiene, ¿por qué reclama?»

Hube de confesarle que yo tampoco lo había entendido nunca, pero que, pues sucedía así desde siempre, los locos debíamos de ser nosotros, que pensábamos distinto.

«En medio de tanta urgencia y tribulación como producen las derrotas, nadie tuvo en cuenta a Thumber, que siempre merodeaba por los territorios en guerra sin participar en ella, pues que prefería operar por libre; siempre le había importado más un buen botín que despanzurrar cristianos y destruir o incendiar poblaciones. Decía que el tiempo que luego se ocupa en reconstruirlas se roba a la creación de riqueza, y así tardaban mucho más en acumular lo suficiente para que de nuevo pudiera asaltarles.

»Astutamente logró introducir buen número de sus hombres en la ciudad disimulados como verduleros, panaderos, pastores que traían su ganado para el aprovisionamiento de la carne, otros con frutas, harinas y víveres. Y sin que los centinelas llegaran a entrar en la menor sospecha, pues que no se oteaba en el horizonte la presencia de un solo enemigo armado, ni en solitario ni en hordas o ejércitos, a pie ni a caballo, fueron sorprendidos una noche y muertos en su mayoría, los demás reducidos, quedando los guerreros de Thumber por dueños de la ciudad, inerme en sus manos.

»Inmediatamente acudió el grueso de las fuerzas, que había permanecido acampado en la montaña fuera de la vista, encontrando las puertas francas. Apenas si hubo lucha y no se ocasionaron daños.

»Encerrados en la ciudad los hombres del rey Thumber procedieron a desvalijar los templos del oro y la plata, anunciando el rey que si querían salvar sus propias vidas y a la ciudad de su destrucción e incendio habrían de comprar la paz en 10 000 libras de plata, y para mayor facilidad señaló a cada gremio —panaderos, joyeros, toneleros, curtidores, fundidores, tejedores, sastres, almonedas y boticas, herbolarios y encantadores—, su cuota. A los paisanos señaló la obligación de procurar comida al ejército. Y así sus hombres dedicaron el día a reunir cuanto alcanzaban, —que se les notaba la experiencia en el saqueo—, cobrar alcabalas y reunir tesoros. Anunció que por el arzobispo también pedía rescate, y los gremiales, que siempre fueron muy devotos, anunciaron que igualmente ellos lo pagarían. Con lo que despertaron la risa de Thumber, quien sentenció que, pues poseían tan grandes riquezas, subía al doble el tributo de paz, ya que cuanto encerraba la ciudad le pertenecía. Mientras que el rescate del arzobispo debería llegar de fuera. De modo que enviaron un correo al conde hermano del arzobispo y otro al rey, pidiéndoles enviaran el rescate. Transcurrido un mes, regresaron ambos con el anuncio de haber sido el conde desterrado al continente y el rey asesinado.

»Thumber entregó el arzobispo a sus hombres para diversión, pues no podía dar el mal ejemplo de libertarlo sin rescate y cuanto existía en la ciudad ya se encontraba en sus manos. Estaban los guerreros necesitados de algún entretenimiento, pues que no tuvieron oportunidad de destruir la población y asesinar a sus moradores, que era lo que más les servía de desahogo y distracción, pues la ferocidad les era un sentimiento natural y reprimir la les iba contra su propia naturaleza, pues la represión siempre ha sido mala inductora, y estaban cansados de no tener otro esparcimiento que las mujeres, a todas las cuales habían corrido ya con harta frecuencia, como lo atestiguaban las noches, convertidas en un concierto de carrerillas disimuladas, de escondites y tapujes, aunque otros había enemigos de ocultamientos y gustaban del proceder recto y sin hipocresías. Hallábanse empalagados de tan prolongada paz, con el solo alimento de las mujeres, que todo cansa si se prolonga, y acogieron el obsequio del arzobispo como un generoso regalo de su rey, al que todos admiraban hasta la muerte, y así encendieron una hoguera en la plaza y ataron en el centro al arzobispo, celebrando con él el más atroz de los juegos, el más salvaje de los entretenimientos y la más cruel de las diversiones, todo entre risotadas y blasfemias y obscenidades.

»En tal fiesta se ocupaban cuando desde las avanzadillas que mantenía alejadas para prevenir los movimientos de sus enemigos en evitación de sorpresas, vinieron exploradores apresuradamente mediante relevos a comunicarle que el caballero Avengeray había localizado su posición y hacia aquí venía con todas sus tropas de a pie y a caballo, y calculaban que en un par de jornadas se presentaría ante las puertas de Hipswell. Le dijeron que venía por el este.

»En el entretanto, sin saber cómo pudiera averiguarlo, el rey conocía que yo fuera bufón del arzobispo y se empeñó en que les distrajese tan largas veladas y aburrida espera como les imponía el regreso de los mensajeros enviados al conde y al rey, que tal me parecía que no iban a regresar nunca. Lo que hubiera hecho yo mismo de ser el caso. Mucho temí por mi vida, pues Thumber tenía explosiones de burla en las que manifestaba a sus compañeros no comprender qué pudiera tener yo de gracioso, pues que a poco le producía congoja escucharme. Y que un pueblo poseedor de tan extraño sentido del humor no merecía otra cosa que lo que le estaba ocurriendo. Me esforzaba con ello, temiendo que en un arrebato acabase con mi vida, para lo que sólo precisaba darme una puñada, tan fuerte era que parecía un oso, y el Oso Pagano le llamaban en lengua popular, que lo semejaba por su corpulencia y fortaleza así como por las pieles con que se rodeaba el cuerpo.

»Me mantenía más temeroso el hecho de que tanto él como sus compañeros y todos los guerreros jamás se separasen de sus armas, que llevaban sobre sí mismos aunque les reportara notable impedimento y engorro al no encontrarse en campaña, si bien para ellos fuera continua la guerra, y se manejaban con el cargamento de las armas tan naturales como si fueran plumas de faisán en vez de espadas, lanzas, escudos y arcos, carcaj y flechas, la bolsa con puntas, el arco en bandolera, el puñal y el hacha.

»Mi congoja iba tan en progresión que hubo un momento en que se me saltaron las lágrimas y lloré como un niño, y fue entonces cuando los vikingos rompieron a reír con desenfreno que tal parecía que sufrían un ataque; y cuando comenzaron a calmarse apenas si podían articular palabras y entendí que jamás se divirtieran tanto ni encontraran personaje tan ridículo. Con ello causaron una herida en mi vanidad, tan profunda y enconada que, junto con la muerte del santo arzobispo, me hicieron perder el deseo de continuar viviendo, que me privaron del mejor señor que hubo bajo los cielos, cuyo amor me ataba a la existencia. Perdido mi protector, ultrajado en mi dignidad, nada me quedaba en la vida.

»En llegándole la noticia de la proximidad del caballero, dispuso a sus hombres para la marcha. Se acercó a donde yacía mi señor torturado, entre la vida y la muerte, y contemplándole detenidamente, con un golpe inmisericorde, descargado con la quijada de un caballo, acabó con sus días: comentó que ya había sufrido bastante. No tuvo otra palabra piadosa.

»Dividió a sus hombres en tres columnas que salieron por cada puerta excepto la del este, y nos mantuvimos viéndoles cómo se alejaban y separaban cada vez más, como flechas que al partir de un mismo arco se dirigen a blancos distintos. Aun cuando puse cuidado, fallé en averiguar adonde se dirigían ni cuál sería su punto de reunión, y tengo para mí que Thumber acostumbraba usar de tales precauciones para desorientar al caballero, su eterno perseguidor, que escuchado me tenía disputaban entre ambos un continuo duelo que duraba muchos años, a causa de una antigua historia; con estas astucias procuraba el vikingo estorbarle la persecución, o al menos demorarla, y ello le servía para acrecentar la distancia entre ambos ejércitos.

»Cuando el caballero llegó a las puertas de la ciudad, luego de adelantar sus heraldos y averiguar que los piratas habían huido, dile las noticias, le expliqué el orden de la partida, y sonrió agradecido. Era el caballero personaje de mérito, que se le adivinaba el linaje en sus ojos claros, en su mirar pausado, en su continente. No demostró si le embargaba desilusión por no encontrar a su enemigo, pues que con tantos años de perseguirle ya se había acostumbrado a las astucias de Oso Pagano, del que nadie podía imaginar, viéndole tan tosco y grosero, que fuera capaz de albergar en su cerebro los ardides de que siempre hacía gala, con los que lograba sorprender a sus contrarios. Y nada más conseguí averiguar del caballero, que era parco de palabras y ni siquiera parecía gustar de criticar a sus enemigos. Pues al contrario, hablaba con respeto de aquel rey de piratas.

»Estableció el campamento a las afueras de la ciudad, y al descansar la tropa dos días, durante los que fuera recibiendo partes de sus exploradores, desplazados por delante con el propósito de localizar el camino que hubiera seguido la horda y el punto de reunión, emprendió de nuevo la marcha hasta disolverse en la lejanía.»

Nada me retenía en Hipswell si no era un sentimiento cristiano de hacer compañía a Talcualillo, tan afligido el ánimo por la pérdida de su señor como por la humillación de que harto se lamentaba.

Traté de consolarle y no le abandoné por razón de mi ministerio y por un vago sentimiento afectivo hacia aquel hermano que nunca me lo tuviera —¿o, posiblemente, sí, que tan aficionados somos a juzgar a los demás por los signos exteriores como se nos antoja?—, y al que ahora trataba, bajo la impresión de la tragedia de su martirio, de restituirle en mi corazón algún sentimiento allí perdido, que le pertenecía, por medio de su compañero, que tan querido le fuera. Tan confusos me resultaban mis sentimientos que no sabía cierto si estaba conduciéndome por amor, un amor tardío y a destiempo, o por tranquilizar mi propia conciencia. Lo cierto es que el chantre solista resultaba beneficiado, mientras se apagaba lentamente como el cabo de un cirio que consume el último adarme de cera.

Un día, tan apagada la sonrisa que apenas si dibujó el simulacro de una mueca, me miró a los ojos y musitó blandamente que, encontrándose la tierra saturada de su dolor, se marchaba a rebosar el cielo.

Triste entierro, sin honores ni apenas cortejo, que no quedaba clerecía para oficiarle ni vecinos para acompañarle si no fuera algún anciano, alguna mujer o cualquier chiquillo, lo que seguro le acrecentaba la pena a Talcualillo, si es que lo veía, pues que tan aficionado fuera siempre a la pompa y la ostentosa apariencia de las cosas, a las que concediera mayor importancia que a la realidad, empeñado en ignorarla.

Y de nuevo me sentí dueño de la amplitud del valle, caballero en la fina mula Margarita, al vaivén de su blando paso armonioso, dándome cuenta de la opresión que estaba causándome la ciudad. Pensé que si había perdido la última ocasión de lograr una sede obispal, había ganado en cambio el derecho a vivir en los espacios abiertos, en la naturaleza. Y se me llenaron de aire los pulmones ansiosos, se derramó la alegría por mi interior y borrada quedó de mi mente la idea del obispado y la lucha de los hombres; la renuncia al solo pensamiento ya me hacía feliz y me acrecentaba el deseo de llegar a la escondida montaña donde tenía decidido sepultar mis días. En pos de mi destino caminé a lomos de la mula, días y días, orientándome por la estrella del norte, más y más convencido de la certidumbre de mi porvenir, que no deseaba otra cosa.

Y sucedió que, llevando más de dos semanas de viaje, cuando cruzaba un estrecho vallecillo flanqueado por dos crestas montañosas que delimitaban una especie de desfiladero o paso, vino a mi encuentro galopando con fuerza un caballero, gallardamente cubierto con espléndida armadura, y sobre todo destacaba a mi vista el airón de una crestería de plumas flotando en el viento, que al llegar más cercano pude fijarme en que centelleaban de irisados colores. Pronto comprobé que los ojos eran claros, la mirada pausada y el porte de elevada estirpe. Lo que me recordó, como una iluminación súbita, el personaje descrito por Talcualillo, perseguidor del vikingo Thumber, pues que un tal jinete y caballero no podía tener pareja, seguido de un escudero galopante en bravo corcel, que portaba el escudo, la lanza y la maza.

Desmontó el caballero, y para mi sorpresa, vino a postrarse reverente y puso su mano en mi sandalia, mirándome con arrobada contemplación, murmurando que la profecía estaba cumplida, pues que el santo con aureola resplandeciente se le había presentado. Inquirí la razón de sus palabras y de su conducta, y replicó humillado que en sueños le anunciaron que encontraría la figura de un hombre entregado a Dios, que resplandecería iluminado por un reflejo divino, y cómo desde la altura me había contemplado rodeado de un nimbo de luz, el mismo que ahora brillaba en torno de mi figura, conforme él lo estaba viendo.

Bajé de la mula para expresar al caballero mis dudas, usando de mucho tacto para no herirle con mi incredulidad, pues pensaba si los rigores de la lucha le habrían descabalado algún tanto el entendimiento y soñara con fantasmas, pero juiciosamente insistió, y aunque, al preguntarle al escudero, éste negase ver nada, alegó que la visión le estaba reservada a él y que nadie más tenía por qué distinguirla, que la profecía precisara que sólo la contemplarían los elegidos, y que ello representaría haber quedado ligados nuestros destinos.

Milagro era, no cabía duda, por cuanto atravesaba un país infestado de piratas que, agrupados en ejércitos o desbandados en grupos de merodeadores, saqueaban, incendiaban y asesinaban a cuantos hallaban a su paso, y ya me andaba por la mitad del país vecino sin que nadie me estorbara el paso ni tropezara con nadie, a salvo de cualquier peligro, debido a que me guiaba la mano de Dios. Estaba cierto en la creencia. Y cuando era manifiesto que no precisaba ayuda humana aparecía el caballero asegurándome que sus tropas se hallaban acampadas en la otra ladera de la montaña, en espera del momento de dirigirse contra el rey Thumber en cuanto lo localizase, que era escurridizo como anguila, y que en adelante estaría yo custodiado y protegido por él mismo y por todos sus hombres, y que pues todo se había cumplido debía entender que nuestros destinos quedaban entrelazados para siempre y como tal, salvo mi mejor parecer y con todos los respetos por mi santidad y mi calidad de escogido del Señor, esperaba que yo le acompañase gustosamente.

Mucho me intrigaba que ninguna otra persona hasta el momento observara el dicho resplandor en derredor de mi persona, y ni siquiera el escudero aseguraba que lo distinguía, y esto me hacía pensar que, en efecto, alguna predestinación quedaba establecida para que fuera exclusiva facultad del caballero. Y pensaba también que el halo, resplandor o nimbo, debía de ser originado por la reliquia de la Santa Cruz que conmigo llevaba.

Pero, al estar ya dicho lo principal, no era caso de prolongar la situación, pues que me cogió de sorpresa y no acertaba a pensar cuál habría de ser mi actitud y decisión. Así que, escoltado por ambos jinetes, uno a cada lado, cabalgamos todos tres hacia la montaña para reunimos con la tropa que aguardaba en el campamento.