Dos meses permanecí en su compañía. Y a fuer de viejo y reconocido cristiano, que me fueron de provecho para la salud del cuerpo y del alma, aunque me pasara el tiempo cantando maitines, trabajando y conversando como señalaba el reglamento, al ritmo de los sonoros quiquiriquíes de Federico, cuya plaza de campanero de la futura abadía nadie se atrevería a discutirle. Que si tan bien cumplía en los tiempos malos, ¿quién podría escatimarle sus méritos cuando de nuevo brillase el sol?
Ya que tenía el cuerpo descansado y el alma tranquila me puse en camino. Entre nabos y coles, amén de algún huevo que alcanzaba a disimularle al viejo, que en controlarlos era muy estricto sin que me explicase para qué los reservaba, si las ponedoras permanecían en viudedad permanente, se obrara el milagro de reponerme de las muchas fatigas y el largo ayuno que hasta allí me trajeran.
La niebla parecíame más cerrada, los vapores que transpiraba la tierra más densos, los jirones que flotaban más renegridos, con lo que el mundo desaparecía en mi entorno.
Encaminé mis pasos a campo traviesa, pues era conocedor desde allí del terreno, aunque todo lo hallase cambiado, que la misma naturaleza no cesa de transformarse, si no es nuestra visión la que transforma las imágenes conforme al paso de nuestras ideas, pues no era aconsejable usar el camino real sabiéndole reservado para los bandidos.
Los ladridos de los perros, quizás fueran lobos, venteaban la muerte. Pensaba que yo mismo no alcanzaría a ser, en aquel mundo fantasmagórico, más que un alma en pena que fuera purgando sus muchos pecados, y que mi cuerpo material se habría desintegrado entre la energía que impulsa al mundo, aunque sentía allá dentro, entre los recónditos pliegues, un penetrante dolor.
Mis pasos se sucedían, con intuición, en pos del convento, cumplidor del deber de comunicar al prior mi viaje a Tierra Santa, entregarle la reliquia de la Santa Cruz, que nunca abandonaba, por ser mi mayor y más decidido propósito el de volver al seno de la montaña, retirándome por vida como solitario y silencioso eremita. Aunque me asaltara la duda, que llegaba a turbarme el sueño, si el tal viaje fuera tan real como la misma vaquerilla lo había sido, como los Halcones Peregrinos, el jedive y las huríes, que no pasaron de hechizos y engaños de la mente, propiciados por aquel diablejo mendaz obcecado en dañar mi salvación atacándome por la lujuria. Y gracias fueran dadas a Dios que por aquellos tiempos parecía protegerme no sólo de Jordino, sino de la legión entera, que bien ocupados se encontraran con otro y de mí no se acordaran, aunque fuera de poca caridad el deseo, por lo que me arrepentía e invocaba el perdón de Nuestro Señor.
Como en lo tocante a sincero jamás me dolieron prendas, diré aquí, pues que viene al caso, que no se me ausentaba la idea de encontrar la vía de mi obispado —si al cabo no resultaba otra burla como tantas, aunque tal desconsideración de Benito no esperaba—, entre las bendiciones y parabienes del prior, que un regalo como el que le proporcionaba bien merecía especial distinción, pues con albergar el convento muchas reliquias, ninguna de tan excelsa significación como la astilla del santo madero.
Como resultaba tan largo el camino y absoluta la soledad, sumido en la niebla que ni por un momento abría resquicio por donde avizorar lo que me rodeaba, lugar había para que las ideas me jugaran al escondite. Así me asaltó el interrogante primero, la duda a continuación, y el temor finalmente, de hallar el convento en ruinas, asolado como todo el territorio. Aunque pudiera no tropezarlo, puesto que alejado de toda ruta se estaba enclavado, escondido en un pequeño y sumido valle, rodeado de altísimas crestas pobladas de enhiestos pinares, como agujas de un peine donde las nubes desenredaban sus trenzas, que descendían convertidas en sonoras cascadas entre breñas y roquedales, saltarinas y brincadoras, camino del reposo de las tierras bajas. Situado el convento en el extremo del fondo, la mayor de ellas se derrumbaba a su espalda y sus flecos húmedos penetraban la atmósfera del recinto. Siempre aquejara a los monjes la afonía por exceso de humedad, y sobre ello con el perenne batir de la casca da perdieron el gusto de hablar, hasta convertirlo en virtud; si no escuchábamos, ya que el estruendo resultaba asaz fuerte, ¿para qué proseguir con tan inútil empeño?
Dificultoso me resultaba acertar con el camino que descendía al valle: al carecer de perspectiva, imposible resultaba orientarse. Pero a fuerza de andar y desandar crestas, a costa de vueltas y revueltas, pues a las veces una pared roqueña cerraba el paso, con paciencia logré encontrarlo.
Descendí cauteloso, animado por el clamor del agua al desplomarse en el lago; su estruendo servíame de guía. La niebla resultaba todavía más intensa en el fondo del valle, saturada por el vapor de la cascada disuelto en el viento. Así me acercaba con el temor de tropezar sólo ruinas, mientras escrutaba con agudos ojos el rastro del fuego, la denuncia del humo. Pero no hallaba otra cosa que la niebla, húmeda y densa como el vaho de una marmita hirviente, que a poco empapaba mis ropas, condensadas las gotas en mi cabellera y luenga barba, resbalándose hasta mis labios, que bebían con fruición el recuerdo incardinado en las profundidades de mi ser. Aunque debía secarme con frecuencia los ojos inundados por las desprendidas de las cejas.
Me acercaba prudente hacia el fondo del valle donde me dejara asentado el monasterio, el paso cauteloso, por el temor perenne de algún funesto encuentro, y la esperanza de prolongar, con la demora, la ilusión de la expectativa. Conforme ganaba fuerza el trueno de la cascada y la densidad del agua disuelta que me envolvía, aumentaba la preocupación por lo que pudiera encontrar.
Hasta que, al fin, surgió un muro ante mí, desdibujado entre la bruma. Lo identifiqué como pared, aun cuando no sabía de qué parte, ni si se elevaba por encima del par de brazas que alcanzaba a distinguir, y por tanto, si sería sólo un muñón del edificio destruido o si continuaba sosteniendo el techo. No tropezaba cascotes ni ruinas por el suelo, lo que alimentaba mi ilusión.
Caminé, tanteando con la mano el muro que seguía, igual en una dirección que en la opuesta, y aunque me esforzaba en adivinar la altura, inútil resultaba el empeño. Ignoraba si la construcción seguía completa o no. Hasta que hallé una puerta, por la que penetré temeroso y con precaución, pisando leve para no despertar hombre o alimaña, aunque me percatase después de que el fragor de la cascada lo apagaba todo. No sólo mis ruidos, sino los de quien pretendiera sorprenderme, si es que los frailes no existían ya.
Seguía las paredes con el tacto de la mano para no perderme en el laberinto, pues tan cerrada aparecía la niebla dentro como fuera, y al orientarme procuré las dependencias donde pudieran encontrarse los monjes, de los que buscaba el rastro.
Llegué, finalmente, al convencimiento de que el monasterio se encontraba abandonado, notando, no sin extrañeza, que tampoco tropezaba enseres ni mueble alguno, ni siquiera la biblioteca; sólo se ofrecían a mi contemplación paredes desnudas, y por el suelo restos de cosas esparcidas, abandonadas a la carrera, rotas, suciedad, andrajos, montones de paja, y rastros de hogueras para calentarse los hombres o cocinar, desorden, abandono, mil restos sin identificar, como si de un campamento se tratase.
Desalentado, confuso y con afligidos presagios, acabé sentado en un banco de piedra. Trataba de averiguar no sabía qué, sumido en tristes meditaciones. Cuando, pasado un cierto tiempo, me percaté de la proximidad de otro semblante que no me era desconocido. Se trataba de Benito. Permaneció silencioso respetando mi tristeza, y dióme luego una palmada con la que expresaba su contento por hallarnos reunidos una vez más, y de consuelo por mi desesperanza. Me sentía tan infinitamente solo y anonadado que agradecí su gesto y compañía. Y así permanecimos, juntos y en silencio, algún tiempo.
Cuando nos alejamos del monasterio, hundiendo los pies en el blando césped del valle, ascendimos por el pino sendero, mientras la distancia ensordecía el fragor de la cascada.
Me explicó que hasta allí llegara Thumber con su horda de allende el mar, gentes del norte que aun siendo en extremo fiera distinguíase de las otras cuadrillas de danés y norses. Sin duda porque era el único grupo sujeto a severa disciplina por su rey, quien, astuto como un zorro, procedía con cautela y premeditación. Siempre resultaban imprevisibles sus objetivos y propósitos, pues veces había en que permitía a sus hombres conducirse tan salvajemente como les impulsaba la naturaleza, o el mismo demonio, y no era ninguna alusión, y entonces en nada se diferenciaba de las demás cuadrillas de piratas, mientras en otras ocasiones mostraban un respeto que evidenciaba el rigor de la obediencia, el servicio a un proyecto.
Así aconteciera en el monasterio, que no fuera destruido, sino que se llevó a la comunidad entera, con sus enseres y pertenencias, como regalo prometido a un su amigo, rey convertido cristiano, añorante de poseer uno de antigua tradición, que no lo quería nuevo. Thumber le animó a que construyera el edificio, prometiéndole poblárselo con rancia comunidad, y para que todo fuese auténtico los llevó con la biblioteca, herboristería, y las cien dependencias, que sólo dejó las paredes, como viera. No causó el menor daño ni a monjes ni a las cosas.
Quise averiguar si todas las legiones de diablejos, con su abad Meliar a la cabeza, habían seguido a los frailes o permutaran con los que moraban a los norses y respondióme que no aceptaron cambiar, pues que sus compañeros eran groseros y sádicos, que por nada sentían respeto. En todo existen categorías, explicó, que ellos eran refinados y sugerían principalmente por la conciencia y el escrúpulo. Le noté su cuidado para ignorar, o no mencionar al menos, la actividad de los diablejos especialistas, como el Jordino, que mejor era no meneallo. Comprendía que todos gustamos de alabanzas y de dar por no existente lo que nos causa enojos.
Fuime animando al escucharle, lo que me impulsó a preguntarle en confianza si creía él la antigua historia de la rebelión. Rascóse la cabeza, carraspeó dubitativo, y salió diciendo que no alcanzaba él tan atrás, puesto que en el oficio sólo permaneciera veinte millones de años. Insistí en el tema y viéndole impreciso le atosigué preguntando de nuevo si el mal no sería otra cosa que una energía de que se valía la Creación para corregir e impulsar todo hacia su perfección, y si en vez de enemigo no sería aliado. Aquí sonrió, contemplando algo socarrón cómo me santiguaba temeroso del disparate expresado en viva voz, pues dudas eran que me asaltaban con frecuencia, a las que por vez primera había dado forma. Nunca le viera tan circunspecto ni temeroso; me aseguró que no tenía capacidad para analizar y juzgar, sino obedecer a lo que le fuera mandado sin averiguar razones, que lo eran de alto estado. Y como no estaba seguro de que Meliar iba a responderle aunque preguntase, renunciaba. Que entre ellos era la disciplina más rigurosa de lo que pudiera imaginar.
Sumido en reflexiones y preocupado por la suerte de mis hermanos, me preguntaba cuáles pudieran ser entonces las tribulaciones de nuestro santo prior, quien para cualquier cosa andaría ahora propicio, menos para procurarme el báculo. Caminábamos en silencio envueltos en la cerrada bruma.
La otra oportunidad residía en mi hermanastro, y así inquirí a Benito cuál era su sede, poniendo disimulo en el acento y la ansiedad para restarle significación. Reforzó la enigmática sonrisa que ahora solía exhibir desde nuestro encuentro en el monasterio, lo que me causaba incomodidad y disgusto, aunque no lo manifestara. Dijo ser Hipswell. Y como nada podía ocultarle, pues que me leía el pensamiento, le insistí confirmase que alcanzaría el obispado y si sería mi hermanastro quien me lo confiriera.
Después de una pausa, en que pareció meditar la respuesta, me aseguró, con amplia sonrisa inescrutable, que poseía noticias como para sorprenderme, pero tenía prohibido revelarme el futuro. Bastante hubo con Meliar, que le calificó de irresponsable y liviano, quebrantador de normas, y boquerón, aunque mi destino, como el de todos, se estaba a resultas de las impedimentas que interpusiera el maligno, y a que yo mismo no malograse con obras los planes del cielo. No pensaba, pues, arriesgarse ahora a una segunda, que ya no quedaría en regañina, pues pesaba sobre su cabeza amenaza de defenestración y descenso al tercer círculo. Concluyó pidiéndome, y le noté el acento suplicante, que no insistiera, pues que como cristiano no debía desear males a mi prójimo. ¿Y qué era él sino lo absoluto de mis parciales inclinaciones? Un ser igual que yo, visto con aumento. ¿Cabía mayor identidad? Aun cuando no lo creyera, me aseguró, mi salvación pasaba a través de él y mucho me importaba conservarle salvo.
Difícil era adivinarle el pensamiento, pues las mañas del diablo son infinitas, alegando siempre servirte para mejor confiarte y procurar tu perdición. Aunque estaba claro, tras profunda meditación, que pretendía estorbar el nombramiento, pues estaba obligado, pero como amigo se alegraría si llegaba a conseguirlo. Y que, sobre todo, la posibilidad existía.
Así que avivé el paso en dirección a Hipswell en busca del hermanastro que poseía autoridad para nombrar obispos.
Fundaba mi esperanza en que, si no por méritos consanguíneos, a los que el arzobispo jamás concediera virtud —sino que más bien renegara del parentesco—, quizás la sagrada reliquia de la Santa Cruz obrara el milagro, pues resultaba fuerte presencia hasta para una catedral, que si todas andaban repletas de reliquias de santos, a los que nadie dejaba reposar disputándose el privilegio de acomodarlos en sus propios sarcófagos, y aun a trozos cuando eran muchos en porfiar, nadie podía ofrecerle una tan prodigiosa y sacratísima como la que llevaba sobre mi pecho colgada en bolsa de badana, que hasta entonces me salvara de todos los peligros —convencido estaba por fe—, que fueron incontables. Pues el mismo demonio se mostraba conciliador y amigo, aunque jamás hablamos de ello, como si me protegiera una fuerza que le contenía.
Incitábame todo a ser más cauteloso, y no sólo de los asaltos de piratas apostados tras la niebla, ya que me advirtió que había de estorbar el nombramiento, que lo tenía por obligación. Con lo que apresuré el paso como deseoso de separarme de su compañía. No cejó él, siempre a mi lado.
Con el tiempo notaba que la bruma tornábase más impenetrable y opresiva. Se desarrollaba en vórtices espesos de vapores con olor de humo y pestilencias infinitas, y traía rumores de almas en pena, gritos que helaban mi sangre, mugidos y aullidos de agonía, carreras, sonido de espadas y galopes de caballos, resplandor de incendios, azufre, hedores insufribles, sombras que surgían y se esfumaban después en formas vagas de niños, ancianos, mujeres y hombres aterrorizados, perseguidos de muerte por demoníacos piratas, cabalgando a veces, otras a pie, embrazado el escudo, en alto la espada o el hacha, concierto infernal donde los gritos infantiles y de las mujeres se confundían con salvajes risotadas, timbres de desesperación.
Pareció desfilar aquella sucesión apocalíptica; tal pavor me infundió que permanecía derribado en tierra. Después hubo calma, disuelto el estruendo en la lejanía. No me había repuesto aún, después de notar que mi acompañante había desaparecido, cuando frente a mis ojos, sobre un ribazo donde me refugiara, avanzó una procesión de teas que apenas eran un pequeño círculo de resplandor entre la niebla que sólo con dificultad permitía distinguir a los hombres que las portaban; a lo que siguieron cánticos y salmodias que me recordaron la Santa Compañía, y así fuime incorporando para seguirles con tal de no continuar perdido y solo, mientras cavilaba la forma de exorcizar aquellas almas en pena.
Pero antes de moverme vi desfilar multitud de frailes rodeados de escuderos con hachones, presidido el grupo por la Santa Cruz, a lo que siguió un féretro tallado sobre las andas cubiertas por un tapiz, que una docena de porteadores llevaban sobre sus hombros. Y contemplé, al resplandor de innumerables antorchas que acabaron iluminando la niebla, que los que cargaban las andas eran caballeros vestidos con armadura, seguidos por sus escuderos que conducían de la rienda los caballos engualdrapados con arreos y armas de guerra. Tras ellos otro numeroso grupo de caballeros montados, todos con armas, seguidos de sus escuderos y tropa. Y sobre aquella fantasmagoría predominaban los cánticos de los monjes, letanías y rezos; un clamor piadoso y expiatorio se levantaba de la larga y nutrida comitiva, que fue desfilando en procesión.
Súbitamente acudiéronme al recuerdo las profecías del alcabalero, y colegí que se trataría del traslado de los restos del rey Edwig, que finalmente se pondrían de acuerdo sus asesinos para reparar la ofensa hecha a Dios. Me incorporé y los seguí.
Caminé por horas tras la comitiva, incesante en sus rezos y cantos, con el resplandor de los hachones que pintaban la niebla de oro y rosa, el difuminar de las formas, el constante y rítmico son de las salmodias, el crujir de las armaduras de los caballeros, y el resonar de los cascos de los caballos que redoblaban sobre el tambor del suelo. Me transportaban en alas de una alucinación hasta perder la noción del tiempo.
Cuando el resplandor de las luminarias fue decreciendo, al no penetrar las tinieblas más apretadas cada vez, indicio de que cerraba la noche, detúvose el cortejo. Apresuráronse los siervos, criados y servidores, a montar las tiendas, otros encendieron hogueras, y al final dividíase la comitiva en tres grupos; el uno de los religiosos, el otro de los nobles, cada cual con sus tropas a mano y rodeado de sus parientes, y el tercero en torno a las andas y el féretro, colocado en catafalco. Acerqué mi curiosidad hasta este último, que no había contemplado todavía de cerca y con cuidado. Allí oraba el arzobispo Willfrido, privado del difunto rey, muy recogido y devoto pasando cuentas del rosario, y le acompañaban varios próceres que fueron cabeza del consejo real, de los que se decía gobernaron, que rezaban con no menos fervor que el príncipe purpurado, rodeados de servidores y criados, soldados, secretarios y parientes. Todos ellos armados, que hasta los monjes asomaban el puño de la espada entre los pliegues del hábito.
Se adelantó una figura, próxima al catafalco, al que dirigió su voz con una entonación y ritmo que le delataba como juglar, y debió de serlo del difunto, por sus lamentos: «¡Vedlo!, triunfante de la horrible muerte que le dieran sus cobardes servidores, quienes más obligados estaban a amarle, del que recibieron espléndidos regalos. No dirigieron sus espadas contra los piratas que invadieron la patria, sino que apuñalaron a su joven rey, el ungido de Dios, sagrado sobre todos los que le debíamos obediencia. ¡Ved aquí los despojos de un gran rey, que mantuvo la paz durante su gobierno, poblado de sabios y prudentes actos! ¡Y viven sus asesinos mientras él yace frío en esta caja, convertido en polvo! ¡Pero Dios le ha reservado su gloria, y sus milagros proclaman su santidad! Que recobran ciegos la vista y sanan sus llagas los leprosos, y quedan salvos los posesos. ¡Gloria al rey Edwig! ¿Qué será de mí, perdido el más amoroso de los amos, el que me confortaba e iluminaba? Días de tristeza y tinieblas vivo desde que sucumbió ante la traición de los que más amaba».
Cuando me acerqué a la hoguera donde aparecían concentrados los nobles, pude escucharles también. Discutían, volaban los reproches, cada quien acusaba de ligereza e irresponsabilidad al otro, de modo que pensé que acabarían luchando. Pero, según vi, quedaba todo por ahora en esgrima de palabras. Aquellos que cargaban al hombro las andas acabaron elevando más la voz que sus oponentes, como asistidos de más poderosas razones, o menos prudencia, más jóvenes e impulsivos. Proclamaban con orgullo que si todavía viviera le matarían otra vez. Porque con ello servían a la legitimidad y libraban al país de su destrucción.
Llegara al trono el rey Edwig al fallecer su hermano, que contaba veinte años, apuñalado por los servidores de los nobles, cabezas del Consejo. Y aunque no constaba tuviera parte en la conjura y crimen, heredó la corona; mantuvo a su lado a los asesinos de su hermano y rey, que continuaron gobernando el reino para su provecho y engrandecían sus propiedades, distinguidos por la generosidad ilimitada, que más era despilfarro, de aquel joven coronado de 16 años, niño aterrorizado por las pesadillas que le asaltaban en sueños, quien veía dirigidos contra él los puñales que mataron a su hermano. Y no encontraba más camino para aplacar a los asesinos y desviar sus dagas sino colmándolos de favores, títulos y posesiones, que ellos devoraban con insaciable avaricia.
Acercóse también al rey el arzobispo Willfrido, que perseguía reconstruir todos los templos, iglesias y catedrales, abadías y monasterios destruidos por los piratas. Y rebuscando documentos antiguos que justificaran las concesiones hechas por otros reyes, sus antepasados, conseguía que renovara lo otorgado. Que el soberano no escatimaba cuanto el arzobispo solicitaba, pues que sintiéndose protector de la Iglesia y ayudando a la santa causa de la extensión de la fe en el reino, nunca le faltaría la protección de Nuestro Señor Jesucristo, y así preveníase del daño que pudiera venirle de sus nobles consejeros, contra los que se le acrecentaba el temor día a día. También redoblaba las dádivas a éstos para aplacarlos, y derramaba a manos llenas regalos y mercedes a la Iglesia para ganarse la protección de Dios.
Tan extensas llegaron a ser las cesiones que cuando un abad reclamaba la ayuda del ejército real contra los piratas que asolaban el territorio, habían de pagarle peaje por transitar los caminos del reino, y tributo por las provisiones e impedimenta, y aun por ocupar su suelo con campamentos, que no quedaba colina ni valle en todo el reino que conservara el rey en propiedad. Y sin duda, perdida la confianza en sus parientes, llamó a la corte a extranjeros que le acompañaron en su soledad y le disiparon el miedo y el terror, pues en todos veía asesinos.
Tan depravados eran los que vinieron que el reino llegó a transformarse en palenque de privados intereses. Como quiera que algunos se opusieron a las leyes monásticas que Edwig había propiciado, muchos monasterios fueron destruidos y los monjes dispersos, y no hubo respeto para las doncellas ni viudas, con lo que se produjeron injusticias y crímenes sin cuento. Mientras, en palacio, asistía el rey a una constante orgía, practicaba quiromancias y embrujos; llegó a la mayor depravación que pudiera alcanzar un monarca, angustiado por la idea de ser asesinado. Y el reino se agitaba en guerra civil; sólo los pobres se escondieron en agujeros para salvar la vida, ya que otra cosa no poseían. Mientras, dos bandos, uno capitaneado por los extranjeros y consejeros del rey, el otro por el arzobispo que proclamaba su empeño de rescatarlo, disputábanse el derecho a suprimir a sus enemigos y gobernar a su antojo.
¿Acaso quedaba otro recurso a los buenos patriotas que eliminar al soberano, pues era él la fuente de toda la tragedia, la ruina del país? Lo mataron, insistían en proclamarlo con orgullo, ya que no había otro medio de acabar con la maléfica influencia de los extranjeros y nobles del Consejo, ni con la hegemonía del arzobispo, quien protegía especialmente al soberano, pues por ningún otro conducto esperaba conseguir mayores recompensas. No existía en ellos arrepentimiento. Y si cargaban con el féretro y accedieron al enterramiento sagrado ante la insistencia de toda la nobleza, fuera por la excomunión que sobre ellos pesaba, y el deseo de que acabase tan larga época de tinieblas, de pestes y epidemias que a todos azotaban y arruinaban, pues que habían ofendido a Dios. Por doblegarse —reclamaban a quienes les discutían—, debían ellos mostrar el orgullo de quien hace un gran servicio a su prójimo, y esperaban recompensa por tan gloriosa hazaña, como fuera dar muerte a tan joven pero depravado rey, que bien muerto se estaba y sólo podía serles causa de gran regocijo.
Llegué a encontrarme dudoso de entender las razones de unos y otros, y acabé alejándome, camino del grupo de monjes reunidos también en torno al fuego, con quienes recé vísperas, tomé una colación que buena falta me hacía pues sentía desmayo, y concluimos con las completas y los salmos misereres en memoria del difunto, de quien encomiaron su entrega en servicio de la mayor gloria de Dios, antes de ser influido por los extranjeros degenerados que lo apartaron temporalmente de sus deberes como ungido del Señor. Que tan mala compañía le había impulsado ocasionalmente a putero, borracho y Dios sabe qué otras aberraciones propias de un rey mundano. Pero reducido a mártir por sus asesinos, sus grandes virtudes habían predominado hasta convertirlo en un santo, y si no tenía vengadores en la tierra, ya Nuestro Padre Celestial lo había restituido en su gloria y extendido su fama entre los menesterosos del mundo, que acudieron al hoyo donde permaneció enterrado para beneficiarse de sus milagros; todo lo cual demostraba que la inteligencia de los hombres y sus conjuras, polvo son comparadas con los propósitos de Dios, que sus culpas más achacadas fueron a la perversidad de los extranjeros paganos que a su natural inclinación cristiana, rebosante de santidad y perfección.
Parecían resonar todavía en mis oídos los lamentos de aquellos santos monjes, doloridos por la tragedia del joven rey, cuando ya el arzobispo entonaba su oración fúnebre en la catedral, adonde llegamos cuatro días después. Colocaron el cuerpo en un sarcófago de blanco mármol; en la cubierta aparecía esculpida la imagen del difunto, con aureola en torno a la cabeza y unos ángeles en derredor, arrodillados y las manos juntas en oración. Se estaban junto al sepulcro los nobles que le quitaron la vida, que no aparecían humillados, sino que la mirada manteníanla firme, provocativa, la sonrisa dibujada en rictus mientras resonaban las alabanzas del orador, ensalzando los milagros del mártir, santificado por la malicia de sus asesinos.
Era impresionante contemplar todo el recinto de la catedral ocupado por viejos y bravos guerreros, hincada en tierra la rodilla, hundida la cerviz, su humillación ofrecida en desagravio, que quién sabe cuánto esfuerzo les costaría doblegarse ante los hombres, que por Dios no hacían problema. Más grandioso todavía, que lo tengo por el más culminante de mi vida, el momento en que se elevó, desde la multitud estacionada fuera, el clamor de que la niebla se disipaba y un rayo de sol penetró, rutilante, por las vidrieras de la catedral, iluminando los pasajes bíblicos en ella representados.
Un gloria brotó de todas las gargantas y voló hacia la cúpula, rotundo y victorioso.