Ufano resultaba Jordino con el éxito, algo cegado con aquella su punta de vanidoso y soberbio tan hiriente; caracoleaba con el mentiroso disimulo de quien pretende esconder su alegría. Y con la reiteración de los espíritus vulgares, no escatimó ocasión durante el regreso, así por mar como por tierra, de poner ante mis ojos unas gráciles pantorrillas, unos muslos tentadores, el portento de unos senos flotantes de gracia en cada movimiento, y otros no menos provocadores fuertemente embridados, como el auriga sujeta los piafantes corceles.
Tal era mi enfado, no sabía si contra Jordino o contra mí mismo, pues siempre me fastidió sentirme gobernado, que no le advertía, y aquella mi repulsión era sincera. De otro modo lo hubiera notado y resultaría inútil. El peor daño que podía infligirle, lo sabía, era la indiferencia, demostrativa de que lejos de haberme esclavizado me sentía libre. Y como jamás concibiera en su soberbia que pudiera resistirle, le sorprendía no me rindiera ante las añagazas que iba tendiéndome inútilmente durante el viaje, fuera con damas de alto bonete, doncellas o criadas, y hasta esclavas, que a todas recurría con tal que existiera excitación, y detallarlo hiciera interminable el cuento.
Gozábame en la creciente preocupación que le observaba. Y tan mohíno llegó a sentirse que al punto apareció Benito en cuerpo transparente, pues venía conciliador el diablo, que no le parecía propio, siendo del segundo círculo, mostrarse tan afable y, si no fuera fingimiento, diríase que hasta humilde. Según expresaba sus ideas dejaba entrever que se hallaba dolido y comprendía mi enojo contra aquel Jordino desconsiderado, sañudo y hostil, que carecía de medida en zaherir el amor propio, lo reconocía, y llegaba a pasarse. Que la humillación es una herida tan profunda que ni siquiera los santos llegan a perdonar, o cuando menos les supone duro esfuerzo. No resultaba discreto el diablejo, lo disculpaba, quizás por inexperto: sólo llevaba mil y doscientos treinta años de incitador lujurioso, lo que es nada contemplado desde la eternidad. Quizás el sobrepasarse se debiera a que el encargo le venía directo de Meliar, quien mucho le encareció se trataba de un plato fuerte que no convenía que dejase escapar. «¿Cómo así —pregunté—, tanto cuidado por un miserable eremita que ansia llegar a su país para sepultarse de nuevo en un bosque ignorado, donde adorar a su Criador y purgar sus muchos pecados?» Benito replicó que los diablejos son gente práctica, que a nadie conceden mayor importancia de la que merecen, apuntando tanto al presente como al futuro. La risa de Benito se dejó sentir, condescendiente. Confesó que era natural que yo fuera ignorante de mi porvenir, pero estaba destinado a alcanzar la sede de obispo, lo que me dejó estupefacto. Y añadió benevolente que no iba a desvelarme ningún otro renglón de lo que para mí figuraba apuntado en el libro de la eternidad, pero que el destino me había escogido para dejar huella trascendente de mi paso. Y podía entenderlo por el mismo hecho de que fuera Meliar quien hiciera el encargo personal a Jordino, que un personaje tal no era un pilimusco para ocuparse de lo irrelevante, sino que atacaba para torcer los designios de Aquel al que no podía nombrar. Añadiendo que sería vano por mi parte, ignorante de las fuerzas que desencadenan la vida y la muerte, oponerme y empeñarme en cumplir mis propios planes, que ya se encontraban trazados por quien podía y por quien los estorbaría. Y como prueba de su capacidad de vaticinio o adivinación me dejó otra: que yo pensaba encontrar mi país tal y como lo había dejado, cuando había de hallarlo tan diferente que me resultaría difícil reconocerlo. Y mal podía, entonces, presentarse todo como lo pensaba.
La primera sospecha fue que trataba de infundirme sentimientos de orgullo y vanidad. Aunque me surgió de inmediato la duda de que nunca antes me mostrase especial inquina, sino consideración; mas era diablejo y bastaba para no suponerle buena voluntad. Escucharle vino a acrecentarme el enfado, pues que su herida era más profunda que la del mismo Jordino, ya que me negaba el albedrío. Razoné yo que si Dios me lo concedía no existiría diablejo, aunque se concitaran de nuevo los seis mil y seiscientos y sesenta y cuatro ausentes a la sazón, más el mismísimo abate Meliar, capaz de privarme de un don divino, que habría de defender enconadamente.
Cuando llegué a la veramar, que era preciso atravesar para llegar a mi país, vínome a la memoria Benito, conforme crecía la dificultad de hallar un barco, puesto que, según me decían, el canal se hallaba dominado por los normandos, a quienes nadie se atrevía a desafiar. Hube, por consiguiente, de procurarme un esquife, que sólo servía para garantizarme el desastre según los augurios de los marineros. Mas puse mi confianza en Dios, armé la vela y una gran cruz en el pequeño mástil y, encomendándome a Nuestro Salvador, puse mi vida en alas de la primera brisa de la mañana.
Siendo tan escasos mis conocimientos marineros decidí abandonarme a la Divina Providencia para que se ocupase de sortearme los peligros, y quedé libre para meditar en las razones de Benito. La idea de alcanzar el báculo me rondaba con persistencia; llegué a pensar si podría venirme por conducto de mi hermanastro segundo, el que fuera nombrado cardenal y al que no había vuelto a ver desde la muerte de nuestro padre, y nos encontráramos separados por el otrosí del testamento. O quizás por el prior del convento, a quien debía visitar a mi regreso para darle cuenta del viaje a los Santos Lugares, y mi reintegro a la vida eremítica en lugar oculto. Si todo ello no estorbaba la consecución del obispado.
El oleaje aparecía más bravo y resuelto conforme nos acercábamos, como si gimiera el mar por el ardor de profundas heridas, pues, tengo para mí, que es ser dolorido y sufriente. Y en vez de los acantilados que pensaba distinguir, una cortina de niebla donde se unían las nubes y el vapor marino ocultaba el horizonte. Conforme nos adentrábamos en ella nos envolvía con su manto húmedo y pegajoso; resonaba en su seno el bramido profundo del mar, rugido sordo de titanes angustiados.
Llegó un momento en que el esquife rindió viaje hundiendo su quilla en la arena. Nada distinguía en derredor cuando pisé el suelo blando y avancé. Subí escarpados desniveles, rodeé rocas que aparecían infranqueables envueltas en la bruma, sin distinguir si era farallón o roca desgajada. Pensaba sólo en avanzar, alejarme del martilleo del oleaje en las rompientes, rumor que fue quedando atrás cada vez más sordo, aunque persistía en mis oídos como la música de fondo de un concierto alucinante, mientras caminaba y caminaba sin encontrar ningún camino. Me hallaba tan solo, inmerso en la niebla, como si ninguna otra persona existiera en el mundo. Pero alguna debía de esconderse más adelante, en el futuro, y continué avanzando hacia su encuentro, búsqueda que fue prolongándose por horas interminables y ciegas.
Eran los oídos quienes me ligaban al entorno ignoto, desconocido, poblado por el agobiante silencio de chasquidos, golpes, derrumbes, agudos, estridencias, salpicado de aullidos de muerte, canes hambrientos, cuervos graznando en demanda de su carroña, de grajas, de lobos. La niebla se desenvolvía, abrazándome, como un monstruo que me ocultaba la incógnita de un porvenir desconocido, opresiva, cargada del olor acre del humo y el rumor de la desesperación.
Cuando encontré un camino, siguiéndole con mis pasos trajo a mi encuentro humeantes ruinas, donde a veces todavía las llamas indecisas acababan la combustión de trozos de maderos, que fueron parte de una vivienda, únicos faros entre aquella bruma de desolación y soledad. Y cada vez que me detuve en procura de vida sólo hallé cuerpos mutilados, violentados, desgajados, como abatidos por una Furia.
Me pregunté qué dragón soplaba fuego y hedor sobre la tierra, pues tal destrucción no parecía humana, sino obra de un Averno desencadenado para purgar los pecados de los hombres, como el Apocalipsis anunciado en las Escrituras para el fin de los tiempos.
Aunque la niebla cerrada y agobiadora, que más me parecía sudario, mantenía la tierra en tinieblas y solamente una débil claridad penetraba desde el sol, adiviné que la noche rondaba próxima y busqué lugar para dormir antes de que se extendiera la tiniebla absoluta. Fue entonces cuando llegó hasta mí el alarmado graznido de unos gansos que batían sus alas asustados, sonidos que me sirvieron de orientación. Era el lugar un remanso de agua, sin duda formado por la esclusa de un molino, donde escuché un chapoteo y avisté una cabeza humana y unos brazos que se debatían en la superficie. Penetré apresurado en el regolfo y con esfuerzo pude arrebatárselo a la muerte y logré sacarle a la orilla donde quedamos ambos tendidos, él casi inconsciente, yo agobiado por la ansiedad. Me había dado cuenta de que se trataba de un anciano harapiento y barbudo como yo mismo, privado de la vista.
Los gansos ya no se escuchaban, huidos o agazapados entre las hierbas de la orilla, pues era imposible adivinar lo que se ocultaba unos metros más allá, donde la niebla se cerraba. Entre tanto incorporé al desvalido, quien se lamentaba que más agradeciera dejarle ahogarse para concluir tan cruel pesadilla. Y aunque caer al agua fuera accidente, prefería antes morir, pues resultaba ingrato vivir en su vejez colmada asistiendo al fin del mundo, que no otra cosa podía ser, y su voz malsonaba temblorosa y calma, impregnada de desesperación aunque era resignada en su angustia, como hombre acostumbrado a la miseria y al sufrimiento. Me conmovía escucharle, pues coincidían sus palabras con mis presagios.
Era llegada la hora tenebrosa, la noche cerrada, sin crepúsculo, abatida la sombra repentina, sin haber encontrado un refugio. Me dijo el viejo que continuáramos por el camino que conducía a lo que antes fuera villa, ahora ruinas calcinadas, hasta una alegre alquería que tuviera su molino. Asentáranse allí, íbame explicando, más de cincuenta esclavos que un arzobispo dejara libres en su testamento, más otros liberados por sus señores, quienes les colocaron en el cruce de caminos para que escogieran su destino, y compraron luego con sus ahorros aquella tierra. Todos juntos trabajaron la alquería, convirtiéndola en un vergel, con la fe de quien rige su propia vida recién estrenada, olvidadas las penas de la esclavitud, la amargura de soportar amo, que aun resultando bueno no otra cosa es que un carcelero, pues que te mantiene obligado y sujeto por fuerza.
Entre las ruinas se adivinaban los resplandores de algunos pequeños fuegos, al amparo de montones de escombros o cualquier parapeto que los disimulara, llamas temerosas, ocultas, y al penetrar por el laberinto se presentían ojos espías, brillantes carbunclos, surgiendo como las brasas desde la profundidad de un cubil. Pero no eran fieras, sino hombres, quizás mujeres, posiblemente niños, me explicó el ciego, supervivientes de la horrible matanza y frecuentes incursiones de los piratas de sucia sangre, merodeadores salvajes, hombres del norte más allá del mar, sedientos de venganza, que no otro impulso les trajera a la alquería, donde la única riqueza eran las provisiones que ya robaron la primera vez. Ahora seguían buscando sangre, y exprimían el placer de segar la vida de todo ser viviente. Demonios que se complacían en asesinar a los humanos, que ellos no lo parecían, más bien lobos con rabia.
Hallamos una pequeña fogata abandonada por cualquiera que huyera al sentir nuestra proximidad, y acomodé cerca al ciego. Me dediqué a secar mis ropas a la par que combatía el frío, que iba dejándose sentir intenso y doloroso, sin que perdiera la sospecha de ser vigilado por ojos errantes, por sombras desvaídas, que no alcanzaba a descubrir si eran humanas o de algún lobo, hambriento y desesperado, quienquiera que fuese, pues no habría diferencia.
Apenas dos meses antes el lugar apareciera alegre y floreciente. Reía en las pupilas la ilusión, en aquellos mismos que ahora se ocultaban aterrorizados y rehuían cualquier encuentro, cuando una partida de piratas que recorrían el territorio en busca de provisiones asaltó el lugar, abandonado apresuradamente por aquellos hombres que compraron su derecho con una vida de esclavitud. Destruyeron cuanto encontraron al paso, incendiando las viviendas, saciada el hambre con la comida y la sed con el vino. Y tan felices se sintieron después de ahítos, enfrente de la desesperación de los lugareños, según me refería el viejo, la voz temblorosa por la tristeza del recuerdo, que no tuvieron medida. Hasta que ebrios se recogieron en la corraliza donde guarecían el ganado por la noche, arrastrando consigo a las mujeres que tropezaron, cuyos maridos perecieron ensartados en sus lanzas, degollados sus niños. La voz del anciano se velaba al evocar los gritos desgarradores de las mujeres ultrajadas, envueltos entre las carcajadas y el bullicio de aquellos demonios, cuyo placer consistía en procurar a los demás la muerte y la destrucción, en medio de crueles tormentos y violencias, que jamás conocieran una horda tan despiadada.
Vencidos por el vino, que no saciada su crueldad, paulatinamente se impuso el silencio en la corraliza, ocasión que aprovecharon para escapar las pocas mujeres que quedaron con vida, que muchas murieron aquella noche, y las que llegaban pedían desesperadamente que las matáramos nosotros si sentíamos alguna piedad.
Después de una pausa, que aprovechó el viejo para dominar la emoción que le ganara con el recuerdo horrible, me refirió que sin mediar palabra, horrorizados como se encontraban los supervivientes, concibieron la misma idea: amontonar leña alrededor de la corraliza hasta completar tres muros anchos y crecidos, a los que prendieron fuego por múltiples lugares a la vez.
Dos rapazuelos, vencido su temor, se habían llegado, silenciosos y suplicantes, hasta nosotros, pidiendo comida con el gesto. Abrí el zurrón, que portaba casi vacío, y les entregué los mendrugos y un arenque, que devoraron ansiosos. El viejo, con un nimbo neblinoso enrojecido por la luz de la pequeña fogata, me recordó a Eumeo, al que conocía por un libro intitulado la Odisea que leyera cuando el convento.
«No puedo narrarte, forastero —prosiguió el viejo algo repuesto después de la pausa—, aquel horrible espectáculo. Los piratas, empavorecidos, arrancados de su turbio sueño por el calor, el humo y el crepitar de las llamas, se lanzaron desesperadamente intentando saltar el fuego; sus alaridos todavía resuenan en mis oídos. Paréceme que aún contemplo sus figuras de demonio danzando entre las llamas, embrazado fuertemente el escudo y volteando la espada, en desesperado esfuerzo por atravesar una muralla de fuego que había sido levantada para impedirles escapar.
»Y ya no puedo referir otra cosa que los gemidos de muerte y terror entremezclados con el crepitar del incendio. Pues que mis ojos, incapaces de contemplar tanto infierno, cegaron.»
Desaparecieron los niños. Sólo les atraía la comida; pronto comprobaron que nada más quedaba. El fuego se había consumido entre tanto y únicamente restaban brasas. No me atrevía a ir en busca de leña, ni el ciego me lo permitió pues que se escuchaban, ora lejos, otras veces más cercanos, carreras y chillidos, golpes que podían ser hachazos o mandobles de espada, estertores, cuerpos que apresuradamente huían o perseguían, jadeos y carreras despavoridas, junto al escándalo de algún can que ladraba medroso, cacareos de gallinas sorprendidas, el graznido de los gansos asustados y el ronquido de un cerdo perseguido con ahínco, si juzgábamos por el alboroto; todos los ruidos ensordecidos por la tiniebla de la noche.
«Vinieron otros a vengarlos —prosiguió bajando la voz— y regresarán cada noche acompañados de la muerte, mientras quedemos uno con vida. Ya ni siquiera huimos. Esperamos que descubran la madriguera y nos maten. Si os encontráis vivo por la mañana, no os detengáis aquí por más tiempo.»
Alertado como estaba servíame de la niebla como escudo para ocultarme; rehuía tropezar con alguna forma o cuerpo vagamente vislumbrados. Caminé así días y días, desorientado siempre, perdido a veces. Aunque el anciano me trazara el camino que podía llevarme a mi destino. Me ayudaba que los otros paisanos supervivientes, aterrados como yo mismo, huyeran también cuando avizoraban la presencia de otro hombre entre los espesos cendales de la niebla, que transportaba jirones más oscuros flotando en su seno, ya que nadie deseaba aventurarse pues que el prójimo le era desconocido.
Una mayor densidad de humo que irritaba los ojos, oscurecía la niebla y ofendía el olfato con el acre olor de la resina, servía de flámula para señalar los lugares donde existieran villas, viviendas aisladas. Si todavía alguna llama persistía delataba la cercanía de los bandidos, siendo preciso extremar el cuidado.
Caminaba lento, encorvado, la vida puesta en agudizar la mirada para taladrar la niebla, adivinar anticipadamente cualquier presencia enemiga, que todos podían serlo, convencido de que pronto reconocería el territorio donde transcurrieran mis mocedades. El camino real, la posada, el puente de madera asentado sobre el río, los regolfos de agua para los molinos, las largas filas de árboles que flanqueaban el sendero, el bosque. Dilatábase tanto su vista que ya andaba desesperado pues, cuando cualquier accidente me despertaba el recuerdo, al explorar el contorno lo hallaba tan distinto que no lo reconocía. Difícil resultaba identificar nada, cuando la niebla ocultaba y desvanecía todos los contornos más allá de seis pasos. Creí haber llegado cuando se me ofreció el recodo del río, que pasé y repasé para apreciarlo, destruido el soberbio puente que otrora cruzaba retumbando bajo el brioso cabalgar de mi caballo; se me presentó el bosquecillo donde tanto haraganeara en mis años, pues que la mansión debía encontrarse a mi izquierda mano, señora sobre la suave colina, rodeada de cercanas viviendas de villanos, almacenes, dependencias y caballerizas, todo ello extenso como un villarejo capaz para varios centenares de almas que entonces lo poblaban.
En tal dirección me encaminé y cuando me espoleaba la ilusión de descubrir las construcciones encontré sólo ruinas; ni un solo muro se mantenía erguido, pues tan arrasada estaba la mansión de piedra como las cabañas de madera, calcinado todo por el fuego. No encontré rescoldos ni cenizas calientes. Tampoco humo. Ni pájaro ni lagartija siquiera. Sólo la fría desolación, sobrecogedora, pues que ni cadáveres vi por no encontrar rastro de la vida que allí bullera en otro tiempo.
Permanecí sentado sobre una piedra acompañado por la desesperanza. En cuanto llevaba visto desde el desembarco, en ningún otro momento me sintiera más desfallecido y derrotado. Pues que la ilusión de regresar al lugar de mi infancia me alentara y mantuviera entre aquella pesadilla. Parecíame ahora llegado el final, y no me importaba morir si Dios tuviera fijado para entonces mi postrer instante.
Tan grande infortunio me abatía. Sobrecogido por el dolor y la desesperación, desarraigado brutalmente de cuanto me había sido caro en el recuerdo y el sentimiento, permanecí durante horas ausente, sumido en tenebrosos presentimientos. Hasta que vine en recordar numerosos lances de mis tiempos jóvenes, que me aliviaron. Concluí recordando al conde Montfullbriey, cuya suerte no me preocupaba mucho, pues que jamás me tuvo en consideración de hermano, sino como lacayo de la más baja condición, hijo de la gran posadera que me llamaba con insulto y desprecio.
Sin que sirvieran estas tristes memorias para encubrir la suave desilusión que me embargaba, por la secreta esperanza de que fuera él quien me facilitase el nombramiento de obispo. Que si no me constituía obsesiva preocupación, alguna que otra vez se me enroscaba en la mente con un interrogante de curiosidad. Aunque, si había de llegar, la Providencia se ocuparía del caso. Pero que fuera antes de apartarme en el monte, pues que una vez allí me encontraría perdido para el mundo. ¿Y debía yo procurarlo también? No acertaba a adivinar lo que fuera más conveniente. Aunque pensaba que quien no vive en la corte pierde los cargos.
Me retiraba por el camino real inquieto por la incertidumbre de lo que me convenía, tan absorto en mis pensamientos que me sobresaltó el inesperado encuentro con un hombre, y pensé era llegada mi hora final. Cerrado me tenía el paso y, espantado, buscaba en derredor por dónde escapar, encajonado como fiera sorprendido en el cubil. Por ello me diera tiempo a descubrir una figura luenga y magra, hirsuta, vestida de ropa talar que se ajustaba bien a lo que podía considerarse una vieja y maltratada cogulla. No imaginaba a un pirata disfrazado de fraile enteco, pues eran gigantes fornidos. Mas nadie me causara mayor espanto.
«¿Portáis contrabando?», fue el saludo, la voz severa y profunda, como bajo de coro, aunque era talludo de figura.
Al reponerme de la sorpresa le pregunté si era fraile. Lo era, y alcabalero, para cobrar arbitrio y peaje a cuantos transitaren por el camino real, privilegio concedido a la abadía por el rey, cuando éste le reconociera las antiguas mandas. ¿De qué abadía me hablaba cuando aquellos terrenos eran del conde?, inquirí, pues me sonaba extraño. Reconoció con ello que yo ignoraba la historia, pues le hablaba de años que ya fueron idos hacía mucho, e invitándome a entrar con él en la cabaña que junto al camino le albergaba, quiso referirme el suceso. Pero antes sintió curiosidad por averiguarme, y al enterarse que venía peregrino de los Santos Lugares, sintióse tan feliz y exaltado que no tenían fin sus plácemes y parabienes, además de procurarme el más cómodo y preferente lugar junto al hogar encendido, que me alivió la tiritona del hambre, pues me reclamaba el estómago su pitanza, harto olvidada durante los últimos días, más por carencia de alimentos que por distracción. Objetó el fraile alcabalero que todavía no era llegada la hora del refrigerio, aunque al encontrarme desfallecido atendería a la necesidad antes que a las horas. Quédele reconocido y pronto satisfecha el hambre, con ser mucha y vieja.
Acabado de comer me mostró su curiosidad por los pormenores de Tierra Santa, y eran de admirar sus exclamaciones y alegrías como si mis palabras confirmaran sus referencias. Que tal parecía un niño que estrenaba jubón. Me maravillaba su facilidad de exaltarse, transitando por el camino de sus propias ideas, como suele ocurrir a los solitarios y a los soñadores.
Cuando llegó el momento en que le referí el bocado que diera al sagrado leño durante la visita al excelso templo, la iglesia de Constantino, puso empeño en que le mostrara la astilla que conservaba en una bolsa de cuero colgada al cuello, y una vez expuesta la adoramos.
Según hilvanaba cuanto me iba refiriendo viene en conocer que el lugar fuera un antiguo asentamiento romano, sobre cuyas ruinas levantaron una iglesia los monjes que llegaron con San Crispolino, mandados por el Santo Padre de Roma para renovar nuestra Iglesia, sobradamente arruinada por herejías y pelagianos. Y cuando florecía la fundación, según se extendía la santa palabra divina entre los pobladores, acudió una salvaje horda que asoló el territorio, siendo saqueada e incendiada la iglesia, quedando reducida a cenizas.
Envió el rey a su ejército para combatirlos, al mando de un conde Montfullbriey, a la sazón famoso guerrero joven y bravo, quien pronto expulsó a los piratas, y recibió el territorio en premio a su valor. El joven conde puso en la reconstrucción de sus dominios las mismas energías y voluntad que empeñara contra los invasores. Construyó nueva iglesia de piedra que destacaba sobre las cabañas de la región. Y también de piedra fue levantada su mansión, encerrado el conjunto con elevados muros que resultaban una maravilla por el arte y la fortaleza, que parecía inexpugnable.
Mas, defecto había de tener alguno, y así fue que el gobierno de la nueva iglesia lo entregó a sacerdotes del clero secular, alegando que ningún superviviente quedaba de los frailes fundadores venidos de Roma, y así nadie ostentaba derechos que se opusieran a su voluntad.
Por el hilo de los tiempos a que se refería colegí que eran los de mi abuelo paterno, a quien le sucediera mi padre, años aquellos de próspera vida que en su última parte ya me era conocida.
Para la época en que mi hermanastro heredase título y propiedad falleciera nuestro rey y ascendiera al trono Edwig, su hijo de dieciséis años. Ninguno de ellos heredara, empero, la energía y espíritu guerrero de sus respectivos antepasados, y tal debilidad fue aprovechada por los piratas, que siempre estuvieran vigilantes de la ocasión, sin renunciar jamás a conquistar y asentarse en nuestro territorio.
Una gran coalición de danés y norses, que aun siendo rivales entre sí se aliaban contra nosotros, se volcó en cruel ofensiva sobre nuestras costas y asolaron el país. El rey que, aunque flojo guerrero, poseía, en cambio, grandes virtudes como gobernante, pues ningún otro procuró jamás tanto el bienestar de su pueblo —regaló territorios y prebendas a los nobles y propició el resurgimiento de la Iglesia—, ordenó al conde asumir el mando de los ejércitos reales añadiéndoles los propios, y le invitó a reverdecer las gestas gloriosas de su valiente abuelo.
Aciago día aquél, cuando los ejércitos se encontraron en el lugar fijado para el combate al primer rayo de sol de una gloriosa mañana, cuya esplendorosa amanecida deseaba iluminar el triunfo de la cruz redentora de Cristo sobre los paganos, poseídos del espíritu destructor de Satán.
Fueron aproximándose las vanguardias parapetadas tras las murallas de escudos —los piratas, con sus horrísonos gritos proclamaban el odio que les animaba—, cuando los líderes cristianos se vieron acometidos por la necesidad de ausentarse en seguimiento del conde, que había dado media vuelta, afrenta e ignominia, baldón cobarde contra su casa tan noblemente ensalzada hasta entonces por virtud de sus valientes antepasados. Abandonadas por sus jefes, las tropas siguieron la traicionera y vergonzosa huida.
Justamente indignado el rey Edwig desterró al conde y a cuantos caballeros le imitaron. Pero, aun siendo tan excelsa su virtud de gobernante iluminado por la gracia, no pudo impedir que la horda mantuviera el territorio por años sometido a la rapiña, el robo, incendio y saqueo, hasta que apenas sobrevivió un alma, convertido en ruinas, desolación y muerte. Tanto como lo era ahora.
Cuando sólo cenizas quedaron sobre la tierra quemada, marcháronse los piratas. De nuevo el país estaba sujeto al rey, que lo pobló con gentes de otras regiones, que se trajeron su ganado.
«Y fue entonces cuando apareció el arzobispo Willfrido, quien gozaba de la confianza real, y por ende protegía a nuestra santa y gloriosa orden regular. Entre las ruinas de la iglesia encontró el arzobispo los documentos de la fundación primera, en que constaban las concesiones que en su día le hiciera el rey, y hasta el mismo mandato del Papa apareció entonces. Presentó tales cédulas milagrosas al joven rey, el cual en presencia de todos los dignatarios de la Iglesia y asistido por los nobles de su consejo, evidenció su espíritu desprendido y volcado en favorecer lo divino, llegando a doblar con sin igual generosidad las mandas de su padre, y hasta las del Santo Padre, añadiendo otros muchos territorios a la abadía, con sus ríos, aguas, vertientes y pantanos, villas y mercados, molinos y herrerías, con derecho de peaje sobre el camino real que atravesaba los límites de la abadía, que les entregó liberados de toda obligación para con el rey, con el obispo y de todo servicio regular. En este territorio, pues, sólo era reconocida la autoridad del Abad y sus oficiales. Y este legado lo declaró con todos sus derechos libres jurándolo por Cristo y por San Pedro, y el arzobispo lo recibió expresando su voluntad de que permaneciera cuanto había entregado y jurado el rey, y anunció la maldición de Dios y de todos los santos, de los dignatarios de la Iglesia más la suya propia, a cualquiera que violare lo dispuesto, que sería castigado con la excomunión a menos que el pecador se arrepintiese.
»No cejaron los sacerdotes seculares, anteriores propietarios de la iglesia, y así se personaron ante el rey para reclamarle su pertenencia, pero fueron rechazados. Era resolución del monarca, joven pero sabio, secundar la voluntad de Roma para mayor gloria de Dios, expresada por el arzobispo Willfrido, que deseaba sustituir a los seculares de costumbres relajadas por monjes pertenecientes a la muy Santa Orden de los Renovadores. Y aunque acudieron a Roma, con lo que importunaron a nuestro Santo Padre, nada consiguieron, pues que no llevaban cartas del rey ni de los dignatarios de la Iglesia que apoyaran sus reclamaciones, de modo que regresaron fracasados. Antes bien, el Papa alabó los regalos y privilegios concedidos por nuestro amado soberano a la orden, y confirmó cuanto había sido dispuesto.
»Contando con la ayuda incondicional de Su Majestad, cuya mano no se cansaba de entregar dádivas, levantó el arzobispo la iglesia y construyó una abadía, con sus dependencias para monjes, almacenes, herrerías y cuanto resultaba necesario, encerrado el conjunto dentro de una fuerte muralla. Toda la obra de piedra, y para mejor resultado mandó traer de Gaul canteros y vidrieros que lograron tan espléndidas construcciones como nunca se contemplaran en el país. Y de estos artesanos aprendieron los nuestros, quienes siguieron después levantando templos con ese hermoso estilo normando que trajeron de allende el mar.
»Muy pronto la abadía se convirtió en centro espiritual de todo el país, del que salieron monjes para poblar otras que iban fundándose hasta contar mil, tan grande era el fervor de nuestro arzobispo e inagotables las mercedes del rey.
»La santa paz de nuestra abadía era el resplandor de la fe iluminando todas las fundaciones de nuestra Santa Orden Renovadora, título concedido por el Papa, encargándole eliminar la relajación del clero secular y levantar la fe en todo el territorio. Nuestro arzobispo rogó al Sumo Pontífice que le enviase el archicantor de San Pedro de Roma para que nuestros cantores aprendieran el arte puro de alabar a Dios, y acudieron de todos los lugares de la orden para que en todas fuera uno el canto, unas las voces, uno el estilo, un solo clamor el que subiera hasta el trono empíreo a pedirle por los menesterosos, en eterna alabanza a Dios Nuestro Señor.
»Mas el enemigo persistió en cultivar el vicio, con ayuda de la envidia y la soberbia, en el corazón de los nobles y cortesanos, amparados en la santidad, paciencia y tolerancia de la corona, con lo que se alzaron contra lo dispuesto por Nuestro Señor Dios de los Cielos y de la Tierra, que elige a algunas de sus criaturas para ungirlas con los santos óleos de la realeza, y llegaron a matar al rey. Tan satánica era su furia que, al no resultarles suficiente ser ellos sus propias víctimas, convirtiéronse en deicidas, que eso supone matar a un rey ungido por Cristo. Y le enterraron vergonzosamente, sin honores, a escondidas, como si se tratase de un ajusticiado, en un hoyo clavado en la tierra, sin señalarlo si quiera con una tosca cruz. Acontecieron los hechos en una cobarde traición perpetrada durante un banquete, en que la víctima creía encontrarse rodeada de sus mejores amigos y siervos. Aquella noche surcó los cielos un cometa dejando a su paso una larga cabellera rubia como un sendero de fuego. El cielo se tornó rojo, bañado en llamas, con estrías de luz por donde brotaba sangre, como las heridas por donde huyó la vida del cuerpo apuñalado del jovencísimo rey, y cada noche se repetía el milagro.
»A poco dejó de brillar el sol y la tierra se cubrió con esta densa niebla que desde entonces nos envuelve, y así vivimos, los que vivimos, en penumbras de desesperanza, porque es la maldición de Nuestro Señor Jesucristo que a todos abarca.
»Para completar su venganza envió Dios una grande horda de piratas, que jamás otra tan crecida invadiera nuestro país, pues fueron 113 los navíos que vomitaron desalmados asesinos. Ellos han destruido el reino, incendiado y asolado en su totalidad; arrasaron nuestra abadía, como has podido ver por tus propios ojos. Soy el único monje con vida y sigo fielmente las instrucciones de nuestro santo abad, quien me señaló por alcabalero en este camino real, y aquí permaneceré mientras se me ordene otra cosa.»
La historia, que refiero abreviada para no cansar con la prolijidad, circunloquios y vacilaciones con que la escuché, me costó más de tres semanas conocerla. Pues siendo el alcabalero lento de palabra, parsimonioso de ideas, confundía los tiempos y entremezclaba personas y hechos. Y todo sucedió respetando las horas canónicas; jamás conociera otro que, viviendo solo, fuera más escrupuloso. Me arrastraba a cumplir con el mismo rigor, y así estábamos en pie para maitines y seguíamos con laudes, primas, tercia y sexta, cuando comía y me hacía comer, y seguíamos con sexta, nona, vísperas y completas.
Tan sobrio era en el alimento, según correspondía a la disciplina y a los tiempos, que cultivaba un pequeño huerto de coles y patatas, nabos y zanahorias, más otras berzas ásperas de sabor; también rabanillos que decía ser ayudativos de la digestión y agudizaban los sentidos, y una mancha de perejil para recogerle la semilla, que resultaba útil contra las ventosidades estomacales y los torcijones de vientre, amén de aplacar, en infusión, el dolor de costado, de los riñones y la vejiga, que ya la edad le producía esos achaques y alifafes. Tenaz era el anciano, que poseía los rasgos y filosofías de los muchos años; aseguraba que no intentaba vivir más sino con mayor salud, pues ello redundaba en mejor servicio de Dios. Y así, junto a las coles y nabos, cultivaba primorosos rosales, al tiempo que razonaba: cuando desaparece la ética debe procurarse al menos la estética. Que nada placía más al Señor que regocijarse con las buenas obras de los hombres, con la belleza y el aroma de las rosas. Y cuando faltaba lo primero, razón de más para esforzarse en lo segundo.
Persistía el fraile en sus lamentos sobre las desdichas de aquel tiempo de paganos y herejes, y aseguraba que el cometa y las noches bañadas en sangre seguían produciéndose allá arriba aunque no nos fuera dable observarlo por la niebla, y no tendría fin el deambular de las sombras de los muertos insepultos entre la bruma hasta reparar la ofensa hecha a Dios. Ni se marcharían los piratas, vagando en busca de vidas que segar y alguna cosa para comer. Se empecinaba en continuar allí cobrando peaje y alcabalas, aunque ningún paisano que todavía conservase la vida pasaba por el camino real, salvo las almas errantes de los difuntos que no recibieran sepultura, que sí pasaban, al decir del fraile, pero a los que no había posibilidad de cobrarles peaje. Mientras se necesitaba el dinero para pagar tributo a los piratas, pues se les había comprado la paz aunque no cesaban en sus rapiñas y ataques hasta recibir el total estipulado, que no se conseguía recaudar. En el entretanto robaban y asesinaban a cuantos sorprendían, como lo tenían por costumbre, pues jamás respetan los paganos pacto alguno, igual si se les paga que no. Aunque de entregarles el tributo, ya se estaría, cuando menos, en derecho moral para reprocharles.
Nunca concluiría aquella situación a menos que los asesinos del joven rey hicieran penitencia y en solemne procesión expiatoria, con los honores que se deben a un ungido, llevaran su cuerpo y le sepultaran con dignidad en mausoleo de piedra labrada, en la catedral de la sede arzobispal.
Si el entresijo de las enredadas ideas del anciano fraile era nido de sorpresas, no fue menor verle salir al paso de un grupo de piratas groseramente vociferantes, armados como les era habitual; escudo, espada, hacha, lanzas, arco, flechas, aljaba y puñal, el casco y la casaca de cuero. Eran los únicos que transitaban por el camino real. Y sucedió de improviso, sin que tuviera la previsión de esconderme; tal fue la sorpresa que me causó verles brotar de entre la niebla, que me sentí paralizado. Me abandonaron las fuerzas, como si me hubiera llegado el último instante de la vida, más allá del espanto y del terror. El fraile exigió el diezmo a los piratas, fuere cual fuese el alimento que llevaran consigo, que lo era robado, sin remedio.
Después me explicó que a la fuerza militar no podía oponerse, pero en lo moral debía exigirles lo mandado por el santo abad, que para ello se encontraba allí. Por ser paganos no iba a permitirles, encima, burlarse de las disposiciones cristianas. Y si eran ellos los únicos que transitaban, mayor el motivo para contribuir al mantenimiento de los hombres dedicados al servicio del Señor.
No me extrañó tanto el atrevimiento de salirles al paso, cuando la sola vista de tan fieros continentes paralizaba de terror, como la sumisión que le tenían, según era evidente, pues lejos de rechazarle o insolentársele, matarle incluso, pagaban voluntariosos y con agrado, hasta con simpatía, como si la imposición les resultase grata, o cuando menos inevitable.
Encontré en buena hora un corralillo disimulado entre unas ruinas cercanas donde el fraile guardaba una docena larga de gallinas, que no sólo no le habían robado, sino que todavía le entregaban alguna de vez en cuando para que engrosara la colección.
Pregunté para qué las quería si no pensaba repoblar la comarca, pues que el gallo estaba separado. Respondióme que lo había castigado por incontinente, y que Dios proveería lo que correspondiese disponer después. Que él en recogerlos tenía obligación y así lo hacía. Y cada cual en su deber y a su debido tiempo, que procuraba cumpliesen también las gallinas las horas canónicas y las que permanecían allí más tiempo ya se encontraban enseñadas, al menos en cuanto al trabajo se refería, que para ellas era poner huevos, comer y guardar silencio. Resultaba el gallo el más indisciplinado, y aunque con el pecado de incontinencia motivos tuvo para expulsarlo, no lo hizo pues le señalaba puntualmente las horas, y yo había observado ser cierto, que a falta de una clepsidra el canto del gallo no resultaba menos ajustado. Así que lo reservaba designado como campanero para la nueva comunidad, con la intención de que si pasando el tiempo no se tornaba más virtuoso, día llegaría en que, creciendo la comunidad pudiera sustituirlo con fraile de reglamento y le expulsara por oficio. Aunque, por ahora, era tiempo de condescendencia.
Tan extraño hombre mantenía su fe en el porvenir. Concluiría aquel tiempo de herejes y paganos, pues habrían de marcharse cuando recibieran el rescate o lo dispusiese Dios, después que aplacaran Su ira los asesinos del rey con la expiación de su pecado, y la vida se reanudaría como antes. Pues no es una fuerza que se acaba, sino una energía que se renueva a cada instante. Aunque aquí pensaba yo que jamás se detiene, cierto, y en cada instante se transforma la faz, de modo que nunca vuelve a ser como era. El fraile persistía en vaticinar que la abadía sería reconstruida, y como otro no quedaba, cumpliría a él encabezar la comunidad como abad, y ya contaba con el gallo Federico para campanero, siéndole el único edecán con que contaba hasta el día. Llegado aquí el discurso me propuso quedarme, pues mucho servicio podía hacerle; por alcanzar puesto relevante en la comunidad no me preocupase, que todos se encontraban vacantes, y así, sería lego, cocinero, agricultor, granjero, lector, hasta archivero y bibliotecario, y aun organista y cantor, que toda la comunidad la descansaba sobre mi persona, y más a gusto no me hallaría jamás en otro sitio.
Detúveme un momento pensando si sería aquél el camino señalado por la Providencia para entregarme el báculo cuando, repentinamente, brilló la luz en mi cerebro: si los piratas le respetaban era por considerarle sagrado, oráculo divino, pues que los dioses se expresan por su boca. ¡Facultad reservada a los locos!
La humedad de la persistente niebla acabó enmolleciendo el buen juicio del santo varón, entre cuyas ideas iba creciendo el musgo al igual que sobre las ruinas que le rodeaban. Aunque en este u otro rincón, al abrigo de una piedra, brotasen algunas margaritas.