La virtud silenciosa de la vaquerilla era largamente apreciada en la Hermandad, pues a la par que divertía con la graciosa exposición de sus gestos, no enfadaba con el continuo parloteo que acostumbraban las otras. Y todavía la alabanza era más profunda mientras cruzábamos de puntillas la Franconia, que importaba mucho ocultarle nuestro paso al celoso rey, no fuera a incluirnos en la zarabanda papal, que al ser religiosos nos encontrábamos en riesgo.
Como sombras fantasmales cruzamos Roma, no fuera a caer sobre nuestros anillos de gusano el enojo del joven Papa, con su ahora te proclamo y luego te dimito, pues los tiempos eran expeditivos. Y en cada esquina se imponía burlar el acoso de sus esbirros para librar a nuestras hermanas, y a mi vaquerilla, de aquel empeño por santificarlas.
Tras el Benevento y la Lombardía se nos acababa la tierra firme. Como única posibilidad se nos brindaba una larga, débil y bien equipada galea, con sendos bancos de veinticinco remeros y velas triangulares. No hubiera permanecido todavía en puerto de no esperar el completo de los remeros. Nos ofrecimos bajo condición de no luchar y fuimos aceptados, muy a disgusto del capellán que no aprobaba el tributo físico tratándose de hombres de iglesia. Mas el capitán alegó que se imponía zarpar —que tan buenos eran los músculos de un fraile como los de cualquiera otro mientras dormía la brisa—, y que aceptaba no participásemos en la lucha si la había, y ayudaren las hermanas en la comida y la munición.
Dispuso que zarpáramos rumbo a Creta sin dilación, pues ya se había perdido mucho tiempo. Astuto, el saber de la piratería le venía heredado desde el tiempo de las nueve Troyas; blasonaba que en tal arte nadie pudiera mejorar al mismísimo Ulises. Era barco de comercio, de veloz carrera, juguetón sobre las olas como un delfín, con apariencia de pieza suculenta para cualquier corsario sarraceno que se acercase confiado. Mas, aunque fuera un soberbio dromon el que atacase, habría de maldecir su confianza cuando la galea escupía por la proa el azufre y el petróleo, conocido por fuego griego, y le rociaba el puente con jabón líquido, sobre cuyo pavimento viscoso y resbaladizo fracasaban las maniobras de los incrédulos asaltantes, que contemplaban impotentes la huida de la grácil nave. Y por si alguno persistía, aún quedaban los ballesteros con sus flechas, y hasta cal viva si se terciaba, que tratándose de infieles no era cuestión de escatimarles nada en el trato.
Llegamos finalmente salvos a Chipre, después de algunas escaramuzas. Vista con la fe la isla parecía cercana, pero a golpe de remo resultaba muy distante. Desde allí otra modesta nave de cabotaje nos llevó cerca del lugar anhelado.
Con emoción y reverencia hollamos el suelo santo que regara con la sangre de su Pasión Nuestro Señor Jesucristo y Salvador. Qué prodigioso milagro fuera encontrarse Santa Elena la Santa Cruz en una cisterna, junto con los otros instrumentos de la crucifixión, ofrecidos a la veneración de los fieles junto con el INRI. Aproveché el beso al santo madero para llevarme entre los dientes una astilla, y por ello no paré mientes en el anillo de Salomón y el cuerno que contenía el aceite con que eran ungidos los reyes.
Madre de todas las Iglesias, Santa Sión, preferida de los apóstoles; en ella se encuentra el trono de Jacob, hermano del Señor. Fue levantada sobre los restos del templo construido por Salomón, que estuviera recubierto por dentro de oro puro y poblado de querubines. Allí se conserva el pináculo sobre el cual fue tentado Nuestro Señor por el diablo.
En la entrada del valle de Josafat, en pasando el torrente del Cedrón, hallamos la palma de la que los niños cogieron los ramos, y como ellos, igualmente nosotros entonamos el Hosanna y rezamos en la iglesia.
También visitamos el templo del Monte de los Olivos, sobre la gruta donde el Señor inició a sus discípulos en los misterios ocultos.
Bebí del pozo cuya agua fuera apetecida por David, en Belén, y oramos en la basílica de la Natividad, que guarda la gruta donde los pastores fueron avisados por el ángel del nacimiento de Cristo, mientras vigilaban en la noche.
Nos detuvimos, además, en la fuente, cerca de Hebrón, donde Felipe Apóstol y Evangelista bautizó al eunuco de la reina Candace, quien lloró por no ser santificado completo. Y como en tierra tan sedienta todo sucede alrededor del agua, destacable es el pozo de Abraham y las grutas donde habitó, así como el monte hasta donde acompañó a los tres ángeles que iban a Sodoma.
Supe conforme recorría estos lugares que en ellos celebraban un famosísimo mercado al que acudían en la feria anual numerosos paganos, judíos y cristianos, donde cada cual practicaba sus cultos respectivos. Hasta que acertó a visitarlos Eutropia, suegra de Constantino, quien convenció a su yerno para que los prohibiera e hiciere desaparecer todo rastro idolátrico. Con lo que se confirma la vanidad del hombre que inocentemente se considera rey, siendo en realidad gobernado por la mujer, cuando no por la suegra, como lo vio claro César presentando al pueblo su hijo recién nacido: «He aquí al que gobierna el mundo, porque él manda en su madre, y ella en mí».
Dignos eran de ver en Jericó parte de los cimientos de los orgullosos muros derribados, como si fueran de paja, por las trompetas de Josué, hijo de Nun, y cerca se encuentra el lugar donde Elias fue arrebatado al cielo.
Al otro lado del Jordán pude subir al monte Nebó, sobre el que murió Moisés después de contemplar la tierra prometida.
En Galilea nos detuvimos en la aldea de la que fue Abisag Sunamitis, la joven virgen desconocida por David, la que le calentó los huesos ateridos de sus postreros alientos, cuya belleza portentosa despertó las apetencias de Adonias, que colmaron a su hermano y le costaron la vida, pues ya se andaba Salomón con la paciencia corta.
Contemplamos los lugares en Cafarnaúm donde curó el Señor al paralítico y la sinagoga a la que envió al endemoniado, y las siete fuentes abundantísimas donde realizó el milagro de saciar al pueblo con cinco panes y cinco peces, colocados sobre una piedra que es ahora altar y ya sólo se contempla en parte, de tanto llevarse trozos los peregrinos para su salud, que para todo aprovecha. Y mucho temo que pronto los peregrinos acaben con él y pierdan para siempre el remedio santo.
Por los mismos parajes se encuentran los restos de la sinagoga maldita por el Señor, que estaban construyendo los judíos cuando les preguntó en qué se ocupaban y le replicaron displicentes que nada hacían. A lo que contestó el Señor que si nada hacían nada sería para siempre, y así cada noche se les caía lo que edificaban en la jornada. Y de aquí han tomado los gentiles el ejemplo de aquella reina, esposa del pirata Ulises, que se le destejía por la noche lo que aderezaba en el día.
Fue por estos lugares por los que caminando en gusano llegamos a la casa donde el apóstol Mateo ejercía de recaudador, y ello me incitó a poner en práctica la determinación que venía madurando, y aquí debo confesar que en empujarme tuvo parte principal Jordino, que últimamente me instigaba. Porque el general céltico que dirigía la cabeza tenía dispuesto torcer allí el sendero para Tarso y regresar por Constantinopla, olvidando a mis muy queridos monacales de Egipto.
Nunca hubiera ocasión de graves controversias en cuantos años durara el peregrinaje, que a todos nos animaba la vida en común, pues éramos cenobio ambulante. Aunque la paz se mantuviera principalmente por mi particular renuncia, desoyendo los constantes consejos de Jordino que nunca paró de importunarme. Y aunque el general pareciera renuente a dispensarme, siquiera fuese temporal, de la promesa de silencio, porque tenía en duda si su autoridad alcanzaba, algún día se desbocó mi lengua. Entonces dijo que, pues el pecado estaba consumado, mejor sería dispensarme, no fuera que lo repitiese, visto que no era suficiente para contenerme en la disciplina.
Nunca tuviera dificultades para mantenerme en ella mientras fuera eremita en el bosque, ni tampoco cuando la Providencia me regaló a la dulce vaquerilla, cuyos gestos resultaban siempre más graciosos y precisos que los libros de los gramáticos. Pero no acontecía así siendo peregrino, que yo renunciaba en favor de los hermanos a un caudal superior, de clara y confortadora agua, y en cambio era turbia la que recibía, teniendo encima que soportar las burlas de Jordino que mucho me zaherían. Y más de una vez protesté respetuoso porque nunca quedaba hueco junto a la vaquerilla durante la noche, rodeada su yacija de Halcones Peregrinos, custodiada por ellos como un tesoro. Y había de conformarme con otra hermana, arrugada y fláccida, cuando lo que me apetecía era la exuberancia y frescura de la vaquerilla, que además no me enojaba refiriéndome sus muchos pecados, mientras que a las hermanas, sobre recostarse en mi seno, les daba por la humildad y aprovechaban para vaciarme los pliegues de su alma.
Así que en llegando a la casa del Apóstol consumero —ocupaba en el gusano el penúltimo anillo y lo remataba la vaquerilla—, levanté un tanto la capucha para orientarme y conforme torcieron ellos hacia el norte derroté yo al sur, seguido por la vaquerilla con su gallardetón, pues ella no vislumbraba otro panorama caminando que los pies que la precedían, como cada cual. Y debo añadir aquí la secreta complacencia que me produjo emprender el camino divergente, que me hacía recuperar lo que tanto tiempo llevaba perdido. Tampoco debió de causar disgusto a la hueste mi determinación, pues escuché el suspiro de complacencia de Jordino.
Largas eran las jornadas y duro el sacrificio que el desierto interminable imponía; más doloroso todavía me era por la vaquerilla, inmenso tesoro rescatado que volvía a alegrarme con su confortadora dulzura, como las mieles del paraíso. Así proseguimos hasta que nos recibieron los santos monjes catalinos en su monasterio recostado en las faldas del Sinaí, en cuya cima permaneció Moisés cuarenta abrasadores días y cuarenta gélidas noches, mientras en el valle fabricaban el becerro de oro allá por los parajes donde, apacentando el rebaño de su suegro, le hablara Dios desde la zarza.
Nos quitaron las sandalias y nos lavaron los cansados pies, como Nuestro Salvador hiciera con sus discípulos, y mucho se lo agradecimos. Nos reconfortaron además con sus humildes alimentos que nos parecieron manjares tras el largo ayuno del desierto, donde comimos cuantas clases de criaturas el Señor nos puso delante. Todos los frailes nos obsequiaban con camuesas, amén de otras frutillas cultivadas en sus huertos particulares.
Permanecimos en tan santa compañía hasta restaurar nuestras fuerzas, sujetos a las reglas que nos ponían en pie a maitines para comenzar el oficio nocturno, y seguíamos con laudes, primas, tercias, sextas y nonas, concluyendo con vísperas y completas antes de acostarnos, que lo hacíamos con gusto después de la santa dedicación.
Subir a la cumbre del Sinaí nos llenó de emoción: no quise hollarla con las sandalias, pues estaba pisando tierra santa, y las heridas que me producían las afiladas piedras me dolían menos que debieron las lanzadas al costado de Nuestro Señor Jesucristo, que las soportó por todos nosotros. Desde aquella altura contemplaba Egipto, el Mar Rojo, la Palestina, y hasta el Mar Pantélico se adivinaba, desde Grecia hasta Alejandría, y a derecha e izquierda el dilatadísimo país de los sarracenos que parecían poseídos como huestes infernales, pues el diablo nunca ceja en su lucha contra los cristianos, y de ello hartas pruebas tenía. Mirando más cerca contemplábamos al pie el valle donde llovieron el maná y las codornices que calmaron el hambre y confortaron el desaliento del pueblo elegido.
Cruzamos el Mar Rojo y nos adentramos por los áridos desiertos camino del río Nilo, en busca de los primeros asentamientos de mi reverenciado padre San Antonio, fundador primero de los eremitas, que tengo por convencimiento ser la más santa de todas las vidas dedicadas al servicio divino. Sin escatimarle alabanzas a la vida comunitaria, que a poco fundó el no menos reverenciado padre mío Pacomio, quien ya permitió consumir el pan, además de los vegetales, el queso, el pescado, la fruta y el mosto. Con lo que vino a llenarse la Tebaida de monasterios con apretados racimos de monjes, vírgenes y viudas. Lo que impulsó a otros a aumentar su soledad, encadenados a una roca o inmóviles en el suelo, y hasta mantenerse treinta años encima de una columna, y no es que permaneciera ocioso pues desde su altura despachaba con sabios y prudentes consejos a quienes le planteaban problemas espirituales y humanos.
La ruta se nos convertía ahora en más placentera, conforme jornada tras jornada descendíamos por la ribera del río, gozando las maravillas con las que Nuestro Señor nos regalaba. La vaquerilla, quien al encontrarnos en solitario se subía el capuchón y levantaba la vista dejando reír sus ojos claros, manifestaba ahora una alegría que antes perdiera porque, me confesaba con gestos, sólo por disciplina y acatamiento soportara el rigor de la Hermandad, bien fatigosa por cierto, que cada noche la agobiaba con todo su peso hasta robarle la alegría y el contentamiento, aunque nunca rehusara la obligación, pues sobre la disciplina le mandaba el carácter —jamás negara a nadie lo que ella pudiera proporcionarle, que en eso pecó siempre por generosa—. Y no estaría disgustado el diablo lúbrico, el único de la legión que siguió morándome a juzgar por las muestras, que los otros seis mil y seiscientos sesenta y cinco parece que retornaron con su abad Meliar, para martirizar a otros monjes, según colegí por algunas palabras de Jordino, que se consideraba suficiente. Ahora transcurría el día feliz viendo la alegría resucitada de la vaquerilla, quien me contentaba por las noches cuanto podía desear, y además descansaba cuanto me placía. Que sobre servir a Dios con el rezo y el sacrificio, la santa vida y el cilicio, no quedaba otra cosa que mantener satisfecho al diablo para que todos nos estuviéramos en paz; pedíame la vaquerilla con sus desenvueltos gestos que, pues constituíamos una comunidad perfecta, nunca más nos juntáramos con Halcones ni monjes de ningún tipo, que ser eremita le resultaba lo más perfecto, y en ello coincidíamos.
Conforme nos adentrábamos en la tierra de sarracenos sentía más fuerte el mandato de predicarles la santa palabra, y así comencé por atacarles sobre el inventado paraíso de su falso profeta, que les engañaba los sentidos y alentaba la lujuria con el premio de las huríes. Pues por gozarlas en la muerte se dejaban arrebatar la vida. Pero un día nos interrumpieron unos esbirros, llevándonos ante su señor el jedive, retrepado en un sillón de pedrería, oro y pavos reales, colocado sobre una tarima con baldaquín de damasco, y al pie, sobre los escalones echadas, más de veinte doncellas desnudas bajo las transparentes sedas de la China con que se adornaban, las sartas de perlas de Ormuz y las redes de cadenillas de oro con turquesas y rubíes, que entre todo, en vez de cubrir, resaltaban.
A señal del cruel jedive se abalanzaron los eunucos sobre nosotros; nos arrancaron los rústicos sayales y los toscos camelotes que cubrían nuestras vergüenzas, y allá quedamos expuestos a la burla como nos parieron. El jedive participó de la sorpresa general ante la inesperada revelación de la vaquerilla, que reverberaba con su humildad en toda la gloria, mas se repuso rápidamente soltando una carcajada. Se aproximó sin demora a contemplar el tesoro y más abiertamente iba sonriendo cuanto más de cerca la reconocía, pues se le reflejaba en el rostro lo que deseaba, mientras la vaquerilla, lejos de arrebujarse en verecunda timidez, recato por la afrenta que sufría, se mostraba divertida, mientras se lucía tentadora como nuestra madre Eva después de la serpiente, que se daba cuenta de que aventajaba a las que sobre los escalones reposaban, sin necesidad de tules, cendales ni joyas.
Hasta que el jedive con un ademán mandó a las mujeres cubrirla con una capa y conducirla, fuera, y con otro gesto levantó a las bailarinas que se llegaron en tropel y con tierna y sorprendida algarabía me transportaron en volandas.
Apenas si pude percatarme de que la nueva sala donde me condujeron tenía los ventanales abiertos sobre paradisíacos vergeles, donde se exhibían todas las flores y trinaban profusión de delicadas avecillas, y en el centro un estanque con tan transparente agua, que no distinguí hasta ser empujado dentro, y al tiempo caían conmigo hasta una docena de ellas, quienes entretenidas con la diversión, riendo y gritando con gran alborozo, me lavaron y frotaron, llenaron de jabón, me zambulleron y restregaron con tanta delicadeza que acabé soñando si sería aquél el _ paraíso y aquéllas las huríes, que me secaron y tendieron en los mullidos damascos que cubrían el suelo, me perfumaron derramando aceites olorosos por todo el cuerpo, mientras me causaba enervación el humo tenue que se extendía desde los pebeteros, y me transportaba el sabor dulzón del narguilé que unas ponían en mi boca, mientras otras extendían los perfumes con suave tacto sobre mi piel, tensa y vibrante como tambor.
Tal grosor de costras de suciedad me quitaron del cuerpo, pues las tenía como conchas de galápago, que yo mismo me desconocía ahora; no me había contemplado en mi ser natural desde que moré la última vez en posada, antes de la religión. Música dulce sonaba entretanto sin que aparecieran músicos a la vista, mientras intentaba arrancarles a las doncellas los céfiros de tul, propósito que me estorbaban con juegos y risas de gracia sin par, logrando defenderse con extraña y consumada habilidad, aunque las que me bañaron los llevaban pegados a la piel, por efecto de la mojadura, tal y como si no existieran.
Entre las brumas del vapor y los perfumes y los sahumerios me percaté de que era el palacio de pórfido rojo, de jades y malaquitas, de mármoles blancos y rosas, extraídos sin duda de aquel monte que junto al Mar Rojo se levanta, por donde yo había cruzado, el mismo punto que ocupaba Clysma, lugar donde los hijos de Israel atravesaron el mar a pie enjuto, y por milagroso poder de Dios, sobre las mudables arenas han quedado para eterno las huellas del carro del Faraón, que entre rueda y rueda hay veinticinco pies, y cada rueda dos pies de ancho; debía de causar espanto su vista pues parecía capaz él solo de aplastar al pueblo que huía.
Desperté sumergido en un barrizal que debía de ser donde mezclaban la tierra con paja para fabricar ladrillos, y sobre mi piel aquellas costras que ya parecían sempiternas, vestido con el sayal de peregrino. Aunque sentía tal dolor en la espalda como si me hubieran abierto. Después vine en pensar que serían heridas de látigo. Mi primer impulso fue comprobar que conservaba la reliquia del santo madero, y después el estado de la vaquerilla. Mas ella no se encontraba allí. Ni pude hallarla ni encontrar rastro.
Jamás me sintiera tan triste y derrotado. Entre aquella miseria sólo me resultó reconocible el sonido sarcástico de la risa de Jordino, que mucho me molestó, rizándome los nervios como el cascabeleo de ponzoñosa serpiente. Ya que fuera aquél el momento, nunca sospechado antes, en que en mi alma germinó la pregunta de si la vaquerilla había sido alguna vez realidad o sólo creación de aquel diablejo azufrino con pestilencias cainescas, el más enconado y mortal enemigo de mi virtud. Pues que ni siquiera el Soberbio, único habitante del primer círculo, el abad Meliar como se intitulaba con sarcasmo en los días del convento, y de ello me estaba bien seguro, ni mucho menos Benito, que siempre se encaminaba por lo tolerante y persuasivo, demostráranme jamás tan acerba saña. Que sobre cumplir con su obligación, fueron siempre cuidadosos con las formas, en contra de aquel Jordino que no alcanzaba más allá de villano y bellaco, quien, satisfecho de su obra, como era mi evidente humillación y ruina, me ofrecía su desprecio y abandonaba.
Pero quede aquí mi desahogo no vaya a escapar de sus garras para caer en las de Federico y Jacobo, que allá se las entiendan con sus frailes de turno y olvídense de este mísero pecador que tan brevemente descuida la libre esclavitud que su alma debe al Altísimo Señor de la Creación. Quien, sin duda, todo lo ha permitido para humillación de mi ciega soberbia.
Dos días permanecí sobre el barro sufriendo atroces dolores, con la sed tan en ascuas que aun chupando la tierra húmeda seguían abrasadas mis entrañas, sin que ningún sarraceno me auxiliase, antes bien tomaban por divertimiento escupirme y arrojarme piedras. Con gusto las recibiera y entregara mi vida, que era un fin de martirio y hubiera culminado mi deseo de morir si no fuera que antes precisaba de confesión; de otro modo inútil hubiera sido acabar para el solo provecho de mi enemigo que así consiguiera lo que perseguía.
Me incorporé como pude y emprendí la huida camino de Alejandría, donde las naves genovesas y venecianas se citaban para cargar sedas y brocados de China y de la India, joyas, polvo de oro, piedras, especias y perfumes de la Arabia y del Oriente, que las naves indias traen al puerto de Clysma, en el Mar Rojo, allí donde se conservan las rodadas del carro del Faraón cuando persiguió a los israelitas hasta el mismo fondo del mar, que él no llegó a cruzar.