II

Más prolongado hubiera sido el disfrute de los plazos si me requirieran algún esfuerzo. No así, y el transcurso de los años me generó empacho, a cuyo amparo nació en mí un sentimiento vano, un vacío en el alma que ya no se colmaba con las compañías, ni con mujeres jóvenes, ni con cualquier inventada orgía. Mi ansiedad se convertía con el tiempo en más profunda y tensa, hasta ganarme una desazón general que acabó sumergiéndome en dudas e infinitos anhelos, mas no acertaba a definir aquella desconocida sensación insatisfecha.

Nunca antes reparara en los frailes, a los que en principio juzgaba enfadosos, después divertidos por aquel empeño en censurarme una vez que hube perdido la protección del conde, mi padre, que antes no se atrevieran, y cierto que encontraba burlesca la señal de la cruz y el vade retro con que me señalaban. Que nunca distinguí si me era dirigido en exclusiva o alcanzaba a la compañía de mujeres y hombres. Aun cuando todavía importaba menos a mis amigos, a los que sólo les acrecentaba la risa y la burla. Y yo acababa invitándoles a acompañarnos, pues mis fiestas abiertas estuvieron siempre a cuantos llegaban; me divertía verles retirarse, apresurados, invocando protección con ensalmos y latines, mientras me exorcizaban como a demonio.

Mas el espíritu taladra la materia como la gota de agua a la roca. Acabaron triunfantes. Y la razón me es ahora evidente: viven asidos al tiempo inmutable y se suceden como los granos de arena en el reloj; ninguno cambia ni se pierde, encuéntrense arriba o abajo. Mientras que entre mis dedos escurría la arena de la vida en una huida sin retorno.

Hasta que ojos y entendimiento se me fueron inundando con la parla de los monjes negros. Más iluminados nunca conociera otros. Insistiéronme en que fijara el alma en lo divino y despreciase el mundo vano. Y aunque no comprendía al principio, sin desentenderme totalmente de mis aficiones, que día a día se me presentaban más pesadas, en una temporada dime en cavilar sobre mi destino incierto. Mis dudas concluyeron un buen día mediante un aldabonazo en la puerta del monasterio más cercano: entre guerrero y fraile, que tal era mi alternativa, me acogí al sagrado y a la cogulla. Me pareció mayor el porvenir.

Gozosa me era la beatitud de mis hermanos frailes. Placentera la paz conseguida, el discurrir de los días consagrados al servicio de Nuestro Señor, alabando su Gloria. Aunque el cambio me resultase duro, pues de sobrarme tiempo y descanso andaba ahora peleando con el sueño, enredado con los nocturnos, levantándome a la media noche para bregar con los siete salmos, y por si faltaban se añadía otro más por la casa real, seguíanle maitines y laudes por los difuntos y por Todos los Santos, misereres y antífonas, vísperas y completas, retiros y capitulares, letanías y lecturas, que apenas quedaba tiempo para el trabajo, y además, como ayunar era obligatorio, al no haber con qué comer se combatía el hambre rezando.

Al fin, me descubrió el enemigo y comenzó un ataque sañudo, vengándose de que le hubiera abandonado —según se consolaba el prior—, pues siendo encendida mi devoción, tanto más violento era el ataque cuanta más calidad hallaban en el cristiano.

Tan espesa cohorte formaban a veces en derredor que no quedaba entre ellos espacio, y su presión me llevaba a desfallecimientos de espíritu y angustias de corazón. Pero nunca me faltaba el consuelo cierto de nuestro santo prior, quien se los conocía de antiguo, pues que soportaba él tan abundante cortejo demoníaco —compañía que nadie osara envidiarle—, siempre presidido por Meliar, al que los suyos intitulaban de abad, pues le estaban sometidas setenta y dos legiones, cada una compuesta de seis mil y seiscientos sesenta y seis que hacían en total cuatrocientos setenta y nueve mil y novecientos cincuenta y tres diablos, ya que Meliar estaba de non, cada legión albergada en el cuerpo de un monje y Meliar en el del santo prior, pues era muy respetuoso con las jerarquías.

Tanta era la soberbia de aquella hueste que para convencerme, y así pudiera juzgar por experiencia, me levantó el prior antes de nocturnos; encontramos que mientras los monjes permanecían en el sueño, reuníanse los demonios a capítulo en la sacristía, donde hacían divertimento con la parodia de imitarnos, contando al su abad Meliar las muchas argucias usadas para turbarnos las conciencias.

Afrentoso en verdad resultaba contemplar aquella multitud satánica compuesta de pequeños monos gesticulantes que batían palmas para incrementar la algarabía, retorciéndose con la promiscuidad de una espuerta de anguilas, con la piel rugosa y escamada de los lagartos. Pero no era fija su figuración sino cambiante; se transformaban sin cesar en mil composturas de simios, de cuervos y de cabritos, ciervos y cabrones, moruecos y unicornios, dragones espantosos y hasta dulces doncellas lascivas, con lo que de tal zarabanda resultaba un contraste curioso que, a las veces, causaba también pavor.

Meliar llegaba hasta el paroxismo, pues para algo era jefe y maestro de demonios, en la provocación a nuestro santo prior, cuya virtud, decía, resultaba perfecta porque era él su morador, y así le dirigía e inspiraba, que no en vano se hallaba poseído de naturaleza angélica y era, reconocido, cabecilla expulsado de los cielos por la espada flamígera del arcángel justo.

Confortábame el santo prior diciendo que me moraba una legión de especialistas, siendo ello un honor antes que vergüenza, y que cada uno de los seis mil y seiscientos y sesenta y seis me provocaba de modo diferente. Así me hinchaban los ojos cuando cumplía oficio de lector, me picaban como si estuviera comido de piojos y pulgas, que también son hijos de Dios, con lo que perdía el sosiego mientras rezaba, me estrangulaban otros la voz para que desafinase en el servicio, y hasta alguno me atacaba por la risa convulsa. Tampoco faltaba quien me excitase con los malos pensamientos, motivo de gran confusión, tanto más cuanto me hacían malinterpretar las santas reglas de nuestra sagrada orden, que llegaba a aplicarlas torcidas, lo que me sumía en desesperanza, por lo enfadoso que le estaba resultando a la comunidad. Pienso, para mí, si sería posible que en solitario nuestro prior mantuviese una entente con Meliar, pues entre señores ocurre diferente que entre villanos. Cuando se me acercaba, convertíase en blanco preferido de mis particulares y especiales moradores, para rechazarle y ahuyentarle, pues sentía que piojos y pulgas le arrancaban la carne hasta dejarle los huesos mondos, tan crudamente que persistencia tal no era sufrida por ningún otro monje, aunque ya cada uno procuraba guardarme la distancia. Con lo que juzgó acertado desistir y me daba vueltas cuando le requería consejo, convencido sin duda de que era yo pieza preferida a la que no convenía acercarse ni disputársela a los demonios, todo por bien de la paz y el sosiego de la comunidad.

Toda la suma de mis desventuras me convirtió en enojo declarado para mis hermanos, y de nada servía la señal de la cruz de todos ellos, tan inútiles como las que me dedicaba el santo prior, que me las aplicaba a destajo, tanto que Meliar debía de reírse en su cuerpo y tendría ordenado, a juzgar por los resultados, que los legionarios no me abandonasen ni se sometieran a la santiguada, antes bien, continuaran con mayor coraje.

Tan prolongado acoso debía tener una culminación, y la llevaron a efecto sacándome un día del monasterio sin que el hermano guardián se apercibiese; me colocaron sobre un mulo al que estimularon mediante un ramo de ortigas bajo el rabo, con lo que no se detuvo mientras le quedaron fuerzas, y no las consumió tanto en la carrera como en las corcovas con las que iba salpicándola.

Cuando me fue posible regresar al sagrado habían transcurrido tres días. Notaron mis hermanos que, en el entretanto, el enemigo parecía haberles concedido una tregua, con lo que bien descansados se ocupaban en ofrecer sus oraciones con la intención de que no encontrase el camino de vuelta.

Preocupado por el beneficio de la comunidad, y hasta no sé si bajo la inspiración del abad Meliar, que parecía profesarme especial cuidado, nuestro santo prior me mandó salir al mundo de alforjero, haciendo alabanza sobre mis especiales dotes mundanas, que aumentarían la provisión de limosnas, que las buenas almas nos proporcionaban para que perseverásemos en los caminos que conducen al cielo, ya que sus dádivas les representaban avanzar con nosotros un trecho en la salvación. Y quién sabe si el Señor me tendría reservado para aquel menester comunitario, tan importante como el que más, y aun pensaba que mucho más que otros que pasaban por distinguidos, puesto que las virtudes que me tenía concedidas apuntaban a ello. Y en nada se es más útil, persistía el prior, que en aquello para lo que se es creado.

Tan persuasivo llegaba a ser el acento, tan fervoroso el cuidado, tan caritativo el encargo, que me olvidé de Meliar y puse mi celo en el cumplimiento.

Primero fue sorpresa y después celebración, cuando mis antiguos compañeros del mundo acertaron a descubrirme en la primera posada donde me recogí para pasar la noche, pues manifestaban que mi ausencia les privara de felicidad, pensando ahora recuperarla pese al hábito y las alforjas de muy buen tamaño con que me acompañaba.

No pude menos que congratularme de tales muestras de bienvenida. Con lo que la ocasión de hablar, comer y enamorar se me brindaba mejor que antaño, pugnando otra vez todos por lograr mis consejos, comer en mi mesa y dormir en mi catre, pues mi caridad de fraile no me permitía, ahora menos que nunca, despedir ni rechazar a cuantos acudían reclamándome el consuelo de mi palabra, la reunión obsequiosa de la mesa, ni siquiera la santa compañía de las mozas garridas —antes por consolarlas en sus desgracias que por otro sentimiento—, pues más lo necesitaban que todos los demás. Y si algunas eran verdaderos demonios, el cambio me favorecía.

Tan presto se propagó la nueva que inundaron la posada, y hasta los furtivos acudieron para obsequiarnos con piezas cobradas en los cazaderos del conde, mi hermanastro, que pronto paraban en los asadores. Volvía a escanciar el vino más añejo de la bodega, pues siendo la ocasión solemne no se regateaba la alegría, siete días puestas las mesas a manteles repletas de viandas y jarras de buen caldo, para que no faltase a cualquier hora, y así la romería no tenía fin.

Rivalizaban las mozas por la noche; unas acudían en solitario, las otras en tropel, temerosas de que el rigor de la orden hubiera mermado mi reconocido y famoso furor de antaño, y encontraron con alborozo que antes bien los años de abstinencia me vigorizaron y cumplidamente podía recuperarse lo perdido.

Para que la feria continuase, cuidaban ellos mismos de reunir limosnas, y repletos los costales, alforjas y talegas, cargaban el mulo y lo encaminaban al monasterio donde siempre era recibido con alabanzas. Y tanto era el provecho de las continuas entregas de mis compañeros, que los frailes brillaban de lucidos y me enviaban parabienes y bendiciones, pues pensaban que al contentarme aseguraban que su barriga no disminuyera de volumen, con lo que se les alzaba la cogulla por delante y les obligaba a caminar con las piernas separadas y los pies abiertos, mientras iba yo quedando enmagrecido y con el ánimo fláccido conforme el vigor acumulado en el encierro ibanmelo consumiendo entre todos.

Antes de transcurrido un año completo batí de nuevo el aldabón. Más bien era una llamada de angustia, según me encontraba. Acudió el hermano portero y no disimuló la grata sorpresa de hallarme, mas fue un primer instante ya que pronto perdió la complacencia. Tomó displicente la rienda e introdujo el mulo con su carga, murmurando que me quedase en la puerta a resultas de lo que dispusiese el prior, puesto que nada entraba ni salía sin su consentimiento. Cuya decisión, por boca del guardián, consistía en que, siendo evidente la voluntad del Señor al dotarme para alforjero, a fin de cumplir su voluntad y con sujeción a la obediencia debida a mi superior y al cumplimiento de la disciplina de la regla, reanudase la colecta de limosnas y ayudase a la comunidad desde fuera. Y me enviaba sus bendiciones.

Como ya me trajera dispuesta una decisión le mandé de vuelta comunicándole se buscase otro alforjero, pues éste se le declaraba eremita y marchaba a ocultarse del mundo en el lugar más solitario. Y no le agregué, para que no se le burlase Meliar, que sin ello ya le causaría enojos, que había jurado no volver a procurarme jamás ocasión de mujeres y guardar silencio, pues de tan prolija y vana palabrería me sobrevinieron siempre las desgracias.

Hallé el lugar solitario tan cabal como pensaba, seguro que alma alguna daría conmigo, apartado en un profundo bosque, al pie de pedregosa montaña, que en su seno me ofreció el seguro refugio de una gruta.

Cuan placentera me resultó la soledad, con sólo el rumor de las hojas, el trino de los pájaros, el murmullo del arroyuelo, el espejeo de la laguna donde se reflejaban las flores y las nubes. Árboles y arbustos me regalaban con sus frutos y me proveían de alimento frugal, que iba almacenando en la gruta. Le añadía la fineza del néctar de alguna colmena descubierta en el hueco de los añosos troncos. Y cuan deleitoso encontraba el transcurso de los días, contemplando en torno mío la gloria de Nuestro Señor, al que agradecía sus dádivas y benevolencias ocupando mi espíritu en larga y santa oración, rogándole por el mundo y ofreciéndole mi modesto sacrificio por el perdón de mis pecados y la salvación de mi prójimo.

Sentíame el más feliz entre todos los mortales cuando una mañana, al penetrar en la cueva para descargar una pesada espuerta rebosante de frutos, pues era época de recolección, me saludó la voz meliflua del buen Benito, cuyas personales vibraciones ya casi tenía olvidadas, capitán de mi particular legión de diablejos que se me aposentaran en los primeros tiempos del convento y creía ya alejados para siempre. ¡Vaya por Dios!, que allí lo tenía de nuevo conmigo, en una espera sonriente —la complacencia se le reflejaba en el rostro—, afectuoso y cordial, con la alegría del que encuentra a un viejo y querido amigo de otros tiempos. Y aunque le repliqué receloso no pareció inmutarse, pues no me olvidaba nunca —me decía—, sino que al dejarme bien encauzado luego de sacarme del convento —aún le divertía el recuerdo de la jugarreta del mulo—, se mantuvo ocupado con otros descarriados que porfiaban en perder salud y vida con cilicios y ayunos. Pero era el caso que Meliar le había reprochado abandonarme, porque su negligencia fue ocasión de que regresase de nuevo por los caminos de la virtud, tendencia que, a fuer de honrado y cabal diablo, sólo producía sinsabores y renuncias. Y para muestra, viérame pobre, cubierto apenas el cuerpo con jirones de burdos andrajos, los huesos pugnando perforar la oscura piel en reclamo de su libertad, el cabello y la barba ralos y crecidos como estopa, escondido en un cubil como airada fiera, hambriento, desaseado, y tal porfiaba en colmar mi desventura hasta ponerme de zarrapastroso como un porquerizo, con lo que abusaba de mi benevolencia, echando en olvido que al fin era mi huésped y con el tiempo le había tomado cierta confianza. Y aquí aparecía de nuevo, contento de hallarme, apesadumbrado de cómo me encontraba, dispuesto a reconducirme por el buen camino, que abandonarlo fuera chifladura mía. Y para conseguirlo trajo consigo a Jacobo, encargado de despertarme la soberbia, a Ludovico, para la gula, a Argimiro para el cuidado de la envidia, Federico en procura de la ira, a Orencio, Avelino, Críspulo, Sisinio, Arcadio, Salvio, Clementino, etc., hasta completar los seis mil y seiscientos y sesenta y seis, alegando la vieja amistad para que no me hiciera remiso, que mucho le importaba no bajar al tercer círculo, el de los que obedecen, cuando se encontraba asentado con gusto en el segundo, el de los que mandan. Pues el Primero correspondía al Soberbio, Meliar.

Le pregunté cómo siendo humilde eremita merecía atraer la legión completa y argumentó en réplica que sólo atendían los pecados de mayor merecimiento, que si hubiera de cuidar de todos los que el hombre es capaz, no encerrara el tercer círculo número suficiente para cubrir las atenciones a uno solo de los pecadores.

Y allí me trajo, cuenta aparte, a Jordino, un rijoso que todo él trascendía a incitación, el cual blasonaba que en cuestión de lujuria nunca fuera yo plato indigesto, sino capaz de devorar cualquier manjar que alcanzaran mis manos. Quien en adelante pobló mis noches con ensueños de vaporosas doncellas envueltas en transparentes tules, y aun sin ellos, mientras yo castigaba mis carnes con el látigo y me resistía a sus artimañas.

Pero una mañana reposada de octubre me sorprendió el inusitado sonido de esquilones. Me percaté de que no era sueño visionario cuando contemplé el paso tardo de algunas vacas. Huí en principio al recordar los peligros del mundo que me arrojaron al bosque. Confiaba, no obstante, en que se trataría de algún hato extraviado que fuera cruzando al paso. Mas hete aquí que pasado algún día las escuché de nuevo, y quise entonces conocer si acampaban perdidas o las dirigía algún vaquero, y para mi estupor descubrí que no vaquero, sino vaquera, y moza galana era, que en el arroyuelo se frotaba los incitantes muslos con manotadas de agua, que demostraba preocuparse mucho del aseo.

Escapé aturdido, sin dejarme ver, y en adelante la espiaba, cuando dormía o arreaba las vacas, mirándose en el espejo del agua, o bien practicando abluciones, pues parecía sentir el mayor placer refrescándose las carnes.

Azorado me encontraba con su presencia, aunque sin percatarme de la atracción, pues ya cada día me era habitual dedicarle un tiempo a observarla ocultándome entre la fraga, desde los tojos y los brezos, tras los troncos, pues su contemplación me acrecentaba el deleite y tal entusiasmo alcanzaba en viéndola bañarse que había de huir para no revelarme.

Con lo que se me azogó la paz; su pensamiento irrumpía entre mis oraciones, su imagen aparecía de continuo ante mis pupilas, aunque tuviera incluso escondida la cabeza entre los brazos y cerrados los ojos en un esfuerzo por olvidarla, atrayéndome, muy a mi pesar, como un imán.

Conturbado me sentía al saberme espoleado por los legionarios, y en especial por el Jordino, que apenas me dirigía la palabra, aunque su actitud, como siempre, trascendía obscena complacencia. Entre todos era éste quien me inspiraba el mayor recelo y disgusto. Sus camaradas de hueste solían comportarse más atentos y agradables, como si no tuvieran gran empeño en mortificarme, pensando, sin duda, que no era necesario añadir a la de las obras la humillación del gesto, por lo que hasta simulaban dispensarme algún afecto, siquiera fuese por aposentarse en mi propio hogar. Incluso Benito, el bueno del capitán, mostrábase afable y parecía encontrarse bien y divertido, gozando las delicias del bosque y la soledad. Llegaba hasta a maldecir a las gentes de los poblados, que consideraba complicados y artificiales, empeñados ellos mismos en crearse obstáculos, que después achacaban a defecto del prójimo. Y debo reconocer aquí que su punta de filosofía no resultaba disparatada.

Me esforzaba yo en ensalzarle las delicias del eremita, y razonaba que pudiendo vivir solo, ¿para qué vivir acompañado? Y en eso parecía estar de acuerdo, dispuesto a no abandonarme nunca si Meliar consintiera, que estaba seguro no lo haría, y por ello se lamentaba, pero cada uno es como es —decía—, y no cumple otra cosa.

Debo hacer constar que con ellos nunca quebranté mi juramento de guardar silencio, pues no nos eran necesarias las palabras para comunicarnos; conversábamos mediante el pensamiento.

El invierno, entre tanto, se anunció rotundo con un manto de nieve que al tercer día se aposentaba hasta en las hojas de los árboles. El bosque se sumió en un profundo silencio. Los animalillos permanecían agazapados en sus madrigueras, como yo en la gruta, rodeado de la hueste en expectativa, todos al abrigo del dulce calorcillo del fuego.

Pensaba si la pastora habría regresado con su hato a la querencia del lejano establo, o si la nieve la habría sorprendido, y andaría acurrucada entre las vacas, al amparo del calor de sus cuerpos o aterida y muerta por el frío. Pues muchos días habían transcurrido sin que la siguiera, y ahora luchaba con mi duda, mientras unos pensamientos me empujaban a salir en su búsqueda y prestarle ayuda como hermana, y otros me incitaban a olvidarla.

Acabó aquella lucha interna cuando se levantó la piel que cubría la entrada de la gruta y desde la blanca noche penetró en el interior la vaquerilla, luego de contemplar lo que desde allí se distinguía. Se acogió a las brasas, que atizó para revivirlas, pues le castañeteaban los dientes y más se parecía a un carámbano que a otra cosa. Sentí a su vista resurgirme la caridad, y hube de reprimir mi primera disposición de ahuyentarla, pues intuía una grave complicación con el Jordino sonriendo, aunque en verdad me encontraba yo mismo más preocupado por el egoísmo que por el servicio que debía a una criatura de Dios. Y esto sí era grave pecado. Así que añadí palos a la hoguera, para conseguir que las llamas cabrillearan sin demora; le di mi alimento, que devoraba, hasta regresarle la color rosada de su carne mientras se la frotaba con la nieve. No acerté a adivinar si pretendía asearse o reaccionar más deprisa: fuese cual fuese la intención, iba quedando de rosas.

Nos contemplábamos sin mediar palabra, ocupada ella en los masajes. Y con la misma naturalidad que debió de usar nuestra madre Eva en el Paraíso antes del pecado, dejaba ante mis ojos cuanto yo temía, haciendo vanos tantos esfuerzos realizados aquellos años para olvidar sin conseguirlo plenamente, pues las evocaciones me brotaban por entre los pliegues del sueño. Aquel diablejo lujurioso parecía morar en mí a perpetuidad y jamás lograría expulsarle.

Sonreía ella cándidamente mientras hurgaba con las suyas en mis pupilas, como si buscase mi aprobación, y me agradó que respetara mi silencio, pues ni una palabra había pronunciado. Prueba de humildad era que ablandaba mi corazón, mientras ella resurgía, renovada, desde la nieve y el fuego. Pronto se animó a conversar con gestos, descubriendo que los usaba tan gentiles y claros que le sobraban las palabras; a fe que resultaba gozoso interpretarla, pues parecía como si un rayo de gloria se hubiese aposentado en la cueva y el invierno se trocase en primavera, según me brincaban de alegres los pensamientos.

Dijo ser muda, lo que me complació porque desaparecía con ello el temor de quebrantar mi juramento, y que hacía tiempo se había percatado de mi presencia y de mi contemplación cuando se bañaba. Que había llegado próxima a la cueva en muchas ocasiones y conocía todos mis pasos, pero respetaba mi libertad y, pues ahora le daba cobijo cuando le era necesario, atizaba el fuego para que se calentase y había compartido con ella mi alimento, me brindaba lo único que entonces poseía y me considerase libre de tomarlo o dejarlo, pues no deseaba otra cosa que aquello que más gusto me diese.

Pasando entonces desde la naturalidad anterior al pecado a la intención incitativa posterior a la manzana, la galana vaquerilla comenzó a despojarse con deleitosa lentitud de sus andrajos. Aun siendo pocos me parecieron eternos. Y no me estaba mirando entonces por lo derecho, sino que de reojo esperaba descubrir mis reacciones, y sin duda se percataba de que me resistía, pues en aquellos momentos me acudían al recuerdo las burlas de Meliar y las setenta y dos legiones de demonios; ignoraba si los seis mil y seiscientos y sesenta y seis continuaban conmigo o se trasvasaron a otro eremita, pues no los sentía, aunque sí a Jordino, que no me abandonaba día ni noche, presente por los pensamientos lúbricos y los ensueños inciertos, y ahora se oponía enconado a mi resistencia, avasallador, pues lo distinguía danzando entre las llamas que a su movimiento se contorsionaban como lenguas de dragones enfebrecidos, con un juego de luz y sombras sobre la carne desnuda de la vaquerilla. Aunque era evidente que ella no lo distinguía, pues ningún recelo mostraba. Y era la cuestión que también yo llegué a olvidarlo conforme me subía la fiebre.

Reventó con un bramido de apocalipsis la represa que me contenía, como se derribarían las murallas de Jericó machacadas por el sonido de las siete trompetas de cuerno de carnero y el clamoreo de los israelitas, y me sepulté en las profundidades del abismo que se abriera ante mí. Y quede esto así, aunque duró todo el invierno, que según andaba de entusiasmado me pareció corto, y gracias que nunca fuera tacaño en almacenar provisión de alimento, que bastaron para los dos con la adición de la leche que proporcionaba una cabra mamía que llevaba el hato; su única ubre semejaba una pirámide invertida, y me despertaba la risa usar una sola mano para el ordeño, como si de media cabra se tratase.

Con los fríos del invierno se marchó nuestra paz: descubrimos un aciago día media docena de cermeños en pesquisa por el bosque, armados de picas y horquetas, hoces y guadañas, que producían temor. Y bien se reflejó el terror en la vaquerilla, quien se sujetaba contra mi cuerpo sin atreverse a abandonar la cueva, pues según me explicó la buscaban para matarla. Huyera del poblado donde la acusaron de brujería, sin que pudiera exculparse con palabras, siendo todo causado por las mujeres, pues algunos de sus maridos la perseguían por los pastizales mientras se hallaba apartada, o bien la sorprendían en el establo donde buscaba el calor de las vacas. Y habían determinado quemarla en la hoguera para liberar a los hombres de sus artes.

Algunos días más tarde dejaron el bosque arreando el hato, que se llevaron completo, menos la cabra mamía, pues abandonó a las vacas en busca de nuestra compañía en la gruta, para dormir y darnos leche. Que parecía reflejar en sus ojos la envidia mientras contemplaba nuestro baile nocturno en la vaga claridad de las brillantes ascuas.

Ya no había en nosotros sosiego ante el temor de que regresaran, lo que estaba ella firme en creer, después que encerraran el hato, y andábamos con mil precauciones para no delatarnos ni descubrirles nuestro refugio. Con lo que la inquietud me robaba el placer que tan generosamente me ofrecía. Sabía ella o adivinaba que, respetuoso con mi promesa, nunca buscaría ocasión de mujer y por eso me lo reclamaba y ofrecía, que en nada se mostraba remisa, y en justa correspondencia gozábame yo en no serle tacaño, con lo que ambos andábamos cumplidos y siempre en silencio.

Después de tantos años de disfrutarlo solitario e ignorado, se me ofrecía ahora el bosque poblado de invisibles enemigos, no ya de la legión de diablos que parecían haber abandonado el campo, quizás porque la fragosidad era mucha y no invitaba a la curiosidad. Hasta que un nuevo día vimos avanzar una fila de doce encapuchados. Tal llevaban de baja la capucha que sólo distinguían los pies del delantero para seguirle. Movíanse, pues, como gusanos, y llegué a pensar en principio que todos ellos debían de ser cegarritas, aunque después supe que lo hacían para no distraerse el pensamiento de sus propósitos. Y sin mirar adelante vinieron a topar con la piel que nos cubría la entrada de la gruta, y el que hacía cabeza, de céltica estatura y continente, rubio el cabello como heno, los ojos azules y el gesto severo transpirando autoridad, levantó el obstáculo y nos halló en el interior acurrucados, temerosos, sorprendidos como zorras en su cubil.

Se aposentaron con nosotros para reponer fuerzas, y se mostraron agradecidos por los frutos que repartimos y el ordeño de la cabra, con lo que se le desató la lengua al céltico que se intitulaba General de la Hermandad de los Halcones Peregrinos, compuesta hasta entonces por seis hermanos y seis hermanas, los cuales, en reposo o caminando, ocupaban lugares intercalados para mejor demostración de que entre ellos no había diferencias. Todos rezaban de tercerones, legítimos o bastardos, pues no distinguían, y consistía su credo en ser criaturas semejantes, que también aceptaban en la regla a los hijosdalgos, aunque ninguno se les sumara hasta el momento, y lo mismo mujeres que hombres, siempre por parejas. Apartados de cualquier título y fortuna se hospedaban en la religión militante y tan fundido con el ser lo llevaban que estaban dispuestos a emplear la cruz o la espada, según sirviera.

Se orientaban ahora sus pasos a protestar por encontrarse los Santos Lugares en poder de infieles, y a Tierra Santa se encaminaban de descubierta, con el ánimo de despertar las conciencias cristianas y sustituir a los infieles en la guarda de los parajes, bañados con las gotas divinas, sudor y sangre, de Nuestro Salvador.

Les servía como guía y norte en su camino una piedra que llamaban ceraunia, caída con el rayo, pero de aquel que cruzó los cielos y resquebrajó las tinieblas en el momento de la Expiración de Cristo, la cual había de conducirles hasta el mismo Gólgota, así fueran con los ojos vendados.

Inquirieron si deseábamos dejar la soledad del bosque para incorporarnos a la Hermandad y seguirles en la peregrinación, preguntando de paso si era doncella la vaquerilla; rompí el silencio de cinco años, pues obligado estaba siendo ella de natural muda, para contestar que casada no era pero que tan buena anacoreta resultaba como el que más, y allí estaba yo para dar fe. Cambié gestos con ella que consintió encantada en seguirlos, por el temor en que vivíamos del regreso de sus paisanos para arrastrarla a la hoguera, y siendo tiempo de interlunio me pareció propio ir donde ofrecían, ya que el bosque había dejado de ser tierra incógnita, sino que más bien amenazaba convertirse en camino de paso.

Como el tiempo corría, urgidos del santo deber, recogimos los alimentos y ordeñamos la cabra. La vaquerilla se despojó de los argamandeles dejando en la maniobra descubierto el abismo, para cambiarlos por el tosco sayal peregrino.

Tengo para mí que los seis hermanos me envidiaron, y en adelante ello fue motivo de displacer, pues las seis hermanas entraron en celos sabiéndose mejoradas. Y quede aquí. Sólo añadiré que, en rompiendo la marcha el gusano, el general entregó a la vaquerilla el gallardetón, que representaba la una punta a los hombres y la otra a las mujeres, y con una bendición nos recibió en la Compañía, pronunciando la sentencia de que entre los hermanos no existía el tuyo ni el mío, según constaba en la regla.