Epílogo

Alejandría, año 7 d. C.

Las calles de la ciudad habían sido inundadas por una torrencial lluvia de las que caían una vez cada cinco años. De la biblioteca de Alejandría, destruida por un incendio hacía algo más de cuarenta años, poco se había conseguido salvar. Marco Decio apretaba el paso, chapoteando entre los charcos, después de haber tomado notas para su maestro, que releía su obra completa en su alojamiento, en casa del prefecto Elio Galo, amigo personal y hombre cercano al divino Augusto. Marco no pudo evitar emitir una maldición malhumorada cuando un carro atravesó la calle a toda velocidad, empapando los papiros que atesoraba. Bueno, tampoco era tan grave, sólo eran notas, y llevaba la idea de lo que quería transmitir a su maestro en la cabeza.

Golpeó con fuerza la puerta y un esclavo nubio, de músculos prodigiosos y brillantes, abrió al enclenque estudioso, que prácticamente se escurrió entre sus piernas. No es que Marco tuviera prisa, al fin y al cabo las cosas están ahí para ser descubiertas y el tiempo es paciente; pero era un hombre nervioso que atesoraba su tiempo y consideraba irritante cualquier tipo de demora. Su carácter, no obstante, se atenuaba cuando estaba entre papiros y examinaba los textos con pulcritud y paciencia.

El maestro Estrabón había viajado en innumerables ocasiones, había recorrido todo el imperio para dar forma a la obra que ahora daba por concluida y que describía a todas las gentes conocidas sobre las que el divino Augusto gobernaba, alumbrando al mundo como una antorcha en la noche.

Marco entró como un tifón en la habitación del maestro. Pero cuando fue a hablar, Estrabón, sentado en su escritorio, levantó un dedo pidiendo silencio. Marco no se movió durante el tiempo que el maestro mantuvo el dedo alzado mientras ojeaba los documentos que tenía delante. Luego, lentamente, el griego bajó el dedo y miró al recién llegado.

—¿Qué me traes, querido Marco?

—Algo asombroso, señor.

—Pocas cosas hay ya que me sorprendan, joven amigo. Pero siéntate y cuéntame. ¡Ah!, y lo que tengas que decir, dilo en griego, por favor. El latín es demasiado técnico, muy útil para llevar inventarios y contar tropas, pero poco, cómo diría yo… eso es, sí, poco poético.

Marco tomó asiento en una silla de tijera, cómoda como la que más, pero por las posturas que adoptaba el romano cualquiera podría decir que estaba llena de pinchos.

—¿Recordáis, señor, cuando estudiamos las tribus de Hispania?

—Por supuesto.

—Bueno, pues cuando comenzasteis con vuestro trabajo, los cántabros eran un pueblo temido y guerrero y ahora yacen subyugados al poder de Roma por el divino Augusto.

—Sí, tuve noticias de toda la guerra. Fue realmente cruenta.

—El divino Augusto tuvo que emplear ocho legiones y hasta diez años para conquistar aquel minúsculo territorio, cuando el divino Julio Cesar, su padre, tardó la mitad de tiempo y necesitó tan sólo tres legiones para conquistar la extensa Galia y parte de Britania. El divino Augusto tuvo incluso que enviar a su yerno, Agripa, a organizar la campaña, ya que las invencibles legiones, aterrorizadas, se negaban a entrar en territorio cántabro. Recordad que Agripa tuvo que llegar al extremo del diezmo, a matar a uno de cada diez soldados para instaurar disciplina entre sus hombres, y acordaos de que a la I Legión Augusta, la mejor y más aguerrida de todas, se le retiró el nombre de Augusta por cobardía.

—Te noto muy excitado, Marco. ¿A dónde quieres ir a parar?

—¿Recordáis cuando escribimos sobre ellos y sus costumbres?

—Cómo no.

—¿Y recordáis cómo nos llamó la atención que aquellos bárbaros, a diferencia de otros, tenían en ocasiones nombres parecidos a los griegos, que se casaban con una sola mujer, como los griegos, que desde niños eran entrenados para la guerra, que no entendían la vida sin la lucha y que, como los espartanos, vivían en una especie de ginecocracia donde las mujeres heredaban la tierra y era el hombre quien ofrecía la dote y no al revés?

—Sí, sí, Marco; lo recuerdo. Me aturdes.

—También recordaréis que, al igual que los espartanos, los cántabros hacían sus reuniones al amparo de la luna llena. En aquella ocasión dimos con un texto de Asclepíades de Mirlea que decía que los espartanos habían conquistado Cantabria y él mismo admitía haberse basado en fuentes anteriores, ¿recordáis?

—Sí, pero eso ya lo hemos referido en nuestros textos. La nota era escueta y no es necesario ahondar en ello, ya que parecen ser meras suposiciones. Al fin y al cabo, en él atribuye la conquista a la época arcaica, cuando Antenor, el troyano, fue a la península Itálica.

—Sí, maestro; pero yo creo que Asclepíades se equivocó de época y que la confusión con la era arcaica tiene una explicación.

—¿Y qué te hace pensar tal cosa?

—Asclepíades habla de una ciudad llamada Okelas que está, o más bien estaba, situada en Cantabria y habla de su fundador, un tal Okela. Pues yo tengo razones para pensar que fue una persona de carne y hueso: un lacedemonio. Así como Antenor aparece en la Ilíada, el nombre Okela, no aparece en ningún otro texto.

—Pero, Marco, el hecho de que ese nombre sólo aparezca mencionado una vez indica seguramente que es un personaje inventado, ¿no crees?

—También podría significar todo lo contrario, ¿no? He encontrado un manuscrito, copiado de otro original griego de un tal Adrastos de Helos. Un intrépido y glorioso navegante que recorrió el mediterráneo llevando, dice, a un grupo de espartanos hasta la desembocadura del gran Híberos durante la segunda guerra contra los persas. Si a esto le añadimos el segundo oráculo dado por Delfos en el que exhorta a los lacedemonios a buscar las fuentes del Nilo de occidente y a fundar allí una nueva Esparta, tendríamos el porqué de la enconada resistencia de aquel pueblo del septentrión hispano que habéis descrito en no pocas ocasiones como un pueblo que lleva una vida espartana.

—Eso es tan solo una forma de hacer referencia a su austeridad y a su amor por la guerra, nada más. Sólo pretendo hacer entender a quién lea mi obra cómo se comportan esos bárbaros.

—Pues yo opino que hay razones para creer que son descendientes de los espartanos que, hace quinientos años, buscaron una tierra en la que asentarse en las fuentes del río siguiendo el oráculo.

—Eso son sólo conjeturas, Marco.

—No, señor. Hay pruebas. Diodoro Sículo habla de la presencia de un grupo de espartanos en Sicilia durante la tiranía de Gelón. ¿Por qué iban a estar allí si tenían a los persas a las puertas de Grecia?

—Eso no es algo que nos incumba, y además Diodoro Sículo era un charlatán, no un historiador, capaz de cualquier cosa por dar importancia a sus relatos.

—¿Y qué me decís de las leyendas de Córcega? Allí creen que un licántropo sediento de sangre recorre sus bosques matando a todo el que se aleja de un poblado.

—Esas son leyendas que existen en todos los pueblos, Marco, y lo sabes.

—Pues Adrastos de Helos dice que, en Córcega, se quedó un soldado espartano jurando venganza por su compañero muerto.

—Nunca había oído hablar de los escritos de ese hombre y sabes que no doy crédito a según qué escritores. Te he dicho mil veces que no te creas todo lo que lees, hay que analizar y pensar por uno mismo. Las cosas no por estar escritas son ciertas, aunque a muchos se lo parezca.

—De acuerdo. Dejemos al tal Adrastos de Helos a un lado. ¿Recordáis el estandarte de los cántabros? ¿Recordáis que nos parecieron cuatro lambdas opuestas entre sí?

—Lo recuerdo, Marco, lo recuerdo.

—¿Y cuál es el símbolo de los espartanos?

—La lambda, sin duda.

—¡Pues ahí está! —concluyó Marco por fin descansado.

—Pero muchos símbolos son comunes a pueblos muy distantes entre sí, eso no indica relación alguna.

—Son demasiadas coincidencias, maestro.

—¿Y qué quieres hacer con toda esta conjetura tuya?

—Pues incluirlo en la obra, darlo a conocer al mundo.

—Mira, Marco… esta es una obra de geografía, no hay lugar aquí para la historia y mucho menos para conjeturas poco creíbles que pueden desprestigiar el trabajo de una vida.

—¡Pero maestro!

—No insistas, Marco: no lo incluiremos. Si quieres pasar por loco con esas absurdas ideas, escribe tu propio libro.