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Los habitantes del poblado de Erudino habían coreado el nombre por el que conocían a Okela hasta quedar afónicos. Kórkota estaba en boca de todos. Los que habían venido de otros valles y montañas para unirse a la expedición habían partido después del reparto del botín hacia sus hogares. Iban orgullosos y ufanos de su poder. Blendios, cóncanos, tamaricos, orgenomescos… todos intercambiaban téseras de amistad y juraban volver a verse al año siguiente para repetir la gesta. Abrazos y risas sazonaban el reparto. Por la noche, el poblado entero celebraría el regreso de sus seres queridos, llorarían a los caídos y se regocijarían ante la abundancia que ese año les sacaba de la miseria y el hambre. Anjara recibió a su esposo con ansia. Deseaba besarlo, mimarlo y cuidarlo. Sus pechos habían crecido un poco y su vientre también. Y, aunque imperceptible bajo su túnica, lucía al desnudo la curva que indicaba la proximidad de una vida. Hicieron el amor con sumo cuidado en la intimidad de la casa de Erudino. Ella no dejó de mirarle a los ojos, complacida de su triunfal regreso. El futuro era posible.

La algarabía y el júbilo contrastaban con la cara seria e impasible de Telamón. Casandra había llorado durante días la muerte de Onomácrito y, cuando se lo contó al joven médico, nada más verle, el muchacho pareció no inmutarse. La siracusana buscó con sus brazos el torso de su amigo para encontrar sosiego y le pareció estar abrazando un roble inmutable. Telamón no decía nada. Miraba al infinito. Apretaba con fuerza la mandíbula y los puños. Una lágrima surcó sus mejillas. No era pena, era rabia e impotencia. El único dique que contenía el torrente de su odio hacia el korkótida vagaba ya por el Hades y Telamón buscó de nuevo un culpable para su pérdida. ¿Quién sino el espartano? ¿Quién sino él era culpable de la muerte de su mentor y maestro aunque fuese de forma indirecta? El viaje, los peligros y el frío a los que habían sido sometidas las últimas fuerzas del anciano eran producto de las decisiones de un hombre obcecado con su gloria.

Casandra y Telamón se adentraron silenciosos en la tosca vivienda donde el viejo había exhalado sus últimos suspiros. Aún pudo Telamón cerrar los ojos y sentir la presencia de su maestro, aún pudo distinguir su olor mezclado con el de la nefasta enfermedad. Ambos se sentaron en silencio, sumidos en sus profundos pensamientos mientras el poblado bullía con actividad y risas que anunciaban festejos para la noche. En el corazón de Telamón se desataba una silenciosa tormenta. Nada parecía quedarle ya por lo que vivir. O quizá sí.

—¿Cómo fue, Casandra? —preguntó rasgando la cortina de silencio que les separaba.

—Llevaba días quejándose de dolor en los huesos y tosía hasta quedarse sin aire.

—¿Qué hicisteis con él?

—Entre varias mujeres me ayudaron a hacer una pira y en el valle entregamos su cuerpo a las llamas.

—¿Le disteis una moneda para el barquero?

—Sí.

De nuevo se hizo el silencio. Casandra quiso calmar el dolor del muchacho acurrucándose junto a él y acariciándole el pelo. Pero a pesar de todo, su mente obsesionada sólo buscaba un momento propicio para pedirle el filtro de amor que acabaría con sus angustias. Esa noche, en la que kantabroi y espartanos celebrarían el glorioso retorno, era el momento perfecto para embaucar al espartano, para hacerle beber el caldo de Eros con la fácil excusa de la celebración de su triunfo. Él se rendiría a sus pies, la declararía su amor y ella sería una mujer dichosa por siempre.

—Telamón —dijo buscando la atención del joven, quien, como toda respuesta, simplemente alzó la mirada—. Debo recurrir a tu magia o también yo moriré.

Los ojos del muchacho se clavaron en la siciliana. Ni una mueca decoró su impávido semblante. Los instantes de denso silencio que siguieron supusieron una tortura interminable para Casandra que, por un lado, sentía que traicionaba a su amigo con su petición y, por otro, aguardaba una respuesta que de ser negativa hundiría en su borrascoso corazón la nave de su única esperanza.

—Vete. Vuelve cuando haya anochecido —respondió él sin más.

Casandra se sintió ruin, traidora y sucia cuando abandonó a Telamón a su soledad. La siracusana pasearía su delicado cuerpo atormentado por un lugar inundado de alegría hasta que pendiesen del cielo las innumerables estrellas. Ni siquiera la imagen de verse felizmente abrazada a Okela antes de que despuntase el nuevo día aliviaba su pesar por haber utilizado a un Telamón sumido en la pena. Sintió ternura de madre por el muchacho. Quiso volver para confortarlo, pero no tuvo valor. Vagaría sin rumbo hasta la noche como las almas por el Hades.

A medida que el sol se ocultaba y la noche iba cubriendo lentamente la tierra con sus tinieblas, el poblado se llenaba de sones alegres, de cánticos y celebraciones. Tambores, flautas y risas envolvían el ambiente.

Telamón, en su pequeña morada, solitario, sumido en un mundo de sombras y a la luz de una escasa lumbre, iba machacando en un cuenco la letal pócima que pondría fin a la vida del korkótida. No había tardado mucho en recoger lo que necesitaba: hojas de tejo para matar y endrinas para suavizar el amargo sabor del bebedizo y hacerlo dulce. Había suficiente para acabar con un caballo. Él estaría consolando a Casandra antes de que el sol volviese a nacer.

La repentina presencia de la bella siracusana le sobresaltó por un instante. Se miraron.

—Aquí tienes —dijo extendiendo el cuenco hacia Casandra.

—Telamón…

—No digas nada. Haz lo que tengas que hacer y déjame.

Casandra tomó en sus manos el preciado líquido; como una madre que coge por vez primera a su primogénito. Sonrió con tristeza. Lamentaba profundamente el daño que había podido causar a su amigo, pero ahora tenía en sus manos la salvación de su corazón herido. La bella muchacha salió del chamizo a buscar el amor, tan feliz como triste, dejando de nuevo al joven médico en su silencioso universo para unirse a la algarabía que reinaba en todo el castro.

Telamón se recostó en el camastro de paja que había sido testigo de los últimos momentos de su mentor y comenzó a revolverse intranquilo sin encontrar postura para el reposo. Notó algo duro bajo el lecho que le incomodó. Maldijo a los dioses. Su mano se perdió en la paja para deshacerse de lo que fuese que impedía su descanso. Pero no era un simple bulto, sino dos planchas macizas de cerámica escritas en griego. Las primeras palabras no dejaban lugar a dudas. Eran los últimos pensamientos de Onomácrito, e iban dirigidos a él. Como si hubiese sido aguijoneado, se abalanzó con ellas sobre la lumbre, ávido por devorar las últimas palabras del maestro.

«Mi querido Telamón, la fría vejez entumece ya mis miembros y siento cerca el fétido aliento de la muerte. Brazos y piernas ya no responden a mis súplicas y mis pulmones tosen deshechos…».

Los ojos del joven comenzaron a nublarse y a verter saladas lágrimas que recorrían sus mejillas hasta la boca.

Casandra caminaba despacio entre la alegre muchedumbre del castro buscando al hombre que amaba. El involuntario codazo de un bárbaro a punto estuvo de derramar sobre el suelo su última esperanza. Repuesta del sobresalto, buscó a Okela con la mirada. Allí estaba, a tan solo diez pasos, frente a una gran hoguera, rodeado de gente dichosa. La muchacha se quedó inmóvil observando al espartano que reía con Jantipo y Pantites brindando por la victoria. Apareció Anjara a lo lejos y se encaminó hacia él para besarle y aferrarse a su brazo. La cántabra era feliz. Casandra dio un paso dubitativo en dirección a ellos pero se detuvo súbitamente. ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué dios le daba derecho a arrebatar a todas aquellas gentes la felicidad en beneficio de la suya propia? ¿Quién la empujaba a romper la armonía que reinaba entre todos los presentes? Pero ella quería amar. Y quería ser amada. Quería dar y recibir los dones de Afrodita. Quería ser dichosa como la cántabra y como la mujer llamada Kalisté. Con el corazón palpitante y el estómago turbio, Casandra dudó.

Ante la lumbre, Telamón, consumido en quedo llanto, consiguió seguir leyendo.

«… No sé, querido aprendiz, si volveré a verte, porque mi momento se acerca y tú estás lejos. Tan solo pido a los dioses que me concedan aliento suficiente para escribir y sabiduría para poder llegar con mis palabras a tu conciencia. Eres un buen muchacho. Con eso debería quedar todo dicho. Si alguna vez quise tener un hijo, ese hijo hubieses sido tú. Pero abandono este mundo preocupado y lleno de temor por ti, porque el odio y el amor han encontrado un lugar en tu pecho y libran una lucha desigual en la que, sin guía, sólo puede ganar el primero. El odio es de las bestias inconscientes, pero para el hombre odiar supone una decisión, la última decisión consciente antes de convertirse en bestia. No hagas sentir a este pobre anciano, allá donde esté, la tristeza de pensar que el árbol que ha plantado con cariño se retuerce sobre sí mismo, que no produce verdes hojas y que su fruto se agria. No traiciones a los dioses que a través de mí te han concedido los dones de Apolo y su hijo Asclepio. Casandra y tú sois dos almas solitarias que se necesitan y se comprenden. Da tiempo al amor, y confía en mis palabras: ese amor llegará solo. Ten paciencia. El destino os empuja al uno hacia el otro. Casandra sufre por un amor imposible, un amor juvenil. El amor adulto conoce sus limitaciones. Mientras ella esté atrapada en esa pequeña demencia seguirá siendo una niña, pero despertará y será entonces cuando se convierta en mujer, será entonces cuando te busque y, cuando abra los ojos, ahí estarás tú para amarla. Pero debes preparar tu corazón y purificarlo, porque hasta la miel más dulce se echa a perder en un vaso sucio».

La joven siracusana vio a Anjara dejar a su esposo y bailar al son de las flautas, los tambores y los aplausos alrededor de la hoguera. Sólo las nauseas producidas por su embarazo, detenían su danza durante breves instantes, pero tras una pausa proseguía con el alegre baile. No, no destrozaría un amor con otro. Si quería ser amada, podía serlo, sólo tenía que entregarse a Telamón. Pero, ¿cómo amar? ¿Acaso se puede aleccionar al corazón? ¿Cómo sentir esa ardiente pasión que la había consumido? ¿Cómo sentirla por el joven Telamón? De repente se dio cuenta. La solución para amar sin medida al muchacho que había cuidado de ella desde hacía casi un año estaba, literalmente, en sus manos. Observando ensimismada el bebedizo, sonrió. La esperanza y la alegría invadieron de nuevo el alma de Casandra, amaría y sería amada. Después de todo, ¿qué es una mujer sin amor sino una triste y desdibujada sombra de sí misma? Volvió feliz sobre sus pasos y se sintió renacer. Según el mismo Telamón había explicado, era la primera persona a la que viese de quien quedaría irremisiblemente prendada. Llegaría a casa del muchacho y, antes de entrar, cerraría los ojos y bebería hasta la última gota. Luego descorrería la lana que hacía las veces de puerta y se entregaría a él dichosa. Ambos serían felices como parecía serlo el mundo entero a su alrededor. La muchacha estaba enamorada, sí. Enamorada del amor.

Telamón sintió un fuego renovador en su alma. Seguiría leyendo las palabras de su mentor más tarde. Ahora tenía que acabar con su locura, salir de la choza y buscar a la siracusana, derramar la mortal pócima en el suelo y honrar a su maestro, buscar la sabiduría, sosegar el alma, crecer por dentro. Se incorporó bruscamente en el preciso instante en el que Casandra, con los ojos cerrados y sonriendo, entraba en la estancia. Mil sentimientos contrarios revolotearon en el estómago del médico.

—¿Telamón? —dijo la bella muchacha.

—¿Lo has hecho? —dijo Telamón con voz temblorosa.

—No —repuso la siracusana abriendo los ojos—. Quiero amarte a ti.

Telamón se acercó a ella. Enmarcó sus mejillas con las manos. Cerró los ojos y besó los labios por los que tanto había suspirado. La siracusana no le negó el beso y se entregó apasionada.

Telamón tardó unos instantes en reconocer el dulce sabor a endrinas en la boca de su amada. Ella se apartó un poco y, sin poder articular palabra, se llevó las manos al vientre. Un gesto de intenso dolor afeó su cara. Cayó de rodillas. Palideció mientras su delicado cuerpo luchaba, mediante inútiles arcadas, por rechazar el letal bebedizo que ahora se apoderaba de sus venas. Telamón la observó horrorizado y entonces comprendió. Se abalanzó sobre ella como un huracán, y le metió dos dedos en la boca para provocarle el vómito.

—¿Qué has hecho? —repetía el muchacho continuamente—. ¿Qué has hecho? —le preguntaba a la mujer que amaba—. ¿Qué has hecho? —se preguntaba a sí mismo.

Casandra comenzó a vomitar espuma blanca. Cayó al suelo boca arriba y sin fuerzas. Sus miembros comenzaron a temblar espasmódicos y sus ojos ardientes, abiertos al máximo, no enfocaban ninguna forma. Telamón, arrodillado, oprimía el vientre de la muchacha con todas sus fuerzas. De nada sirvió. El bello cuerpo dejó de temblar súbitamente, privado ya de toda vida; sin aliento. Telamón cerró los ojos y se maldijo entre lágrimas golpeándose el pecho. Luego se inclinó y beso con delicadeza los labios fríos e incoloros que hacía unos instantes habían sido ardientes y encarnados. Se acurrucó al lado del cuerpo sin vida de Casandra y la abrazó impotente. Sintió deseos de dejarse morir. No volvería a amar. No volvería a odiar.

El sonido de las flautas y los tambores que llegaban amortiguados por las paredes de la humilde morada se fueron apagando hasta que el silencio se apoderó de todo. La potente voz de Okela llenó la noche.

—Espartanos, hace ya un año que salimos de nuestra sagrada tierra en busca de otra que nos viera renacer. Muchos son los peligros a los que nos hemos enfrentado y muchos los amigos que han caído jalonando con su sangre nuestra ruta hasta estas bellas montañas. Aquí dice Apolo que debe renacer Esparta. Aquí estamos y aquí renacerá. Vosotros sois la semilla elegida por los dioses para que el poderoso roble de nuestras tradiciones germine. Y germinará entre estas gentes y en esta tierra benigna y sagrada que nos ha sido encomendada. Sé que muchos volvéis a menudo la vista atrás, a todo lo que hemos dejado en Lacedemonia: mujeres, hijos, padres y las tierras de nuestros antepasados. Sé que en vuestros sueños veis Esparta aún en llamas. Y yo os digo que sí, que Esparta aún está en llamas, pero no arden ya sus edificios, sino que ese fuego está en vuestras almas, y esas llamas que todo lo devoran se extienden ya por otros corazones: los de estos bárbaros con quienes ahora convivimos. Puede que a medida que las generaciones se vayan sucediendo se olviden aquí nuestros nombres, nuestras hazañas y nuestra lengua, y es seguro que nuestra sangre se diluya, pues nuestros hijos deberán nacer de bárbaras y ellos a su vez deberán buscar esposas bárbaras; pero lo que no desaparecerá nunca de estas verdes montañas es nuestro espíritu. El espíritu que enarbola con orgullo el honor de las armas, aquel que, como hombres libres, nos obliga a amar nuestra tierra, que ahora es ésta, y a defenderla, pues sólo la tierra es garante de libertad y es la libertad lo único que realmente posee el hombre. Y, algún día, cuando los nietos de nuestros nietos deban enfrentarse a poderosos enemigos, alguien dirá: «Esos son sin duda los descendientes de Esparta. Son esos los que no admiten yugo, los que no se arrodillan los que mueren antes de ser esclavos, los que sonríen desafiantes al peligro, los que le hacen muecas a la muerte, los que no temen a nada ni a nadie». Espartanos; este es el final de nuestro viaje. Final: sin duda otra palabra para decir principio.