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Veinte jóvenes vacceos acompañaron esta vez a la comitiva de ancianos portando cada uno de ellos una jaula, todas ellas repletas de las palomas capturadas. Expectantes, las mujeres abarrotaban los parapetos de la muralla incapaces de oír lo que se decía en la extraña asamblea. Palomas. Qué petición tan absurda cuando la vida de hijos y maridos pendía de un finísimo hilo.

Okela observó las jaulas y, satisfecho, ordenó que se llevaran al campamento. La entrevista tenía como telón de fondo las cruces y las caras dolientes de los que sufrían en ellas.

—¿Hablarás ahora con nosotros? —preguntó el anciano.

—Por supuesto —repuso Okela secamente.

—Estamos dispuestos a intercambiar lo que queráis por nuestros guerreros. Al fin y al cabo somos comerciantes, tenéis algo que nos interesa y si estáis aquí es porque nosotros tenemos algo que os interesa a vosotros.

—Dices bien, noble anciano; vuestros hombres tienen un precio. Una carreta con bestias de carga por cada uno de ellos, repletas de víveres. Así de simple. Cumplid y desapareceremos de vuestras tierras, no lo hagáis y vuestros guerreros morirán lentamente ante vuestros ojos y todas vuestras tierras serán devastadas.

El anciano se volvió hacia sus acompañantes, quienes formaron un corro y debatieron acaloradamente, haciendo aspavientos unos y mostrando resignación otros, hasta que el portavoz de todos ellos volvió a dirigirse al espartano.

—Muy bien, extranjero: tendréis lo que pedís. Pero como acto de buena fe rogamos que desatéis a nuestros hombres y que nos deis tiempo para reunir lo que solicitáis.

Los vacceos fueron desatados y puestos bajo custodia a medida que los ancianos se iban retirando a la seguridad de sus murallas.

—No ha sido tan difícil —observó Noreno.

—Han accedido demasiado rápido —repuso Okela—. Pero esperemos que cumplan, por su bien y por el nuestro.

Los días se fueron sucediendo, cuatro en total, y no había señal de lo prometido. Okela comenzó a temer que únicamente pretendían ganar tiempo con la excusa de reunir cuanto se les pedía, así que ordenó que los prisioneros fueran de nuevo llevados a las cruces. No hizo falta atarlos a todos. Los gritos y ruegos de las mujeres comenzaron a oírse y poco después la puerta del castro se abría pesadamente dejando entrever la aparición de la primera carreta, tirada por dos poderosas bestias de carga que caminaban lentamente azuzadas por un muchacho. Detrás de aquella venía otra, y luego otra, hasta convertirse en una auténtica columna de abundancia. Los kantabroi estallaron de júbilo; de nuevo Kórkota lo había conseguido. Los poderosos vacceos se rendían, les entregaban el producto de su sudor que podrían llevar de vuelta a sus hogares. Ni siquiera veinte años de trabajo de todos los presentes hubieran sido capaces de producir tal abundancia en las montañas.

A medida que las carretas iban llegando a las líneas espartanas, la lona que las cubría era retirada para comprobar el cargamento. Harina, recipientes con miel, fardos de carne seca, vino y otros muchos productos alegraban la mirada de todos los que iban entrando. Okela ordenó que se liberase paulatinamente a los prisioneros, que, una vez en el suelo, se encaminaban como podían hacia las puertas de su poblado. Las madres y las esposas lloraban de alegría ante el feliz reencuentro y los ancianos miraban impasibles desde las murallas. Las puertas del castro se cerraron de nuevo cuando todos los prisioneros estuvieron a salvo.

Okela había ordenado que no se tocase nada de lo entregado, ya que aquellos productos debían llegar intactos a las montañas, a donde volverían cuando despuntase el alba. Sólo la casualidad de una piedra en el camino y la debilidad de los ejes de las ruedas de una de las carretas les hicieron ver que habían sido engañados por los vacceos. La carreta se desplomó pesadamente emitiendo un crujido y las tinajas y sacos que cayeron al suelo se quebraron y rasgaron dejando ver lo que en realidad contenían. Las tinajas, que en su superficie parecían contener vino, miel y cerveza, estaban repletas de piedras y sólo de la cantidad de líquido suficiente como para ocultarlas y desprender el olor de cada sustancia. En cuanto a los recipientes que parecían llevar harina, sólo había que rasgar un poco la superficie para ver que debajo del polvo blanco había tierra.

La incredulidad dio paso a la rabia y al desconcierto. Okela cerró los ojos para aplacar su cólera. Su mejor arma, los prisioneros, habían sido entregados. La fortaleza era más inexpugnable que nunca, ya que su defensa ahora era más factible gracias a los cerca de quinientos guerreros que él mismo les había brindado. Los kantabroi se quejaban amargamente, muchos amenazaban con volver a sus tierras. Decían que la expedición había sido una locura, y ahora que tanto esfuerzo no había servido de nada la disciplina comenzó a resquebrajarse mientras rompían tinajas y rasgaban sacos, incrédulos ante el ardid de los vacceos que reían a carcajadas desde sus murallas. Los kantabroi se sentían ridículos, menospreciados, como siempre. Pero las risas de los vacceos no tardaron en remitir y fueron mudando en gritos de alarma. En diferentes puntos del poblado comenzaron a surgir pequeños incendios que se extendían con rapidez de casa en casa.

Nadie se había percatado de que, de una a una al principio, luego de dos en dos y después de tres en tres, decenas de palomas surcaban los aires en dirección al poblado. Las palomas siempre vuelven a su lugar de procedencia. Okela, cargado de rabia, había ido al lugar donde se mantenían encerradas las aves y les había atado a las patas pequeñas cuerdas que acababan en teas ardiendo. Viendo lo que hacía su comandante, Jantipo y Pantites se apresuraron a ayudarle. Las palomas, intentando huir del fuego, buscaban refugio en sus nidos y escondites; cuando las llamas se extendían, saltaban de casa en casa avivándolas con sus aleteos sin saberlo y sembrando el caos y la destrucción. El intenso calor hacía el resto.

La disciplina se restituyó entre los kantabroi, aunque sólo fuese por pura admiración hacia los ardides de su jefe y por la impresionante escena que presenciaban. Por la noche aún se veían algunas llamas en el poblado, pero, o bien el fuego había acabado con todo lo que podía devorar, o bien los vacceos habían logrado sofocarlo. Sea como fuere, Okela se reunió con sus lugartenientes. El castro debía caer, y caería como había caído Troya. Esa misma noche se esconderían en las carretas y simularían haberse marchado. Tarde o temprano los bárbaros las meterían de nuevo en su poblado, y de ahí, como Odiseo, saldrían y los aplastarían en su propio recinto. Sin misericordia.

Pero los espartanos nunca llegarían a saber si el nuevo plan del korkótida hubiera sido un éxito, porque las puertas del castro se abrieron a la mañana siguiente y de él comenzaron a salir mujeres y niños que, con un lento y pesado caminar, portaban tinajas, pieles, cestas repletas de harina, y todo tipo de tributos que dejaban a medio camino entre la puerta del castro y los sitiadores. Caminaban agotados y negros de hollín, derrotados y cabizbajos. La procesión duró hasta bien entrada la tarde. Lo habían conseguido.