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La marcha nocturna fue agotadora. La luna estaba próxima a concluir su ciclo creciente e iluminaba el vasto y rico territorio. Sin aquella luz la marcha hubiera resultado mucho más difícil. Okela era consciente de que estaba pidiendo a los kantabroi una acción complicada y agotadora, una pirueta imposible, especialmente después de la cruenta batalla librada hacía escasas horas. Pero la psicología es una parte importante en la guerra, y pretendía llegar a las puertas del castro vacceo antes incluso de que les llegase la noticia de la desastrosa derrota.

El lacedemonio comenzó a desesperarse por la lenta marcha de la columna. Así como los espartanos avanzaban incólumes, los kantabroi mostraban serios signos de fatiga debido al esfuerzo y a la falta de sueño. Pero la peor parte, sin duda, la llevaban los prisioneros, humillados y cansados por un día entero de lucha y derrota. La columna tuvo que hacer un alto para que todos recuperaran el resuello.

El korkótida decidió seguir avanzando con la caballería y los hoplitas espartanos. Había que llegar, lo de menos era cuántos llegasen. Jantipo, Pantites y Menón se quedaron con el grupo que descansaría hasta el alba, mientras que Noreno y Okela seguirían adelante. De nuevo el cántabro mostró sus dudas respecto a avanzar tan deprisa y con tan pocos hombres, pero el espartano le hizo comprender que debían llegar ellos antes que la noticia para que el efecto en la moral de los vacceos fuera devastador.

Libres del lento paso de la agotada columna, y a una orden de su general, el pequeño contingente espartano reanudó la marcha a paso ligero, como si se acabaran de despertar de un sueño reparador, acompañados por un acompasado sonido metálico que se magnificaba en la noche. Noreno y sus jinetes, desde las grupas de sus caballos, observaban a aquellos hombres con admiración y devoción. El jefe de los jinetes soñó con seguir el ejemplo de los espartanos y convertir a su pueblo en guerreros como los que tenía delante: impasibles ante el dolor, el calor, el cansancio, el frío y el miedo. Con Kórkota como caudillo era posible. Unificar a todos los pueblos de valles y montañas bajo un mismo estandarte, abandonar las luchas intestinas y ser temidos y respetados, no sólo por los pueblos vecinos, sino también por pueblos que ni siquiera conocían. Podían ser grandes.

El frescor de la mañana se disipó rápidamente y el sol volvió a castigar con fuerza a hombres y bestias. La agotadora marcha concluyó por la tarde cuando, después de atravesar un mar de trigo, llegaron a divisar el gran castro vacceo. Las gentes que recogían la cosecha de los alrededores buscaron la protección del castro cuyas puertas se cerraron nada más divisar el pequeño contingente. Desde la posición que ocupaban kantabroi y espartanos podían oírse los gritos de alarma que suscitaba su presencia.

El asentamiento era el más grande que habían visto desde que salieran de Sicilia. Descansaba sobre una montaña, y en partes estaba protegido por escarpados acantilados. La muralla que lo circundaba tenía una base de piedra sobre la que se erguía una empalizada. La presencia de curiosos en lo alto de la empalizada daba a entender que existía un parapeto. La pequeña montaña que dominaba el entorno suavizaba su caída hacia el este, donde se encontraba la puerta principal de acceso flanqueada por sendas torres de madera. Fue allí, a dos estadios del acceso principal, donde Okela decidió establecer su campamento hasta que llegase el resto del contingente.

—Es inexpugnable —se lamentó Noreno.

—Nada es inexpugnable. No se esperaban que llegásemos aquí tan pronto; podemos considerarlo otra victoria más. Piensa lo que estarán debatiendo ahora mismo los ancianos del poblado —expuso satisfecho—. Esperaremos a que lleguen los demás. Y si no podemos entrar habrá que pensar en la forma de hacerles salir.

Lo que restaba de tarde se invirtió en recorrer el recinto, en buscar los puntos débiles de la fortificación y en trazar un mapa mental de la desigual fortaleza. Así como un lobo recorre lentamente las inmediaciones de un corral, sabedor de que su sustento se encuentra dentro, aunque fuera de su alcance, tan cerca y a la vez tan lejos, y olisquea los recovecos buscando una forma de hacerse con lo que desea, así recorrió Okela el recinto amurallado de los vacceos. Asaltar con tan pocos hombres un lugar así era una tarea complicada. Estaba claro que tras la batalla tan sólo quedaban allí niños, mujeres y ancianos para plantar cara a un asalto pero, aun así, una pequeña guarnición resultaba suficiente para defender el lugar, y dentro tendrían víveres suficientes como para resistir un largo asedio que los kantabroi no lograrían entender, y menos aún soportar, llevando a una situación en la que los sitiadores lo pasarían peor que los sitiados. Había que actuar rápido, conseguir lo que se proponían y emprender el camino de vuelta al norte antes de que los vacceos pudieran pedir ayuda a otros poblados afines.

Al día siguiente, una nube de polvo proveniente del norte anunció la llegada de los rezagados. Okela ordenó que aquella noche se encendiesen alrededor del castro una hoguera por persona. Había que dar la impresión de que eran una auténtica multitud. El castro mostraba actividad en los parapetos, pero las puertas permanecían cerradas y no había nada que pudiese hacer pensar que la situación cambiaría. Había que tomar medidas, aunque fueran drásticas; había que llegar al corazón de los vacceos, hacerles entender que persistir en su silencio no haría más que agravar la situación.

Okela dio orden de prender fuego a algunas de las cosechas aún no recolectadas, que ardieron con facilidad gracias al sol inclemente y a la sequedad del ambiente. El fuego incontrolado logró llevar a muchos de los sitiados a lo alto de su muralla a presenciar cómo se malograban sus cosechas sin que pudiesen impedirlo. Lloraban y se lamentaban poseídos por la impotencia. Era su sustento, su forma de vida. La fuente de su riqueza y su comercio se consumía en llamas que, llegada la noche, iluminaron el negro horizonte hipnotizando a los desesperados bárbaros y haciendo que hasta las estrellas desaparecieran.

Quienquiera que dirigiese las voluntades de los habitantes del castro lo hacía con mano de hierro, y sabía lo que hacía. El lugar era inexpugnable al asalto, por lo menos para aquel reducido grupo de hombres. Para los vacceos era cuestión de esperar y de no ponerse nerviosos, el comercio del año se vería afectado, sí, pero al año siguiente habría otra cosecha. La derrota, la inesperada presencia del enemigo a sus puertas y la quema de sus campos no habían logrado atraer a los gobernantes vacceos a campo abierto para negociar; pero si algo no conmueve a los hombres, entonces hay que atacar al corazón de las mujeres.

«Hay que aprender hasta del enemigo» y «A veces hay que ser brutal una vez para evitar tener que serlo más veces» fueron las frases que Okela dijo a sus lugartenientes cuando tomó la decisión. Se ordenó la tala de un bosque cercano y se dispusieron delante de la entrada principal del castro innumerables troncos cruzados: cerca de quinientos. Llevó todo el día. A éstas, siguiendo la costumbre persa, se ató a los prisioneros vacceos para que fuesen vistos desde los parapetos. Ahora eran las mujeres, madres, esposas y hermanas de los que estaban crucificados las que reconocían a sus familiares en una situación de absoluta indefensión: desnudos y expuestos al sol abrasador del verano. Las mujeres llamaban a sus hijos y maridos por sus nombres, completamente desesperadas, maldiciendo a los kantabroi y rogando a sus dioses, mientras los gritos de los prisioneros se extinguían por la sed y sus labios se agrietaban. Cuando llegó la noche, Okela ordenó que se diese a los prisioneros crucificados de comer y de beber. No era su intención que muriesen así, pero sí quería dar la impresión de que no se detendría ante nada, de que era despiadado y cruel.

Okela reflexionaba en silencio, como siempre. Miraba al suelo. Escarbó con el pie, puso una rodilla en tierra y, mientras desgranaba una espiga de trigo, observaba el castro. Para sorpresa de todos, las puertas se abrieron pesadamente y una comitiva de veinte ancianos descendió lentamente hacia la posición espartana. Okela ordenó formar a todos los hoplitas con la panoplia al completo. El efecto de aquello era bien conocido y causaba la misma sensación tanto a los que conocían a los lacedemonios como a los que no. Los ancianos se detuvieron a mitad de camino entre la puerta y los sitiadores invitando a su jefe a reunirse con ellos.

—Ven conmigo, Noreno. Parece que quieran negociar.

Los ancianos vestían túnicas de fina lana blanca que se confundían con sus barbas pobladas. Parecía una auténtica reunión de sofistas atenienses. El hombre que encabezaba la comitiva no parecía el más viejo, pero su mirada denotaba algún tipo de habilidad diplomática. Se aproximó sonriente y con las manos extendidas en señal de bienvenida.

—¿Por qué nos habéis hecho la guerra? —dijo el anciano en la lengua de Noreno—. ¿Acaso los kant-abr y los vacceos no hemos comerciado a satisfacción de ambos pueblos? ¿Acaso no nos unen lazos de amistad gracias al comercio?

—Noble anciano —comenzó a decir Okela con aire de superioridad—, ¿por qué no nos habéis hecho esas preguntas antes de enviar un ejército contra nosotros?

—Invadisteis nuestro territorio —protestó el anciano.

—¿Y quién dice que no estuviésemos de paso? —repuso el espartano.

—Tú no eres un kant-abr, ¿de dónde vienes? —inquirió el representante del castro.

—De muy lejos, pero eso poco importa.

—¿Y cómo podemos complacerte para que abandones nuestras tierras, nos devuelvas a nuestros hijos y haya entendimiento entre nosotros? No nos gustaría presenciar otra batalla a las puertas de nuestro poblado entre vosotros y los ocho mil hombres que se están juntando para haceros frente.

—¿Puede ser que intuya algún tipo de amenaza en tus palabras? —quiso aclarar Okela.

—¡Oh! ¡No! De ninguna de las maneras, pero para hablar con libertad es mejor que ambos conozcamos la posición en la que nos encontramos.

—Pues si es así, debes saber, vacceo, que pronto llegarán aquí diez mil kant-abr —dijo Okela convencido de que el vacceo faroleaba.

—Seamos sinceros —replicó el anciano—, nunca podréis asaltar nuestro poblado y lo sabéis. De lo contrario ya lo habrías hecho, ¿estoy en lo cierto? ¿O acaso contáis también con guerreros voladores?

—¿Guerreros voladores? —Okela se quedó pensativo—. No debería seguir hablando contigo, es costumbre en mi tierra que los habitantes de una ciudad que quieren entablar conversaciones con sus sitiadores obsequien con un gran número de palomas a éstos como muestra de buena voluntad. Entregadnos esas palomas, y luego hablaremos.

Okela dio media vuelta y, seguido por Noreno, dejó con la palabra en la boca al enviado del castro. La petición resultó tan extraña a los integrantes de la comitiva como al mismo Noreno, que miraba a Okela incrédulo pero sin atreverse a preguntar por su excéntrica demanda. Tan sólo le preguntó si aquella extraña tradición era real, y el espartano respondió simplemente que no.