El sol se desplomaba con furia sobre la tierra de los vacceos. Los cuerpos sudaban profusamente y las gargantas estaban secas, daba igual el agua que se bebiese. Los sonidos de los insectos que poblaban los campos resultaban a veces ensordecedores. Cuando el canto de los pájaros se detuvo, Okela le dijo a Noreno «ya están ahí», y en ese momento, Demóstenes apareció en la casa que ocupaba su general indicando con un leve asentimiento que los vacceos se aproximaban. El korkótida salió tranquilo y se encaramó a una rudimentaria escalera que se había establecido como punto de observación a falta de parapeto. Sólo se veía el polvo que levantaban a lo lejos los miles de bárbaros que venían a su encuentro, pero ninguna silueta era nítida. En aquella tierra, en la que por mucho que se avance se tiene la sensación de estar quieto, el polvo parecía aún lejano. Pantites y Jantipo hacía tiempo que ocupaban sus posiciones en los campos de trigo. Okela volvió la mirada hacia la posición de ambos y comprobó que no se percibía movimiento alguno, nadie podría averiguar que entre las espigas de trigo había cerca de mil quinientos kantabroi enardecidos por sus palabras, incitados a seguir las órdenes para así poder volver a casa con botín abundante. El espartano había utilizado pocas palabras, pero apeló al valor que había visto en sus ojos, a la necesidad de sus hijos y al orgullo de sus padres, un lenguaje que cualquier persona dispuesta a morir por un mundo mejor sabe entender. No faltaron tampoco las alusiones a los diferentes grupos, ni a algunos guerreros en particular a quien invitaba a mostrar su destreza, su fuerza y su fiereza.
No debía ser fácil para ellos soportar tumbados las altas temperaturas del día, pero peor sería para los vacceos, que venían marchando desde el lugar donde descansaron por última vez, a media parasanga de allí, donde habían sido avistados por los exploradores de Noreno. Los caballos de los kantabroi habían sido ubicados dentro de las casas para que se mantuviesen frescos y no tuviesen que soportar más tiempo del necesario las inclemencias de Apolo.
—Noreno, ha llegado el momento —dijo Okela mientras descendía de la escala—. Id sacando los caballos, formad frente a la aldea como hemos convenido y esperad la señal. Sé que eres capaz de grandes cosas, amigo mío —afirmó poniendo su mano derecha sobre el hombro del kantabroi.
—Que los dioses te protejan, Kórkota.
—Que ellos te den fuerza y valor, Noreno. Nos veremos luego y cantaremos por la victoria.
Ambos hombres se despidieron con un abrazo y Noreno comenzó a dar órdenes. A medida que la nube de polvo se iba aproximando y haciendo más densa y amplia, se iban oyendo también algunos gritos de ánimo u órdenes provenientes de esa dirección, así como los pasos desacompasados que maltrataban el terreno. La falta de brisa hacía que el polvo quedase suspendido en el aire y fuese cayendo lentamente a medida que los confiados vacceos avanzaban. Noreno y sus cuatrocientos jinetes ocuparon la posición convenida; estaban tranquilos, pero deseosos de entrar en combate. Comprobaban la punta de sus venablos mientras sus caballos emitían quedos relinchos y horadaban la tierra con sus pezuñas inquietas.
Ciento ochenta espartanos y cien arqueros entrenados por Menón y los suyos ocupaban el recinto del poblado ocupado, que Okela recorría a grandes zancadas revisando que todo estuviese en su sitio. Comprobó el pequeño murete que se había puesto en la puerta; era fácil de salvar pero sólido, suficiente para cumplir su propósito. Los espartanos mantenían sus escudos y sus yelmos en el suelo y las largas lanzas apoyadas en el hombro, todos en posición, dispuestos a formar la falange cuando se les requiriese. Okela palmeaba a sus hombres en la espalda y les dispensaba amigables palabras. Éstos charlaban tranquilos entre ellos sobre temas variopintos que nada tenían que ver con la batalla que se avecinaba. Rutina. Mera rutina. Lo de siempre.
El korkótida percibió la presencia de Telamón junto a los espartanos y se acercó a él.
—No sé quién tendrá más trabajo hoy, si tú o el barquero —bromeó ante la mirada impasible del muchacho.
Tiene miedo, concluyó para sí, sin sospechar que esa mirada en realidad escondía un odio profundo hacia un hombre que, en opinión del muchacho, no sabía parar. Según lo veía Telamón, para los espartanos no había sido suficiente mantener esclavizados a los ilotas en Mesenia y Laconia, ahora querían también esclavizar a unos bárbaros en beneficio de otros. Era todo absurdo. Sentía que su labor de médico, que cumpliría con escrupulosa profesionalidad, tal y como le había enseñado su maestro, no tendría por qué existir de no haber hombres como aquel en el mundo, hombres que tras el velo del deber escondían un ser sediento de sangre y poder.
Okela volvió a la escala y trepó para observar de nuevo la situación. Los vacceos iban deteniendo su avance mientras esperaban a los rezagados. A cuatro estadios de distancia el polvo dejó de moverse y comenzó a caer, dejando ver ya las siluetas de los bárbaros, que poco a poco iban formando una línea. Los que iban a caballo descabalgaban para unirse a la lucha a pie. Menón observaba desde lo alto de la techumbre de una de las casas todo el movimiento mientras mascaba tranquilo un trozo de pan de trigo.
—¿Cómo lo ves, Menón? —grito Okela desde su posición.
—Mejor aún que en el centro de un teatro. Es una vista magnífica —repuso el cretense—. Les daremos la bienvenida cuando se encuentren a dos estadios. Anoche coloqué aquellas estacas que marcan la distancia máxima de nuestros disparos; cuando estén a diez pasos de ellas daré la orden. Pan comido —dijo mostrando un mendrugo en su mano.
Okela asintió satisfecho. Todo estaba en su lugar, y ahora, mientras los vacceos se organizaban para lanzar su asalto, era el momento de enviar a Noreno a la refriega, a hostigarles y cansarles. Hizo una seña a uno de los espartanos, que le acercó con celeridad el estandarte hecho con la roja capa espartana, el mismo en el que la mano de Anjara había bordado el símbolo de su escudo. Lo alzó y esperó a que Noreno alzase su hacha de doble filo indicando que estaba preparado. Con un movimiento lento y garboso, Okela dibujo con el estandarte un círculo imaginario, luego otro y después un tercero. Noreno bajó el hacha y gritó unas consignas inaudibles para el espartano a sus jinetes, que respondieron con un aullido antes de lanzarse a la carga, agitando sus venablos y lanzando gritos ensordecedores. Eran cuatrocientos, pero gritaban como cuatro mil.
Desprevenidos ante la repentina carga, los vacceos de primera línea respondieron como era de esperar, afianzando sus pies en tierra, mostrando su escudo a los feroces kantabroi y esperando la embestida. Los jinetes levantaban el polvo con su atronador galope. Noreno iba en cabeza sin dejar de gritar el nombre de Anjara, como poseído por el mismísimo Ares. Tal y como habían planeado, a tan solo diez pasos de la línea vaccea Noreno lanzó su primer venablo, que atravesó la garganta de uno de los vacceos, y giró bruscamente a la derecha. Al certero venablo del cántabro le siguieron otros igual de precisos que eran disparados al galope mientras los que venían detrás seguían a su líder, que buscaba la posición tras el último de sus jinetes.
El efecto visual era asombroso. Cuatrocientos jinetes kantabroi galopando en círculo ante los desconcertados vacceos, levantando el polvo y soltando sobre ellos una lluvia interminable de venablos de hierro que impactaban con fuerza y hacían que los cuerpos de sus enemigos se desplomasen como sacos. No tardó en oírse una orden de las líneas enemigas. Los que se encontraban frente a Noreno abandonaron su actitud pasiva y expectante y se lanzaron a la carga, en completo desorden, entre gritos y con las espadas y lanzas levantadas para dar caza a los dañinos jinetes. Los kantabroi espolearon a sus caballos en dirección opuesta, evitando así el envite de los vacceos, que se detuvieron de inmediato, conscientes de la imposibilidad de alcanzarles. El resto de la línea vaccea avanzó lentamente hasta juntarse con sus compañeros y comenzaron las mofas y los insultos. Gritaban llamando cobardes a los jinetes, invitándoles a que bajasen de los caballos y lucharan como hombres. Pero Noreno no sucumbiría a tal provocación.
Los kantabroi rehicieron su agrupación y se tomaron unos instantes de descanso mientras escuchaban los improperios lanzados por los vacceos. Buen trabajo muchachos, pensaba Okela. No tardó Noreno en dar de nuevo la orden de ataque. El griterío del enemigo cesó de inmediato mientras algunos se preparaban para una segunda lluvia de venablos y otros para una carga en toda regla. Los primeros con los escudos en alto, los segundos, en guardia. La caballería de los kantabroi volvió a hacer el mismo movimiento formando aquel círculo mortífero y abatiendo de nuevo a muchos, especialmente a aquellos que mantenían su escudo bajo en espera de la carga. Esta vez los adversarios cargaron con todo su ímpetu y a una velocidad asombrosa contra los jinetes, dando caza a los que se encontraban más cerca de la formación, unos diez en total. Noreno grito desde lo más profundo de su alma y la caballería de los kantabroi emprendió la huida programada como un huracán, como si el dios Pan les hubiese mirado a los ojos. Al verles alejarse aterrorizados, más allá de las colinas, los vacceos irrumpieron en un grito de victoria alzando sus armas al cielo.
Así, bien envalentonados os quiero, pensaba Okela para, acto seguido, ordenar a los hoplitas que se calasen los yelmos y formasen la falange ante la puerta. Esta era lo suficientemente ancha para formar una línea compacta de doce hombres de ancho y ocho de profundidad.
A la cacareada victoria sobre la caballería le siguió el lento avance hacia la entrada de la aldea. Menón, atento a su llegada, hizo la señal a sus arqueros para que disparasen cuando estos se encontraban a diez pasos de las estacas que medían la distancia a la que llegaban las flechas. Menón dio una orden y sonaron los tendones de los arcos al tensarse lentamente mientras los arqueros apuntaban hacia el cielo para salvar la empalizada. Luego otra orden y las flechas rasgaron el aire emitiendo su característico silbido, describiendo una parábola y cayendo sobre los vacceos, que ya estaban pasando por las estacas y que en ese momento miraban al cielo preguntándose qué era ese zumbido. Muchos no tuvieron tiempo de temer por sus vidas mientras las flechas se estrellaban en torsos, caras, piernas y pies.
De nuevo la misma orden de Menón, el mismo sonido de torsión, el mismo silbido en el aire, el mismo ruido de impactos y luego de lamentos. A pesar de que los impactos de las flechas no eran suficientes para hacer mella en el número de atacantes, sí lo eran para incitarles a atacar rápido antes de seguir sufriendo la lluvia de proyectiles, y eso fue exactamente lo que ocurrió. La carga contra la entrada de la aldea no se hizo esperar. Los vacceos corrieron con furia hacia la apertura en la empalizada, encontrando allí la pared de escudos y lanzas temida en toda la Hélade y que pronto lo sería en sus tierras.
Como tantos y tantos otros bárbaros, cargaron como carneros, asestando con sus armas golpes con más furia que destreza sobre los escudos de la lambda, tomando el murete de la puerta como parapeto para impulsarse y lanzarse sobre la falange con rugidos de guerra que hubieran helado la sangre a cualquiera. Las lanzas espartanas se proyectaban con precisión sobre los torsos, gargantas y hombros de los bárbaros, que caían muertos o heridos y luego eran pisoteados por sus compañeros que buscaban un lugar en la refriega. El angosto paso negaba a los bárbaros la ventaja que les confería su superioridad numérica, pero la avalancha era desmedida, brutal.
—¡Un paso atrás! —gritó Okela.
Y con total precisión, la falange retrocedió al unísono, tensándose como un arco y succionando hacia sí una mayor cantidad de bárbaros que entraban en el recinto. El sonido metálico de los golpes sobre los escudos que buscaban desestabilizar a los defensores y hacerles caer de rodillas, los gritos de unos y otros, de esfuerzo, de victoria y de desesperanza, llenaban el ambiente.
—No podremos retenerles mucho más —tronó la voz de Lisandro desde la línea.
Los vacceos que esperaban, ansiosos o temerosos, su turno de entrar en combate, sentían una y otra vez la caída de las puntas de hierro de Menón. No era necesario apuntar, era como pescar en un estanque atestado de peces.
Cuando las lanzas de la primera línea de hoplitas resultaron inútiles por la continua proximidad del enemigo, desenvainaron. Cada estocada de las cortas espadas espartanas encontraba la carne de un contrario. Pero los vacceos atacaban con furia y golpeaban con ahínco. Aquí y allá comenzaron a caer algunos de los espartanos que eran sustituidos por sus compañeros. Ese fue el momento que Okela eligió para ondear de nuevo su estandarte rojo decorado con las cuatro lambdas. Era el momento para que Jantipo y Pantites emergiesen de su escondite, como nacidos de la tierra, y cargaran con toda su rabia sobre los vacceos.
Y así fue. Los kantabroi, ansiosos por entrar en combate, viendo descubiertas y a su merced las espaldas de sus vecinos, alentados por el ansia de botín y gloria, corrieron, y como las olas rabiosas del mar cuando se enfurece chocaron contra el acantilado vacceo, que comenzó a resquebrajarse ante la sorpresa. Los caudillos enemigos, tan sorprendidos como sus hombres, intentaron contener la rabiosa embestida. La presión que se respiraba dentro de la empalizada comenzó a desvanecerse a medida que los asaltantes miraban hacia atrás sorprendidos por la repentina aparición de los kantabroi. Los espartanos comenzaron a ganar terreno paso a paso. El fragor de la lucha llegó a oídos de los descansados jinetes, que salieron de detrás de la colina para acabar de cerrar la trampa en la que miles de vacceos acabarían formando una bolsa de hombres apiñados, aterrorizados, agotados e incapaces de maniobrar.
Noreno cargó con la furia de un viento huracanado blandiendo su hacha de doble filo y gritando a pleno pulmón el nombre de Anjara. Los vacceos que se encontraban en aquel extremo del campo, esperando otra lluvia de proyectiles de la caballería de los kantabroi, alzaron sus escudos; pero esta vez no hubo proyectiles. Los jinetes atravesaron la línea enemiga como un cuchillo caliente atraviesa la mantequilla. Mientras el pecho del caballo derribaba a un hombre con la fuerza del galope, sus pezuñas pisoteaban a otro y los jinetes desde lo alto descargaban golpes a derecha e izquierda sobre las cabezas de sus enemigos.
En toda batalla hay un momento en el que los vencedores saben que han vencido y los derrotados empiezan a ser conscientes de la derrota. La lucha persiste, pero los más jóvenes, los más inexpertos, buscan por dónde escapar, abandonan a sus compañeros, se atropellan por salvar la vida y resbalan con sus propios excrementos buscando la seguridad del regazo de su madre. Buitres y cuervos comenzaban a sobrevolar la zona donde la cruenta batalla estaba tocando a su fin.
Agotados, sedientos y con su honor pisoteado, los vacceos que no habían huido o muerto comenzaron a soltar sus armas y fueron arrodillándose y mirando al suelo mostrando sumisión.
Noreno cabalgó hasta Okela, desmontó y abrazó eufóricamente al espartano, cogiéndole la muñeca y levantando su brazo al aire en señal de victoria. El clamor se extendió entre los kantabroi que coreaban «¡Kórkota, Kórkota, Kórkota!» y los espartanos cuyos aullidos eran ahogados por los de aquellos «¡Korkótida, korkótida, korkótida!».
—Tendremos que celebrar esta gran victoria, he de reconocer que tenía mis dudas —dijo Noreno eufórico.
—Nada de celebraciones. Ahora mismo saldremos hacia el gran poblado que describiste y desde el que ha venido este ejército a hacernos frente. No debemos darles tiempo de respirar. Marcharemos de inmediato y sin descanso toda la noche. El arte de la guerra se basa en dos pilares, mi querido amigo: el engaño y la velocidad. Domina estas artes y dominarás el arte de la guerra.
Cerca de dos mil vacceos yacían tendidos en tierra, muertos o agonizantes, regando los campos con su sangre. Muchos otros se habían dispersado huyendo en todas direcciones. Los más de quinientos prisioneros, atados con cuerdas, serían conducidos hacia el sur, hacia el gran castro, para engrasar la negociación que sin duda tendría lugar.
En poco tiempo se organizó de nuevo la partida, no era momento de saborear una victoria, sino de completarla. Los heridos quedarían al cuidado de Telamón en la aldea y se dejaría una pequeña guarnición de veinte hoplitas para defender el asentamiento y ayudar al médico. Los diecisiete muertos espartanos arderían en piras al modo lacedemonio, mientras que los cerca de doscientos kantabroi, atendiendo a las creencias de Noreno, serían abandonados en el lugar en que yacían para que los buitres elevaran sus almas a los cielos.
No se puede decir que los kantabroi no sintieran cierto fastidio al no poder celebrar la victoria, pero el magnetismo de su general y el aura de invencibilidad que comenzaba a envolverle eran suficiente garantía para ellos de que la decisión era la adecuada. «Nada que merezca la pena llega sin esfuerzo», dijo escuetamente Okela.
No quedaba mucho tiempo de luz cuando el contingente comenzó la marcha. El sol de la tarde, rojo y moribundo, teñía con su tétrico color las nubes e iluminaba la columna de espartanos y kantabroi que se dirigían hacia el sur, perdiéndose en la distancia, elevando el mismo polvo que al despuntar el alba habían levantado los que ahora yacían muertos y derrotados. Telamón, desde la empalizada, vio a la columna alejarse. Era como un ejército enviado desde el inframundo, por el sombrío Hades, para sembrar la destrucción y la muerte. El joven médico deseó con todas sus fuerzas haber visto a Okela vivo por última vez.