Casandra paseaba por el poblado de los kantabroi absorta en sus pensamientos. Volvía del valle de recoger unas hierbas que Onomácrito le había pedido para atenuar un poco el dolor que le destrozaba los pulmones, los huesos y el ánimo. El anciano, después del azaroso viaje a tierras lejanas, al fin del mundo, decía sentir el cansancio de cien vidas sobre sus espaldas y sus piernas. La inclemente humedad del lugar no hacía sino agravar sus afecciones. Cada vez le costaba mucho más levantarse del camastro y, como si hubiese querido despedirse de Telamón, le había dicho que ya no podía enseñarle mucho más. No obstante, el anciano mantenía el buen humor, mezclado de vez en cuando con muecas que evidenciaban su pesar y sufrimiento. Lo peor eran los arranques de tos. Tosía hasta quedarse sin aire, y a veces, cuando se retiraba la mano de la boca, ésta se encontraba empapada en sangre.
Desde que Okela y sus hombres partieran, hacía ya quince o veinte días, Casandra se había sentido muy sola. Por un lado por la falta de Telamón, y por otro al ver a otra ocupar el lugar que ella consideraba suyo al lado del espartano. A él no le guardaba rencor alguno, seguía sintiendo un extraño fuego dentro cada vez que le veía, pero a aquella mujer, a aquella bárbara, sí. Había estado tan cerca de conseguir su propósito, quién sabe si una noche más hubiera bastado… pero luego apareció ella y con sus embustes se lo había llevado. Quizá lo peor no fuera eso, lo peor era que aquella rival le hacía sentirse pequeña porque, con su audacia y artimañas, había embaucado al espartano. La muchacha se había convencido de que tarde o temprano Okela despertaría de su sueño, repudiaría a la bárbara y vendría a visitarla una noche ardiendo de amor y deseo por ella, pero los dioses tenían otros designios. Lo peor que le puede pasar a una mujer es ver que el hombre que considera suyo es feliz con otra. Sí, se sentía muy pequeña.
Más de una vez soñaba despierta con arrancarle la piel de la cara a arañazos a la que se había erigido como líder del pueblo, y su furia contra ella se encendía cada vez más porque la cántabra, intuyendo la soledad de la muchacha, se le acercaba y la trataba con cariño y deferencia. Casandra siempre sabía mostrar una sonrisa y agradecimiento por las pequeñas muestras de afecto que le dispensaba, pero eran sonrisas que escondían oscuros pensamientos. Recordó entonces una frase que le había dicho su madre hacía mucho tiempo: «Una mujer debe saber sonreír mientras se clava un cuchillo en la pierna».
La noticia del embarazo de Anjara se extendió por el poblado y Casandra se sorprendió a sí misma deseando la muerte de la madre y del hijo. Imaginaba, con gusto, la tez morada y sin vida de la mujer por el esfuerzo del parto, sus ojos inmóviles mirando al techo y el recién nacido tendido a su lado, inerte, mientras ella consolaba de forma hipócrita a un Okela que se le entregaba en su dolor por la pérdida. Casandra rompió a llorar. No sospechaba que tales pensamientos pudiesen haber surcado la que, creía, era una mente inocente. Intentó deshacerse de su visión como quien espanta a una mosca y procuró pensar en otra cosa, ¿pero qué otra cosa había? Se veía a sí misma como una mujer íntegra y buena; debía alejar aquellas imágenes de sus pensamientos. No se daría por vencida, no así. Si algo había aprendido de los espartanos durante el azaroso viaje era que la lucha, una vez que empieza, hay que concluirla, con valor, con tesón, por muchas que sean las dificultades y por imposible que parezca la tarea asumida. Así era su amado, y así actuaría ella.
Sus tareas se habían reducido a cuidar de un demacrado Onomácrito, y eso le daba mucho tiempo para pensar. Quizá la respuesta a todos sus males estuviese en Telamón, en el brebaje que él decía saber preparar y que hacía que, quien lo bebiese, se enamorara perdidamente. No había querido recurrir a esas artimañas, pero si la bárbara había utilizado sus armas con maestría, ¿por qué no debía hacerlo ella?
Corrió la tela que hacía las veces de puerta en la pequeña vivienda. Olía a enfermedad. Hacía días que Onomácrito no veía la luz del sol, no se sentía con fuerzas para salir de la estancia. Mientras la muchacha enganchaba la tela de la entrada en un lateral para que entrase el aire y un poco de luz, decidió animar al anciano:
—Maestro, deberías salir un poco a tomar el aire. Hace un día estupendo. Te vendrá bien. El sol se refleja en la hierba y está todo cubierto de un verde intenso que… —Casandra dio media vuelta para acercarse al viejo—. ¿Maestro?
Onomácrito estaba tendido en su camastro con los ojos abiertos, fijos y perdidos en la rudimentaria techumbre. Un hilillo de sangre seca que había manado de su boca recorría la mejilla hasta la oreja. Estaba más pálido de lo habitual y no se esforzaba en espantar las moscas que recorrían su cara.
—¿Maestro? —volvió a decir Casandra acercándose lentamente.