Okela decidió enviar exploradores por toda la comarca y permanecer allí al menos un día más, hasta tener información suficiente para tomar decisiones. Según Noreno, a unos días de camino hacia el sur se encontraba una gran fortaleza vaccea donde, de pequeño, había intercambiado hierro por trigo. No podía precisar cómo la recordaba, ya que los recuerdos de un niño suelen magnificarse, pero decía que aquel lugar albergaba, al menos, cuatro veces la población del castro de Erudino, si no más. Si eso era así, ya sólo en aquel lugar habría al menos dos mil hombres en disposición de empuñar un arma, y en sus alrededores podrían encontrar otro número parecido, por tanto, en el caso de que se diese una batalla, tendrían que enfrentarse a cerca de cuatro o cinco mil bárbaros disponiendo de algo menos que dos mil. Pero todo estratega sabe que, en una batalla, el número de contendientes sólo es importante cuando los antagonistas son homogéneos y Okela confiaba en que el tiempo de entrenamiento de los guerreros de a pie y las tácticas de caballería implantadas darían una importante ventaja a sus hombres. Sólo quedaba elegir el terreno y dar confianza a los vacceos para que se envalentonaran.
—Llevamos aquí dos días —dijo Noreno—. ¿A qué estamos esperando para movernos?
—Según Pantites, los vacceos se están movilizando. Están reuniendo hombres de toda la comarca tal y como nos esperábamos —decía Okela satisfecho.
—Sigo pensando que es un error quedarnos aquí, deberíamos retirarnos, volver a las montañas con lo que ya tenemos.
—¿Qué te preocupa, mi querido Noreno?
—Me preocupa que tan solo somos dos mil y ellos son el doble y podrían llegar a ser más si se les unen otros. El territorio vacceo es enorme: tienen recursos y riquezas y si seguimos aquí alimentaremos su odio.
—No somos dos mil, somos muchos más.
—Si te refieres a los caballos… —dijo Noreno con fastidio.
—No, no me refiero a los caballos. El número de hombres en una batalla importa hasta cierto punto, pero no lo es todo. Un buen entrenamiento, como el que hemos seguido desde hace tres lunas, hace que un hombre valga por dos. —Noreno fue a replicar, pero su jefe le puso la mano sobre el hombro amigablemente y, con una cálida sonrisa, prosiguió—: Permíteme seguir. Podemos elegir el terreno, eso cuenta por otro hombre, además, tendremos alguna sorpresa preparada. Eso cuenta por uno más. En resumen, tú dices que somos dos mil y yo te digo que somos diez mil. Tranquilízate, les aguardaremos aquí y les derrotaremos fácilmente.
—Sólo que Anjara me haya hecho jurar que seguiré tus órdenes me mantiene aquí. ¿Qué te hace pensar que vendrán?
—Vendrán. No pueden permitir que un grupo de mendigos y maleantes a quienes desprecian y que vienen a sus poblados a comerciar por un puñado de trigo se paseen por sus tierras a placer. Vendrán. Y además vendrán apestando a orgullo y pensando que esto va a ser un paseo. —Okela hizo una pausa y se quedó mirando al suelo, absorto. Tras unos instantes, su cara se iluminó con una sonrisa cómplice—. Necesitamos un traidor, Noreno.
—Aquí no hay traidores —contestó molesto.
—No, no me refiero a uno de verdad.
Okela hizo llamar a Jantipo, Pantites y Menón. Los cinco hombres se reunieron en la casa que el general había ocupado y éste les invitó a sentarse en círculo. El espartano tomó un puñado de ceniza del hogar y lo extendió sobre el suelo ante la atenta mirada de los que ya eran lugartenientes de aquel minúsculo ejército que pretendía una gran gesta. Se acuclilló y comenzó a trazar un círculo en el centro de la ceniza que dejaba entrever el suelo de barro cocido de la vivienda.
—Esta es la idea: el círculo que he trazado es la aldea en la que nos encontramos, el sol sale por aquí —dijo señalando el que consideraba el este del improvisado mapa—. Por lo que dice Pantites, y corrígeme si me equivoco, los vacceos avanzarán desde el sur y estarán aquí en dos o tres días —explicó trazando una línea en el extremo de la ceniza, simbolizando la posición que tomaría el enemigo—. Tenemos la gran suerte de que la única entrada que hay al poblado mira al norte —dijo mientras quebraba el círculo con dos líneas paralelas simbolizando el acceso al poblado—. El resto de la empalizada es lo suficientemente alta y robusta como para ofrecer protección durante un tiempo si intentasen derribarla, para lo que necesitarían algún tipo de maquinaria de asedio de la cual es probable que carezcan. Al norte tenemos los campos de trigo aún sin recolectar, que llegan hasta la cintura de un hombre. Allí los guerreros de a pie pueden ocultarse tendiéndose en el suelo y esperando la orden de atacar. —Punteó con la rama una zona que quedaba al norte—. Pues bien, Jantipo y Pantites organizaréis a vuestros hombres para que ocupen la zona del trigo y os mantendréis ocultos. Menón, tus arqueros tomaran posiciones dentro del poblado. La empalizada no les permitirá ver a los vacceos, así que tendrás que encaramarte al techo de una de las casas para guiar sus disparos —dijo apuntando al centro del círculo—. Su primer instinto será el de atacar el poblado, que es de donde provendrán los proyectiles, y el único acceso lo bloquearé yo con los hoplitas espartanos en falange cerrada. Dentro del recinto seremos cerca de trescientos hombres entre arqueros y hoplitas. Deberíamos tener suficiente espacio para maniobrar, anulando de esta manera su superioridad numérica al obligarles a pasar por la puerta.
—Señor —dijo Pantites inquisitivo—, la mera fuerza de empuje de cuatro mil hombres, uno detrás de otro, sería suficiente para desplazar a la falange, aunque viniesen desarmados.
—Sí, tienes razón, pero pretendo hacer en la entrada un muro de una altura de dos palmos. No parece un gran obstáculo, pero evitará que los que vienen detrás ayuden con su empuje a los que van delante.
Okela observó a los presentes. Todos miraban la ceniza del suelo. Jantipo asentía continuamente emitiendo gruñidos de aprobación mientras que Noreno se mantenía distante. Okela prosiguió:
—Menón y yo seremos el yunque, atrapados aquí en el poblado, y vosotros seréis el martillo. Los vacceos irán ganando terreno poco a poco, ya que nos iremos retirando paulatinamente de la puerta formando un semicírculo, sin dejarles irrumpir en el poblado. La lucha será feroz. Cuando veáis la señal, será el momento de cargar. Saldréis de vuestro escondite entre el trigo y cargareis con toda vuestra fuerza contra su retaguardia. Como siempre, ha de ser sin piedad.
—Me parece magnífico, les aplastaremos como a una uva —dijo Jantipo—. Tengo ya los músculos entumecidos, necesito algo de acción.
Noreno miraba a Jantipo como si fuese un espectro. Aquellos hombres extraños, expertos en el arte de la guerra, no sentían temor y seguían ciegamente las instrucciones de su jefe, y con ellos los hombres reclutados en las montañas. Pero había grandeza en aquella forma de actuar porque, aunque pudiese parecer temeraria, no lo era en absoluto.
—A la caballería —continuó Okela— le toca el aspecto crucial.
Al sentirse aludido, Noreno prestó más atención si cabe.
—Deberás atacar de la forma en que hemos convenido, causando con tus venablos el mayor daño posible pero sin veros envueltos en el cuerpo a cuerpo. Llegará un momento en el que los vacceos se planten aquí —dijo señalando la línea que los representaba—. Cuando veáis ondear el estandarte haciendo la forma de un círculo cargareis contra ellos. Deberéis gritar como demonios. Lo lógico es que los vacceos se preparen para la carga proyectando sus lanzas hacia delante y protegiendo sus pechos con el escudo. Actuad entonces como habéis estado entrenando. Los primeros proyectiles encontrarán fácilmente el hueco entre sus escudos, ya que su instinto inicial será protegerse de la carga y no de los venablos. Si os intentan dar alcance, huid y cuando desistan en su empeño, volved a hostigarlos. Debéis cansarlos y poner sus nervios a prueba. Una vez que se os acaben los venablos huiréis como almas perseguidas por las Furias.
—¿Como qué? —inquirió Noreno.
—Las Furias, Noreno; unos seres que atormentan a los mortales. Como si os persiguiese una manada de lobos, para entendernos. La idea es hacerles creer que os aterrorizan y que nos dejáis completamente solos. Huiréis hacia la colina que hay al este; allí os ocultareis, y cuando oigáis el fragor de la batalla será el momento para que reaparezcáis, esta vez cargando con toda vuestra cólera. Cerrareis la trampa y, rodeados por completo, los vacceos no podrán maniobrar y se estorbarán los unos a los otros.
—Señor —intervino Pantites—, es probable que conozcan ya más o menos la cantidad de hombres con que contamos, les extrañará encontrar muchos menos y en el poblado no caben todos y, si quien los dirige es un poco avispado, procurará averiguar dónde están los que faltan antes de lanzar un ataque.
—Tu valoración es muy acertada, pero ya está pensado. Uno de los nuestros desertará e informará a los vacceos de que, presa del pánico, la mayoría de los infantes han huido de vuelta a las montañas cuando han sabido de la proximidad de tan numeroso y aguerrido ejército, y que los que se quedan aquí defendiendo el poblado sólo lo hacen porque están tan locos como el hombre que les dirige —expuso Okela.
—Bueno, en eso último el supuesto traidor no estará contando ninguna mentira —apuntó Jantipo riendo y contagiando la risa a todos los presentes.