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Las pezuñas de los caballos de Noreno iban marcando el camino a los mil seiscientos hombres que los seguían a pie. La moral estaba alta y los bárbaros hablaban entre sí y cantaban. Cada uno alardeaba de cómo su grupo era el mejor y que en cuanto entrasen en batalla darían una lección a todos los demás sobre cómo se blande una espada o se utiliza un escudo.

Animado por Onomácrito, Telamón se unió a la expedición. Los hombres necesitarían un médico y el maestro ya se encontraba viejo y cansado. Aquel, decía, había sido su último viaje. Según el anciano, Telamón ya sabía todo lo que debía saber, y ahora sólo le faltaba poner sus conocimientos en práctica en batalla, la mejor escuela para un médico, sin tener a su maestro detrás observando todo lo que hacía. Suyos serían los errores y los aciertos; suya la responsabilidad.

A medida que iban avanzando, los paisajes arbolados que otorgaban una bienvenida sombra fueron haciéndose más y más escarpados, hasta llegar a un punto de tal altitud que tan sólo las malas hierbas crecían. Allí el sol castigaba con furia y la noche que pasaron fue fría.

Okela no podía dejar de pensar en la vida que crecía en el vientre de Anjara. No podía evitar desear que se tratase de un varón, un muchacho que aunase las cualidades de ambos y a quien él mismo podría educar y transmitir sus conocimientos a diferencia de Esparta, donde era la polis la que se encargaba de tales menesteres y todo adulto era el padre de todo muchacho. No. Sería él quien guiaría a su hijo, él le enseñaría el arte de la lucha, él le instruiría en su lengua y le contaría las hazañas de su padre y su grupo de espartanos, le relataría la Odisea y la Ilíada, y cuando la edad anciana llegase, su hijo lideraría la nueva Esparta, un nuevo pueblo de guerreros indómitos nacidos de las montañas, criados para la guerra, bravos e irreductibles. Quería volver victorioso y vivo, tal y como le había pedido su esposa bárbara. Cuántos sueños surcaron su mente atravesando las baldías montañas. Por primera vez en su vida, Okela no sentía desprecio hacia la muerte: respirar, comer, entregarse en el lecho, cabalgar, sentir el rocío de la mañana en las plantas desnudas de los pies. Vivir, al fin y al cabo.

Tan sólo tres días de marcha llevaron a kantabroi y espartanos hasta la gran meseta que describiera Erudino. Okela hizo ver a sus acompañantes un monte que acababa en meseta y que se elevaba sobre un llano. Aquel, dijo, era un lugar que habría que guardar en la mente y que, si la expedición a tierras de los vacceos resultaba exitosa, serviría como excelente lugar avanzado para futuras incursiones donde establecer una población de colonos kantabroi y una fuerte guarnición. Noreno informó de que el monte recibía el nombre de Amaya, un lugar sagrado.

Antes de cruzar la línea imaginaria que separaba el territorio de los montañeses del de los vacceos, los espartanos hicieron sacrificios como era su costumbre. En un acto solemne y ante el silencio de todos, Okela pidió por el éxito y el feliz retorno al castro de Erudino tanto a los dioses del Olimpo como a las extrañas deidades de los kantabroi, todas ellas tan impersonales como el agua, los vientos, los truenos y los árboles. En alguna ocasión, hablando con Anjara sobre las tradiciones y los ritos de cada pueblo, su esposa encontraba divertido que los dioses griegos tuvieran forma humana. Si era así, decía, entonces eran humanos. Le resultaba tan absurdo que reía ante tales ocurrencias. Los dioses, según ella, estaban en todas partes, en las fuentes, en las nubes, en el cielo… eran etéreos y, por tanto, no podían tener forma alguna.

La densa bruma que se levanto la mañana en que cruzaron territorio vacceo dificultó el avance. Era difícil ver más allá de la cabeza del caballo, y para mantener la cohesión y evitar percances era imprescindible andar despacio, en silencio, y seguir los pies de quien caminaba delante. La columna se detuvo súbitamente y desde la vanguardia llegó la noticia de que se habían topado con un río. Aquellos que habían viajado a tierras vacceas con sus pequeños petates para intercambiar queso o hierro por puñado de trigo sabían que no era muy profundo, especialmente en aquella época del año, pero convenía esperar a que se disipase la niebla antes de cruzar o el caos sería inmenso. El jefe espartano ordenó el descanso y se aproximó a las orillas, donde Noreno aguzaba la vista en busca de alguna referencia que permitiese adivinar un lugar para atravesar la corriente. Reinaba el silencio salvo por los balidos de unas ovejas al otro lado.

Una brisa mesetaria comenzó a disipar la niebla. Fue la primera vez que Okela veía a uno de esos vacceos. Al otro lado del río, rodeado de un rebaño de ovejas, un muchacho joven y en apariencia bien alimentado, alto para la edad que sus facciones permitían deducir, permanecía de pie, atónito ante el espectáculo que le brindaban sus ojos. Debió ser para él una visión terrorífica: la niebla levantándose poco a poco y ante él un grupo de innumerables guerreros que, como fantasmas, se iban materializando y multiplicando. El muchacho, inundado por el terror, dio tres lentos pasos hacia atrás con la boca abierta mientras un reguero de orín bañaba su entrepierna. En un suspiro dio media vuelta y, olvidando su rebaño, comenzó a gritar las dos palabras que definían lo que acababa de ver: kant-abr, gritaba; hombres de las montañas. Uno de los arqueros de Menón hizo ademán de dispararle, pero Okela se lo impidió con un leve gesto de la mano. Tarde o temprano los vacceos sabrían que los kantabroi habían descendido de sus montañas, la muerte de aquel muchacho no beneficiaba a nadie.

Tardaron un buen rato en encontrar un paso cómodo. Cuando el sol dejó su cénit, toda la columna había pasado al otro lado y la marcha continuó. Ante ellos se extendía una meseta que parecía un auténtico mar de tierra, con pequeñas elevaciones, sí, pero donde el ojo no alcanzaba a ver el horizonte. Muchos de los presentes nunca había salido de sus valles y montañas y la vasta extensión les resultó sobrecogedora, incluso intimidatoria. No había puntos de referencia claros y por mucho que caminasen parecían permanecer continuamente en el mismo sitio. Pero era una tierra rica. Los campos vacceos estaban cuidados meticulosamente y mostraban la exuberancia del lugar y la clara proximidad de algún asentamiento. El contraste entre las agrestes y empobrecidas peñas de los montañeses con las llanuras interminables plenas de cultivos era impactante. Los exploradores de Noreno informaron de la existencia de un pequeño poblado, de unas cien almas, a poca distancia. Seguramente se trataba del poblado al que pertenecía el muchacho del río.

En lo alto de una colina, una precaria empalizada y pequeñas columnas de humo indicaban la presencia de la población. Parte de la cosecha había sido recolectada, pero por las zonas que no era así, las espigas del preciado cereal les llegaban hasta la cintura. Todos estaban maravillados y pensaban en sus familias, en la abundancia que supondría en sus casas el éxito de la partida.

A medida que se acercaban al poblado se hizo evidente que los moradores habían huido. Ya caía la tarde, así que se ordenó plantar el campamento en las faldas de la colina, donde los campos de trigo lucían grandes calvas, y el general espartano se adentró sólo con Noreno y Pantites en el poblado abandonado para que sus hombres no se dieran al pillaje y al destrozo. Dada su apresurada huida, los vacceos habían dejado todos sus utensilios en el lugar donde les había llegado la noticia. En las casas humeaba la comida sobre los fuegos que ni siquiera habían sido apagados y en los corrales había cerdos, ovejas, cabras, gallinas y algunas bestias de carga. No vieron ningún caballo; o no tenían o los habían utilizado para huir. Noreno no pudo evitar introducir un cucharón de madera en una de las grandes ollas de bronce y dar un sorbo al suculento caldo, emitiendo un rugido de complacencia.

—No deberías hacer eso, Noreno —dijo Okela—. Podría estar envenenado.

—No han tenido tiempo de hacerlo —repuso introduciendo de nuevo el gran cucharón en la olla.

A diferencia de los kantabroi, los vacceos hacían el pan con trigo y no con esas extrañas nueces lisas, y, realmente, era excelente. En otras tinajas guardaban una cerveza de trigo que Noreno también probó con prontitud. Una zona de la casa orientada al norte y bien cerrada guardaba gran cantidad de harina en tinajas de cerámica, carnes secas, pequeñas vasijas con miel y muchas otras cosas.

—Bien, Pantites; parece que tenemos la cena servida: que los hombres se acomoden como puedan en las casas. Selecciona a diez grupos para que formen un perímetro a cuatro o cinco estadios de distancia del asentamiento. A los que se queden aquí infórmales de que no deberán llevarse nada, de eso nos encargaremos cuando volvamos a las montañas. Ahora no nos conviene ir cargados. Que coman y beban, pero nada de cerveza.

—Sí, señor —repuso Pantites abandonando la casa vaccea.

—Lo más probable es que los aldeanos se hayan dirigido al sur. Allí hay una gran fortificación vaccea. Darán la alarma —decía Noreno—. Imagino que aún tardarán unos días en reaccionar, los suficientes como para cargar todo lo que hay aquí y volver a casa. En tres o cuatro días podríamos estar de vuelta, pero si nos quedamos aquí, tendrán tiempo de organizarse contra nosotros.

—¿Volver a casa? —preguntó Okela con asombro—. No estamos aquí para llevarnos migajas. Sólo con la celebración de nuestra vuelta todo lo que ves aquí desaparecería. No hemos movilizado y entrenado a toda esta gente para hacer una fiesta.

—¿Entonces? —replicó Noreno.

—Estamos aquí para llevarnos cien carretas repletas de todo tipo de botín para tener suficiente hasta el siguiente verano, para así poder dedicar nuestros esfuerzos al arte de la guerra y no a labrar los campos. Esta es la primera expedición de este tipo, pero le seguirán más.

—¿Acaso pretendes conquistar todo el territorio vacceo? Si hacemos eso, tarde o temprano nos veremos envueltos en una gran batalla, y te voy adelantando que son muchos más que nosotros.

—No, no pretendo conquistar esta tierra, por lo menos ahora.

El poblado se fue llenando de las voces expectantes de los kantabroi que entraban en las casas y se sentían maravillados ante tal abundancia. Comían y bebían felices.