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El día de la marcha llegó. La noche anterior, una violenta tormenta con multitud de rayos había caído sobre el valle de los blendios. Okela hizo difundir el rumor de que el dios de los truenos aprobaba su osadía y vaticinaba su éxito. No fue difícil que los bárbaros lo creyeran.

Después de muchos días de entrenamiento, el contingente estaba lejos de ser una máquina perfecta como habría deseado el general espartano, pero tendría que valer. No obstante, los cuatrocientos jinetes a las órdenes de Noreno habían llegado, en cuestión de quince días, a un nivel de perfección en el uso de las tácticas persas sugeridas por Okela que merecían el respeto de todos los bárbaros. Noreno se sentía orgulloso de sí mismo y de los que le acompañaban. Cada uno de los jinetes llevaba en su carcaj diez o doce venablos, además de un pequeño escudo redondo al uso de los kantabroi y una espada curva que Okela mismo había hecho fabricar a los herreros y que utilizaban algunos contingentes griegos de caballería: el kopis. Esta arma era conocida en Iberia, pero los kantabroi no solían usarla. Dada su forma, permitía descargar terribles golpes desde lo alto de la montura pudiendo partir un escudo o un cráneo en dos.

Los cien arqueros a las órdenes de Menón habían logrado también un excelente grado de coordinación soltando sus salvas al unísono y con gran precisión. Parte del entrenamiento, que a Okela le resultó curioso, había consistido en mantener tensado el arco hasta recibir la orden de disparo. Esta orden, en algunos casos, se hacía esperar durante tanto tiempo que en ocasiones los arcos se partían o sencillamente alguien en la línea no aguantaba más y soltaba la flecha. Hubo, no obstante, una práctica aún más curiosa que utilizó Menón y que infundió en los kantabroi un profundo respeto por el maestro del arco. El cretense siempre hacía hincapié en que la puntería no era la única arma del arquero, sino también la inteligencia y la velocidad. En una ocasión, habiendo seleccionado a los veinte kantabroi que consideraba más aventajados, les retó a un curioso juego. Colocó un poste a treinta pasos, en lo alto clavó una fina cuerda larga como un brazo, a ella ató una paloma por una pata y dio dos flechas a cada uno de los kantabroi. El objetivo del juego era acertarle a la paloma. Seis de los kantabroi lo intentaron sin éxito pues el ave, atada, ofrecía a los arqueros con su errático y nervioso vuelo un blanco imposible por lo impredecible de su trayectoria. Uno de los kantabroi se quejó diciendo que era imposible acertarle a la paloma salvo con suerte; que una cosa era predecir el vuelo de un ave en el aire y disparar y otra muy distinta aquel absurdo juego del poste. Menón no hizo ningún comentario, tan solo se limitó a coger el arco de su pupilo, clavó una flecha en el suelo y otra la tensó en el arco y apunto. La flecha salió disparada acertándole a la cuerda por su base y rompiéndola, liberando así a la paloma que voló libre, aunque sólo por unos breves instantes pues, la otra flecha que el cretense había reservado clavando en el suelo, impactó en el ave que cayó sin vida.

De los contingentes de infantería, cada grupo de diez, formado por hombres de diferentes pueblos, habían llegado a congeniar, creando entre las pequeñas unidades una sana rivalidad y un cierto grado de compañerismo y de conciencia superior. Estaban juntos en aquella empresa, y no hay nada como pasar tiempo juntos, al estilo de las mesas espartanas, para llegar a apreciar a los compañeros dejando de un lado prejuicios y trifulcas. No se podía decir que Jantipo estuviese contento con lo que veía, tampoco estaba disgustado, aunque le inquietaba la actuación de los bárbaros en batalla, donde atender a las órdenes con pulcritud y prontitud era esencial. Pero la suerte estaba echada, ya se vería.

Los hombres, a instancia de Okela, habían bautizado a sus grupos con nombres para referirse a sí mismos y para que otros supiesen referirse a ellos, creando así otro vinculo más. Lobo blanco, Oso pardo, Caballo enloquecido, Roble de guerra, Hacha invencible, Sol cegador y Tejo salvaje eran algunos de ellos. Había resultado imposible imponer otro tipo de arma a los soldados de a pie por tener ellos su propia forma de lucha. A Okela le hubiese gustado que utilizaran espadas más cortas, como las espartanas, para poder mantener una formación cerrada. Las armas largas de los rubios y las hachas indígenas de doble filo suponían una gran necesidad de espacio para ser blandidas con efectividad y esto producía una apertura excesiva de la formación, pero también tendría que valer. Cada grupo fue invitado a elegir un líder de entre ellos como oficial, de forma democrática, dejando así a los espartanos libres para formar una reducida élite combativa.

Para emitir las órdenes, Okela adoptó la idea de Menón pero añadiéndole un toque propio. Rasgarían algunas capas espartanas que servirían de estandarte. En aquellas tierras verdes, ningún color puede ser mejor visto desde lejos o en la espesura de un bosque como el carmesí. Anjara, cuando supo lo que se haría con las capas, cogió la de su marido y decidió poner su toque femenino. Con lana bordada y teñida de amarillo, plasmó sobre la roja capa el símbolo que Okela portaba en su escudo. «Así todos sabrán dónde te encuentras», dijo la cántabra. A Anjara el símbolo le resultaba hipnótico, profundamente bello y enigmático.

Marcharían sin bagaje, cada hombre llevaría comida suficiente para atravesar las montañas y llegar a la gran meseta de los vacceos; no llevarían tiendas ni se permitiría que ninguna mujer les acompañase, así avanzarían ligeros y rápidos. Marcharían con los cuatrocientos jinetes de Noreno a la cabeza, detrás iría la infantería bajo el mando de Jantipo y Pantites en número de unos mil quinientos, y detrás de estos los cien arqueros de Menón.

En el valle de los blendios, Okela ordenó formar a todos los integrantes de la osada expedición y pidió silencio. Los bárbaros, siempre chillones, impacientes y bravucones cumplieron la primera orden a la perfección. Era un principio alentador y en el que se había hecho hincapié desde el primer día de entrenamiento. Tan solo una leve brisa hacía que los estandartes rojos, creados a partir de las capas espartanas, se mecieran y emitiesen su característico sonido cuando el aire los empujaba contra los postes que los sostenían. Bajo el sol naciente del verano y con un cielo azul despejado, Okela recorrió la formación de un extremo al otro pausadamente, mirando a todos y cada uno de los guerreros y dirigiéndose a los líderes de cada grupo por su nombre, haciendo referencia a su valor y su destreza. Anjara, también a lomos de su caballo, acompañaba al espartano, vestida con su coraza de cuero y yelmo de bronce.

Las mujeres y madres de los hombres que partían se dieron cita en el valle para verles y despedirles. Anjara había hecho circular entre ellas una sencilla consigna que le había transmitido su marido: ni una lágrima, sólo jovialidad. Los hombres debían partir sabiendo que sus fieles esposas y abnegadas madres estaban orgullosas de su valor y veían con buenos ojos su sacrificio y su deseo de crear un mundo mejor para sus hijos. No en vano el general espartano le había relatado cómo eran las madres y mujeres espartanas. La mujer de Jantipo comenzaba a lucir unos pechos rebosantes y éste ya había hecho participe a Okela y a muchos otros de la feliz noticia: Jantipo sería padre cuando llegase el invierno. El gigantón espartano estaba satisfecho con su vida y muchos otros lacedemonios también daban gracias a los dioses por tener la oportunidad de comenzar de nuevo.

Después de recorrer toda la línea, Okela se situó en el centro y, a viva voz, en la lengua de los kantabroi, habló:

—¡Amigos y compañeros, para los valientes lo mismo dan muchas palabras que pocas. Cumplid con vuestro deber y volveremos con botín abundante!

De las líneas espartanas se alzó el ya conocido clamor:

—¡Korkótida! ¡Korkótida! —Al que más tarde se unió el grito de los bárbaros—. ¡Kórkota! ¡Kórkota!

Anjara se acercó a su marido para despedirle. Colocó su caballo junto al del espartano y le besó apasionadamente.

—Vuelve con tu escudo, Kórkota, no sobre él —dijo Anjara.

—No es así, esposa —dijo Okela—. Ya te conté lo que dicen las mujeres de mi pueblo.

—Sé perfectamente lo que dicen, pero yo no soy espartana y, además, me gusta innovar. De todos modos, no lo digo ni por ti, ni por mí.

Anjara cogió la mano de Okela y la llevó a su vientre.

—Tu semilla crece en mí, esposo —aclaró la mujer.

Okela miró a Anjara con sorpresa y deleite y volvió a besarla. Se sintió emocionado, tanto que, sin dejar de mirarla a los ojos, alzó la voz y ordenó que comenzase la marcha. En aquel momento sintió un latigazo de amor en sus sienes y un pálpito acelerado más propio del momento antes de entrar en batalla cuando era joven. Recordó a Kalisté cuando hacía trece años le había dado la misma noticia; la mirada de ambas mujeres era la misma, la de un amor sin límites y la de un lazo irrompible que comenzaba a fraguarse entre ambos. Siempre pensó que no podría amar a otra mujer que no fuese su esposa espartana, pero aquel día, bajo el sol veraniego, Eros revoloteaba incansable.