Anjara se sobrepuso con entereza a la muerte de sus padres. Ella era ahora la que lideraba su pueblo en tiempos de escasez, penuria y peligros. Pero la sangre por sí sola no parecía garantizar el derecho al liderazgo entre los kantabroi, al contrario de lo que ocurría en la lejana Esparta con sus reyes. Menos aún si se era mujer y joven. La posición de la cántabra hubiera sido muy delicada en ese mundo cambiante de no haber contado con Okela a su lado. El barbarizado nombre del espartano comenzaba a propagarse por valles y montañas alimentando habladurías sobre su fuerza y coraje. Inspiraba respeto, curiosidad y temor a partes iguales, pues nadie conocía sus intenciones. ¿Quiénes eran? ¿Qué querían? ¿De dónde venían? ¿Sangraban? ¿Acaso podían volar? El recuerdo del eclipse del año anterior, los presagios de chamanes y brujos, la gesta ante Segh, los extraños ropajes, los grandes escudos, las broncíneas armaduras que relucían al sol, los cascos aterradores y la fortaleza física de Kórkota y los suyos hacían pensar a algunos kantabroi que aquellos hombres extraños eran enviados por algún dios, quién sabía si benigno u hostil. Muchos fueron los caudillos y régulos de poblados circundantes que acudieron al castro con la excusa de presentar sus respetos al fallecido Erudino. Okela, sabedor de que lo que empujaba a estos hombres era la curiosidad, y sabiendo el poder que tienen las habladurías, organizó a sus espartanos para impresionar a los que llegaban. Cuatro de ellos, los más corpulentos, a las órdenes de Jantipo, ocuparían el acceso de la entrada principal ataviados con la panoplia al completo. Asimismo, el resto, igualmente vestidos y en perfecta formación velarían inmóviles por el cadáver de Erudino durante el día. Debió ser un espectáculo inolvidable para los bárbaros, que pronto contarían en sus hogares lo que habían visto y en muchos casos magnificarían los relatos.
De todos los visitantes que acudieron a los funerales de Erudino, los más inesperados fueron diez guerreros rubios que dijeron ser blendios del otro lado de las montañas, en dirección a la puesta de sol. Jantipo permitió su entrada sin más contemplaciones, poco podrían hacer diez bárbaros a caballo en el recinto y Okela había ordenado expresamente que no se pecase de celo a la hora de dejar entrar a gentes de otros lugares. Debían transmitir confianza. Un inquietante silencio se apoderó del castro cuando, altaneros y orgullosos, los keltoi de aspecto fiero recorrieron el poblado en dirección al lugar donde descansaban los restos de Erudino y su esposa custodiados por los espartanos.
Okela y Anjara, alertados por el silencio, se apresuraron a ver lo que ocurría. La cántabra los reconoció al instante. Se trataba de los compañeros más inseparables de Segh, de aquellos que habían bebido y reído ante la impotencia de su padre el día de sus esponsales con el despreciable rubio. Siguieron momentos de tensión. Los keltoi, separados por la nutrida guardia espartana del túmulo de madera donde yacía Erudino, miraban a su alrededor. Sus caballos estaban visiblemente nerviosos y, como es bien sabido, estos nobles animales suelen transmitir los sentimientos de sus jinetes. Okela se acercó a ellos, lento y decidido, hasta que estuvo a un paso del primero y más corpulento, seguramente el sucesor de Segh. Uno y otro se miraron fijamente sin articular palabra; el keltoi con semblante desafiante y alterado, el lacedemonio con aire indiferente. El caballo del recién llegado se movía inquieto ante la invasión de su espacio vital, retrocedía un palmo, piafaba y volvía a avanzar. El rubio se llevó la mano derecha a la cintura y empuñó su gran espada. Atentos a los movimientos del intruso, los espartanos presentes hicieron ademán de colocar sus lanzas en posición de ataque, pero la firme mano de Okela, levantada bruscamente, hizo que volviesen a su postura inicial. El rubio los miró un instante, luego volvió a mirar al korkótida y lentamente desenvainó. La pesada arma cayó a los pies del espartano levantando el polvo y su altivo dueño desmontó de un salto y, ante el asombro de todos los presentes, hincó las rodillas en el suelo y agachó la cabeza como símbolo de sumisión.
Okela puso una rodilla en tierra para que sus ojos estuvieran a la altura de los del bárbaro y con un gesto de la mano le instó a que se alzase.
—Paz —dijo Okela en la lengua de los bárbaros.
—Paz —repitió el rubio asintiendo solemnemente.
Con la ayuda de Telamón, Okela dio la bienvenida a los inesperados visitantes y ordenó que se les agasajase como si de viejos amigos se tratase. Necesitaban aliados, no enemigos. Pronto supieron que los brujos de los keltoi habían obligado al sucesor de Segh, contra su voluntad, a presentarse ante Kórkota para aplacar su ira. Sus dioses, decían, les instaban a someterse al extranjero.
Los kantabroi volvieron a los campos cuando acabaron los funerales. Se preveía que aquel año la cosecha también sería mala. Los espartanos contribuían al alimento con la caza que podían conseguir, ya que sus leyes les impedían llevar a cabo ningún oficio que no fuese la guerra y la caza.
La forma de cazar de los kantabroi era, cuanto menos, curiosa. Los hombres llevaban a la espalda un carcaj con venablos de madera coronados por una punta de hierro, perseguían al jabalí o ciervo entre varios para cansarlo y, luego, con magistral destreza y rapidez, descargaban los venablos sobre el animal. En ocasiones, un jabalí herido se revolvía, y entonces los cazadores huían lo suficiente como para agotar al animal encabritado, lanzando en su huida más saetas. El jabalí se acababa desplomando por el esfuerzo y las heridas.
Tuvo que pasar un ciclo lunar hasta que Okela pudiese prescindir de los servicios de Telamón como intérprete. La lengua de los kantabroi era sencilla, los giros del lenguaje muy básicos, carecían de los enrevesados matices de la lengua de Homero. Telamón aseguraba que en las conversaciones habituales no se utilizaban más de quinientas o seiscientas palabras. Okela se mantenía al margen de las decisiones que su esposa bárbara tomaba con la inestimable ayuda de Noreno. Sencillamente cazaba por la mañana y por las tardes reunía a su contingente de espartanos para entrenar día a día sus habilidades. Las noches que siguieron a los funerales de Erudino, Anjara no se mostraba deseosa de entregarse en el lecho, aunque siempre tenía una mirada amable y una caricia para su esposo. Fue durante los días de luto cuando Okela advirtió que tras la belleza de su esposa existía una mujer de hierro, como aquella que había dejado en Esparta. Había comenzado a admirarla. Okela se interesó por la estructura social de aquellas gentes. El poblado de Erudino reunía una población de unas dos mil almas, y a una distancia a la redonda de menos de tres días de camino se encontraban otros poblados menores que tenían sus propios jefes y caudillos. Se llamaban a sí mismos hijos de la tierra, pues, al igual que los atenienses, decían haber nacido del mismo suelo. Debido a la existencia de los rubios blendios al otro lado del valle, otros pueblos habían comenzado a llamarlos blendios también a ellos. Erudino, y ahora su hija Anjara, gobernaban al estilo de los reyes, aunque sobre un territorio pequeño, pobre y de población dispersa. Debajo del caudillo, una casta de unos cien guerreros velaban por la seguridad de la tribu, aunque estos lo eran más por el hecho de tener armas y poseer algún caballo que por habilidad en el combate. Los artesanos ocupaban el siguiente estrato social, aunque eran pocos, ya que los esfuerzos de la comunidad se guiaban más hacia la consecución de comida que a la de la artesanía. No obstante, no faltaban en el poblado dos corpulentos herreros, y algún ceramista, a pesar de que los utensilios solían hacerse de madera. La ropa la hacían las mujeres, que también se encargaban de muchas de las tareas relacionadas con el campo. Adoraban las fuentes y los árboles y por todas partes decían que existían espíritus, pero la mayor veneración la dedicaban a una Diosa Madre encarnada por la tierra: origen de todo, al estilo de la Gea helena, abuela de Zeus omnipotente. Quizá ese fuese el origen de su especie de ginecocracia.
La leyenda que más impactó al espartano, por lo cercano a su propia mitología, fue la de un coloso que medía lo que cuatro hombres de alto, tenía un solo ojo y que, cuando se enfurecía, devoraba rebaños enteros, destruía bosques y arrasaba poblados engullendo a sus moradores. En una cueva cercana enseñaron a Okela los restos de uno de estos cíclopes. Los huesos eran gigantescos y la cabeza lucía un agujero en el centro, donde debía ir la cuenca del ojo. Allí habían vivido los cíclopes, esa era la prueba.
Los esfuerzos de la comunidad por salir adelante no daban sus frutos. La caza cada vez era menor y, aunque los keltoi del otro lado del valle parecían dejarles en paz por miedo, las exiguas cosechas tampoco reportaban el suficiente alimento. Anjara estaba preocupada, y una noche, en el lecho, hizo partícipe a su marido de sus preocupaciones, rompiendo en amargo llanto. Okela la estrechó en sus brazos y la besó. ¿Comenzaba a amarla?
—De donde yo vengo tuvimos el mismo problema hace cientos años —dijo Okela—. En tiempos de los abuelos de mi abuelo no había en las tierras de mi tribu suficiente para todos.
Anjara detuvo su llanto y mostró atención, sus lágrimas y aflicción no atenuaban su salvaje belleza. Okela acarició su mejilla con delicadeza y continuó:
—Un hombre llamado Licurgo, el lobo, nos dio unas leyes y nos enseñó el camino de lo que nosotros llamamos la areté: la excelencia. Desde que somos niños, se nos entrena para el combate, cultivamos nuestra fuerza y nuestra inteligencia, nuestro honor, nuestro desprecio al dolor, nuestro amor a la libertad. Ante la escasez, mi pueblo atravesó las montañas que nos separaban de las fértiles y ricas tierras de un lugar que se llama Mesenia. Derrotamos a los pobladores gracias a nuestro valor, tesón y entrenamiento, y desde entonces son ellos los que nos proporcionan todo lo necesario.
—Los rubios del otro lado de las montañas están igual o peor que nosotros —explicó Anjara volviendo al papel de líder de su pueblo—, y disponemos de pocos guerreros. Además, tú mismo les ofreciste la paz durante los funerales de mi padre.
—No me refiero a esas montañas. Hablo de las que hay al sur de la gran meseta que se extiende más allá de los montes nevados. Hablo de las tierras que decía tu padre que eran ricas en trigo.
—¿La tierra de los vacceos? —dijo Anjara sorprendida—. Son gentes poderosas, ricas y, según dicen, sus poblados son inmensos y están bien fortificados. ¿Qué podemos hacer nosotros, un puñado de gentes hambrientas contra un gran pueblo como aquel?
—Tienes razón —dijo Okela—, será mejor quedarnos aquí y esperar a que el hambre acabe con tu pueblo. Es mejor llorar a un marido o a un hijo que muere famélico que a uno que muere en glorioso combate buscando una vida mejor.
Anjara le propinó un golpe en el hombro. No. Aquella tampoco era la solución.
—¿Qué propones entonces, Kórkota?
—Pues propongo hacer lo único que sé hacer. Buscar entre los kantabroi, rubios y no rubios, guerreros que quieran obtener comida y botín. Mis hombres les entrenarán, y cuando llegue el verano atravesaremos las montañas y nos plantaremos en las ricas tierras de la gran meseta. Saquearemos lo que podamos y volveremos. Ahora es el momento, ya que, por lo visto, mi reputación se extiende por los valles y montañas que habita tu pueblo.
—¿Atacar a otras gentes con quienes nunca hemos tenido conflicto alguno? ¿Robarles el fruto de su trabajo? De eso mismo nos hemos quejado siempre.
—Anjara, si los lobos pensasen en la vida de los ciervos, tarde o temprano no habría lobos. Tu pueblo debe dejar de ser un pueblo de ciervos y convertirse en un pueblo de lobos.
Anjara se quedó pensativa. Era una locura, pero su padre siempre le había enseñado a escuchar a los dioses, y los dioses habían traído hasta allí al hombre que se había convertido en su marido y amante. Al fin y al cabo, no parecía haber otra salida.
—Mañana hablaremos con Noreno —contestó al fin.
Una vez tomada la decisión, Anjara volvía a tener esperanza en el futuro. Juntar a todos los hombres ambiciosos de las montañas bajo el mando de Kórkota y hacer una expedición al otro lado de las montañas era una locura. Una grandiosa locura que si alguien podía llevar a cabo era él. Anjara se acercó a su marido sonriente y le abrazó, regalándole un sensual beso en los labios.
—Hace mucho que no cumples como marido —dijo con una picara sonrisa—. Y no creas que voy a permitir esta actitud ni un instante más, Kórkota. Te ordeno, como caudilla de este pueblo, que me tomes o deberás atenerte a las consecuencias.
Okela tendió a Anjara sobre el lecho de paja, la besó lentamente en los labios, las mejillas y el cuello. Acarició sus brazos y luego sus pechos con estudiada calma. Ella cerraba los ojos sintiendo las caricias del hombre enviado por los dioses. Hicieron el amor de forma pausada, dedicándose el uno al otro, mirándose a los ojos y aderezando cada vaivén con un beso o una caricia. El placer fue llegando lentamente hasta culminar en el gemido de placer de ambos que resultó ser uno sólo.
En el momento que sigue a la unión de dos personas, el momento en el que las palabras sobran a la vez que faltan, Anjara, apoyado el codo sobre el lecho, acariciaba el torso desnudo y poblado de cicatrices de Okela, que perdía su mirada en la techumbre de la casa. La mujer rió como una niña traviesa.
—¿De qué te ríes? —preguntó su esposo queriendo ser partícipe de sus pensamientos.
—¿Recuerdas el día que vinisteis? ¿El día en que mi padre te dijo que al haber matado a mi marido debías casarte conmigo?
—Sí, perfectamente. No me quitabas la vista de encima y le recordaste a tu padre esa tradición vuestra que, a mi ver, es un tanto bárbara.
—Bueno, pues debes saber que esa tradición no existe. Simplemente no quería que te fueras y te quería para mí —explicó con esa sonrisa picara, y volvió a reír.
Okela la miraba atónito y divertido. ¿Acaso los ardides de las mujeres podían llegar tan lejos? El espartano le propinó una sonora pero indolora palmada en la nalga desnuda que provocó aún más risas en la joven.
—Eres una muchacha muy traviesa —dijo jocoso empujándola cariñosamente sobre el lecho y besándola de nuevo.
—Nunca te fíes de una mujer, esposo.