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Dos días y dos noches festejaron bárbaros y espartanos la multitudinaria boda. No todas las jóvenes viudas habían tomado marido espartano, ni todas las novias de los espartanos eran viudas. Eso sí, todas eran jóvenes. Casandra se sentía fuera de lugar en ese mundo, y se refugiaba taciturna y rabiosa en Telamón y Onomácrito, éste último cada vez más débil y cansado. En el caso de Jantipo, como en el de algunos otros, las mujeres que habían tomado ya tenían uno o dos hijos de su anterior marido, pero a un espartano no le preocupa eso, y desde el primer día Jantipo hizo suyo al vástago de su esposa bárbara, que le tiraba de la melena y reía ante las muecas que hacía su padre adoptivo.

Los espartanos se distribuyeron en las casas de sus nuevas esposas. Aquellas gentes, al igual que los griegos, sólo tomaban una mujer, y al igual que en lacedemonia, las mujeres no se consideraban inferiores en nada. De hecho, los kantabroi iban un paso más allá: tan sólo las mujeres eran herederas de las tierras. A un ateniense esto le hubiese parecido una auténtica aberración, pero para un espartano suponía sólo algo anecdótico. Además, tenía cierta lógica: los hombres morían antes, y más a menudo. No obstante, el poder político lo ostentaban los hombres, pero todo espartano sabe que lo que los hombres discuten sobre política también se fragua en el lecho con su mujer y que, de esta manera, también ellas encuentran voz en las reuniones masculinas. Curiosas costumbres, tan alejados de Esparta y en cambio tan cercanos en ciertos aspectos. Habían tenido que atravesar el mundo para ir a dar a un lugar en el que los ideales espartanos, tan criticados en el resto de los griegos, encontraban cierto acomodo. Apolo, el que hiere de lejos, era sabio.

Durante los días de festejos, Okela llegó a apreciar a su nueva y joven esposa. Era enérgica, su gente la amaba, pero sobre todo parecía inteligente, aunque el espartano no entendía una palabra de lo que decía. Estaba contenta con su nuevo estatus de mujer casada con un poderoso extranjero y lo hacía partícipe de todo. Durante aquellos días no se separó de él ni un instante, intentando mostrarle todo e intentando enseñarle palabras. La muchacha se deleitaba cada vez que Okela decía algo, pues su acento le resultaba gracioso y tenía que corregir sus palabras continuamente. Bárbara y heleno se entregaban a los placeres de Afrodita todas las noches. Anjara era dichosa.

Pero a la felicidad le siguió el luto. Noreno llamó a Anjara a la quinta noche. Por primera vez se separaba de su marido, y se despidió con una caricia y un beso diciendo que no tardaría.

—Anjara —dijo Noreno con tristeza—, tu padre me ha pedido que te diga las siguientes palabras que me ha hecho memorizar.

—¿Y por qué no puede decírmelas él?

—Porque ha ido a reunirse con sus antepasados.

Anjara rompió a llorar.

—Atiende, Anjara —dijo él posando con ternura sus dos manos sobre las mejillas de la muchacha—. Tu padre se ha entregado al tejo. Ha decidido el momento y el lugar de su muerte y ahora vela por nosotros allá donde esté. Ni siquiera a ti te duele más su muerte que a mí, pero así debía ser. Su palabras han sido las siguientes: «Anjara, hija mía, he vivido lo suficiente para verte casada y feliz con el hombre al que has desposado. Es mi voluntad morir hoy, ya que mi vida sólo ha traído desgracias a nuestro pueblo. Hay hombres que por mucho que se esfuercen son perseguidos por el infortunio y, siendo este mi caso, debo liberar a los míos de mi mala estrella. Me entrego por tanto al árbol sagrado y bebo dichoso el líquido de sus hojas, porque ahora, sin mí, nuestro pueblo tiene futuro. Muero también para que Kórkota y tú halléis un camino para los nuestros en estos tiempos difíciles. Adiós, hija mía. Viviré en ti y en tus descendientes. Parto gozoso al encuentro de mis antepasados sabiendo que te dejo en buenas manos».

Noreno dejó que sus palabras calaran en la muchacha. Ella, encontrando la fuerza necesaria, se irguió digna.

—Deberemos informar a mi marido de que ahora somos los guías de nuestro pueblo. ¿Lo sabe mi madre?

—Tu madre ha acompañado a tu padre. Y también yo les hubiera acompañado de no haberme hecho prometer tu padre, de nuevo, que velaría por ti.

—¡Eso es! ¡Abandonadme todos! —dijo Anjara furiosa y de nuevo rompió a llorar desconsoladamente arrojándose a los brazos de Noreno.

—Tranquila, mi niña —la tranquilizó él—. Todo irá bien.