En la fecha señalada, los espartanos abandonaron su asentamiento a orillas del nacimiento del Ebros llevándoselo todo consigo. La empalizada se mantuvo en pie. No sabían si volverían allí con las mujeres, pero no era recomendable no dejar siquiera una pequeña guarnición ni cosas de valor. La marcha llevó casi todo el día hasta que divisaron el poblado fortificado de los que habían comenzado a llamar kantabroi, tal y como les llamaban los habitantes de las llanuras del sur. En su lengua, kant significaba peñasco, y abr hombre: hombres de los peñascos, o montañeses.
La noticia del encuentro con los bárbaros avivó la imaginación de los espartanos mientras Jantipo contaba sus impresiones acerca del tipo de mujeres que se encontrarían. Él, decía, ya tenía la suya reservada y en tono jocoso advertía que le arrancaría la cabeza a quien se acercase a ella. No eran amazonas, como habían barruntado, ni se perfumaban como las atenienses; más bien tenían una belleza salvaje, natural, como las espartanas. Eran por lo general de tez blanca y pelo oscuro. Durante dos días, los espartanos estuvieron dedicándose a la caza para poder ofrecer a sus anfitriones buena cantidad de carnes con las que festejar su unión. Así, cargados los caballos con jabalíes y ciervos, jubilosos y llenos de esperanza, marchaban los espartanos.
Hubo no obstante cuatro personas que se alejaban de la común jovialidad. Okela, más por un sentido del deber que por otra cosa, había aceptado la invitación del caudillo cántabro; Pantites, por su parte, se negaba a tomar una esposa, bárbara o no, porque quería morir fiel a la que dejó atrás en Esparta. Telamón en cambio vio en aquellos multitudinarios esponsales la oportunidad de hacer ver a Casandra que Okela debía ser apartado de su mente definitivamente, pues no había tenido reparos al aceptar, prestamente, la invitación del caudillo. El muchacho dijo aquellas palabras con semblante de compungido amigo, pero por dentro le embargaba la felicidad de poder, al fin, tener el camino libre hacia el corazón de la siracusana. Ella caminaba molesta y taciturna, celosa, pero le dijo a Telamón que ninguna bárbara iba a arrebatarle al hombre que le pertenecía y menos de aquella manera. ¿Que se casaban? Pues que así fuese, pero nunca un hombre como Okela podría enamorarse de una bárbara peluda y desagradable dejando a un lado a una bella helena que se había mostrado complaciente y hacendosa. Se casarían, de acuerdo, pero el amor de ese hombre era suyo. La guerra podría resultar más larga de lo que había previsto hacía tan sólo unos días, cuando él la miró con ojos de deseo. Además, ella era la única mujer que podía darle hijos griegos y esa era una consideración importante.
Cuando llegaron al valle que dominaba el poblado, no se encontraron el camino expedito hacia lo alto de la fortificación, sino que se toparon con un auténtico ejército de mujeres, en perfecta formación, capitaneado por Anjara, que montaba uno de esos caballos bajitos, peludos y panzones característicos de esas tierras. Okela ordenó el alto y que todos formasen en línea. Las mujeres, a medio estadio de distancia, vestían bastas túnicas de lana blanca y llevaban todas ellas una corona de flores en la cabeza. Se las adivinaba felices, expectantes. Anjara llevaba una especie de coraza de cuero y un casco de bronce hecho a su medida. Parecía una de las amazonas de cualquier leyenda. Okela avanzó a pie veinte pasos en dirección a las bárbaras. Iba, como todos sus hombres, vestido con la panoplia al completo. Se retiró el yelmo. Anjara espoleó su caballo y, al llegar ante Okela, también se quitó el suyo, dejando caer su espesa melena negra. Lentamente, sobre su caballo, fue rodeando al espartano, mirándolo de arriba abajo como quien mira un trofeo, o a un esclavo, que parecía satisfacerla. Cuando se halló delante de él de nuevo, desmontó de un salto, se puso muy cerca y le formuló una pregunta aderezada con una mirada y una sonrisa en extremo seductoras. Okela sólo entendió la palabra final: Kórkota. A una indicación del espartano, Telamón acudió raudo, pidió a Anjara que repitiese la pregunta y tradujo.
—Dice que le agrada lo que ve y se pregunta si serás digno de ella.
—Dile que es muy tarde para hacerse ese tipo de preguntas.
A ella pareció complacerle la respuesta del espartano y formuló otra pregunta.
—Dice que si a Kórkota le gusta lo que ve.
—¡Basta ya de cháchara! —gritó interrumpiendo Jantipo desde su puesto en la línea.
Tras decir eso, colgó su escudo y su casco de uno de los caballos que iba cargado con sendos jabalíes, lo cogió de las riendas y avanzó seguro hacía la línea de mujeres. Buscó con la mirada, a medida que avanzaba, a la que viera cuando fueron allí por primera vez. Una de las mujeres dio varios pasos al frente en su dirección, Jantipo aguzó la vista. Era ella. Como los comandantes que se juntan en medio de un campo de batalla para hablar antes de romper las hostilidades, hombre y mujer se encontraron en medio del valle, ambos se sonreían. Jantipo, palmeó los jabalíes e hizo un gesto con la mano en señal de que se los ofrecía, la bárbara asintió sonriente y le entregó la corona de flores que llevaba en el pelo.
—¡No me esperéis a cenar! —gritó Jantipo hacia los espartanos. Cogió a la bárbara con una sola mano y se la echó al hombro.
La muchacha reía y pataleaba, colgando como un saco sobre el hombro del coloso espartano. Jantipo tiró del caballo y fue directo al castro. Las mujeres reían, y tanto Okela como Anjara presenciaron sonrientes el divertido espectáculo. El ejemplo de Jantipo cundió en los dos bandos, que avanzaron hacia el centro del valle, despacio al principio, a la carga después. Realmente parecía una batalla y, como en toda batalla, las perfectas líneas iniciales comenzaron a confundirse en un fragor de gestos y gritos. Eros tuvo mucho trabajo aquel día. A medida que tanto ellos como ellas encontraban lo que buscaban, iban ascendiendo al castro, que se encontraba engalanado de flores blancas por doquier. Las flautas y los tambores sonaban con básicas y alegres melodías y todo el pueblo vitoreaba a las parejas según iban llegando e iban siendo bendecidas por Erudino y el chamán que aguardaban a la entrada.
Ciervos, cabritos y jabalíes se asaban por decenas en las calles del poblado, y hombres y mujeres ofrecían el líquido amarillo a los recién llegados. Los espartanos entraban en las casas de las mujeres guiados por éstas. Aquel pueblo, que hacía unos días había celebrado unos esponsales cargados de desilusión y de miedo por el futuro, celebraba hoy las bodas de muchas de sus mujeres: viudas jóvenes y muchachas, y de la hija de su caudillo. No todos encontraron mujer y no todas encontraron hombre, pero la alegría inundaba el lugar.
Cuando Okela y Anjara llegaron a la entrada del poblado, Erudino cogió las manos del espartano y recitó unas palabras con los ojos cerrados, luego besó a su hija y juntó las manos de ambos. Entonces llegó el turno del chamán que, con una rama de tejo, fustigó las manos de ambos hasta que las dos sangraron y su sangre se unió. Luego soltó otra retahíla ininteligible para el lacedemonio. Anjara guió a Okela a la casa de su padre. Por todas partes las gentes ofrecían reverencias, sonrisas y parabienes a la reciente pareja. Hombres y mujeres bailaban, comían y bebían.
En la casa de Erudino no había nadie. Los ruidos del poblado eran amortiguados por los muros de barro. La temperatura era agradable. Anjara dejó caer la cortina de lana que cubría el hueco de la pared que hacía de puerta. Estaban solos.
Anjara cogió de la mano al espartano y le guió hasta el lecho de paja que había en la estancia. Se puso delante de él y, sin dejar de mirarle, se retiró la coraza de cuero, que dejó caer al suelo, y se desabrochó los hombros de su túnica de lana que se deslizó por su cuerpo mostrando su desnudez. La erección del espartano no se hizo esperar. Sentía ardientes deseos de yacer con una mujer, y aquella era bella, pero se sentía raro, abochornado. ¿Cómo había podido dejarse encerrar de aquella manera? Sintió deseos de huir. Cuando ella se arrodillo desnuda en el lecho y le invitó con un gesto a que se uniese a ella, el animal se impuso al hombre y el deseo a la cordura. Se deshizo de su panoplia y, desnudo, se arrodilló con ella.
El primer acto fue mecánico, rápido y doloroso. No hubo besos. Era como si el espartano simplemente cumpliera con su deber de tomarla, como si su mente estuviera en otro lugar. Pero cuando ella pensó que eso era todo lo que un hombre podía ofrecer, Okela volvió a ella con ánimo y brío renovado. Sus labios exploraron el cuello de la expectante muchacha, que cerraba los ojos para sentir el caluroso cosquilleo que le recorría el cuerpo y que le hacía desear al extranjero. El espartano recorrió delicadamente los pechos de su amante con los dedos, marcando el camino que pronto seguirían sus labios, que besaban y lamían los pezones erectos de su nueva y joven esposa. Con la boca deleitándose en los pechos, las manos del hombre buscaron acariciar los muslos de la mujer. De vez en cuando, dejaba de besarle los pechos para hacerlo en los labios. Aquel ritual llevó a la mujer a buscar el sexo del hombre con las manos. Okela entendió que era el momento de cumplir de nuevo con su deber, el deber de todo esposo. Hombre y mujer se entregaron a un amoroso vaivén, se fundieron en uno y rugieron de placer.