Tal y como había dicho Pantites, a menos de un día de camino se encontraba el poblado fortificado más grande de la zona. Salieron de las fuentes del Ebros antes de romper el alba y llegaron cuando caía la tarde. Okela cabalgaba en cabeza, luciendo su capa carmesí, su coraza, su yelmo y su escudo. Telamón le seguía a pocos pasos, tirando del caballo que llevaba sobre sus lomos, como un saco, el cuerpo muerto y desfigurado del keltós. Tras él, Jantipo y otros diez hombres cerraban la escueta comitiva. Iban con la panoplia al completo porque Okela decía que había que causar una honda impresión en aquellas gentes, procurar el entendimiento haciéndoles saber que estaban dispuestos a ser amigos, pero que de no serlo podría haber nefastas consecuencias.
Los espartanos comenzaron a remontar la pendiente que llevaba a las puertas de la rudimentaria fortificación. No hizo falta alzar la voz ni decir palabras de concordia para que las puertas del poblado indígena se abrieran. Okela se detuvo. Era extraño que las puertas se abriesen ante su presencia: el hombre que había dado muerte a su caudillo. Al menos deberían preguntar qué quería.
—Podría ser una trampa, señor —observó Jantipo—. No se oyen voces y no se ven centinelas en los parapetos.
—Sí, es muy extraño. Pero no conocemos sus costumbres —repuso Okela pensativo—. Quedaos aquí, no debemos dar muestras de miedo ni de desconfianza. Entraré a hacer entrega del cuerpo y saldré. Si me ocurriese algo, informa a Pantites de que ahora es él quien ostenta el mando.
Jantipo asintió. Okela tomó las riendas del caballo que cargaba con el cuerpo del keltós y le preguntó a Telamón cuál era la palabra «paz» en el idioma de los nativos. Con paso lento, comenzó su ascenso. El camino se hizo tremendamente largo, ya que temía que, en cualquier momento, sobre los parapetos apareciesen centinelas dispuestos a abatirle con dardos o piedras. Nada de eso ocurrió. Tan sólo medio estadio lo separaba de las puertas del poblado. No había murmullos, ni voces, aunque al acercarse pudo observar que muchos de ellos aguardaban en silencio su llegada. Les habían visto, era evidente, y parecía que el poblado al completo se hubiese dado cita allí para ver qué era lo que querían los extranjeros que relucían al sol con sus corazas y que portaban broncíneos y amenazantes yelmos. Los indígenas no bloqueaban la puerta, ni portaban armas, sino que hacían con sus cuerpos un pasillo que recorría el embarrado sendero que en una ciudad hubiese sido considerado una calle. Estaban como expectantes. Hombres, mujeres y niños colmaban el recinto salpicado de pobres casas redondas de adobe con tejados cónicos hechos de ramas y flanqueadas por pequeños corrales donde guardaban cerdos, gallinas y ovejas. Hasta los animales parecían haber enmudecido.
Okela atravesó la puerta y miró las caras que tenía a su alrededor. Tan sólo se oía el lento caminar de sus dos caballos y el sonido metálico y rítmico de su escudo cuando éste golpeaba la coraza. No eran keltoi. Entre la multitud había unos pocos hombres jóvenes, varios ancianos y muchas mujeres. Ellas no eran peludas, como las había descrito el vascón, ni se parecían a los hombres. Alguna era bella, pero si algo se hacía patente en el lugar era la escasez; de todo en general, pero de alimento particularmente. La delgadez de todos, excepto de los que debían constituir una reducida élite guerrera, lo daba a entender.
A medida que Okela avanzaba, los bárbaros fueron estrechando el pasillo humano que habían creado. El recién llegado se detuvo. Los caballos comenzaron a ponerse nerviosos ante la paulatina invasión de su espacio vital. El espartano procuró calmar a su caballo palmeándole el cuello. Okela volvió su montura hasta encontrarse junto al cuerpo del keltós, al cual empujó un poco, cayendo éste pesadamente desde el caballo. Alzó el brazo y gritó la palabra que Telamón le había indicado significaba «Paz».
Jantipo, desde su posición, escucho el grito de su comandante en aquella lengua extraña, seguida por un intenso clamor que se elevaba desde el interior de la fortificación. Cientos de voces bárbaras decían algo al unísono. Jantipo se temió lo peor y cabalgó a toda prisa seguido de sus diez acompañantes, deshaciéndose de la lanza y desenvainando la espada durante el propio galope. Se detuvo bruscamente ante las puertas. Era difícil ver lo que ocurría entre la muchedumbre bárbara pero pudo contemplar a Okela sobre su caballo, erguido e indemne mirando a su alrededor. Nadie osaba tocarle.
Los bárbaros parecían haber enloquecido, pateaban y escupían el cuerpo del keltós, lo golpeaban con palos y le dirigían palabras sin duda insultantes. Parecían cegados por la furia y el odio. Si era su caudillo, no le tenían ningún aprecio. Entre varios cogieron el cuerpo y lo llevaron fuera de la empalizada. Perros famélicos se acercaron y pugnaron por sus miembros, enseñando los dientes con fiereza. Aciago final aquel.
Los pocos que se habían deshecho del cuerpo volvieron a entrar en la empalizada jubilosos, coreando lo que coreaban todos. Fue entonces cuando Jantipo consiguió entender lo que decían los bárbaros que habían rodeado a Okela:
—¡Kórkota! ¡Kórkota! ¡Kórkota!
El tumulto de bárbaros fue abriendo paso a un hombre envejecido seguido de una muchacha y un guerrero. El hombre dio la bienvenida a Okela de la forma en que todos los pueblos muestran cordialidad, con los brazos abiertos y una sonrisa. Dijo unas palabras de bienvenida y acabó con un sonoro y reverencial «Kórkota». Los bárbaros a su espalda fueron abriendo también camino a Jantipo, Telamón y los demás. Les observaban con curiosidad, minuciosamente, inquisitivos, pero en ningún momento hostiles.
Okela llamó a Telamón a su lado, descabalgó, se retiró el yelmo, e hizo un reverente saludo con la cabeza. El anciano invitó con las palmas de las manos a que les siguieran mientras hablaba en su desconocida lengua. El guerrero, que más tarde conocerían como Noreno, de barba espesa y negra y ojos inteligentes, les miraba con desconfianza, mientras que la muchacha, la que luego supieron era la hija del caudillo, Erudino, se mostraba cortés, sonriente y muy complacida.
La casa de Erudino era algo más grande que las demás, pero tenía la misma estructura. Era una vivienda redonda, con un suelo de barro seco. Sólo por la puerta se filtraba la agonizante luz del día. A la izquierda, un rudimentario telar se sostenía contra la pared. Un gran tronco central mantenía la cónica estructura de matojos secos que servían de techo y por los cuales se filtraban los humos que despedía el hogar. Una mujer machacaba con tesón, en un pequeño molino manual de piedra, un puñado de esas extrañas nueces que había encontrado Onomácrito. En una parte de tan rudimentaria vivienda, separada del resto por una especie de pared de mimbre, había un montón de paja seca en la que dormía el caudillo. La comitiva espartana fue invitada a sentarse en el suelo. Una vez estos estuvieron acomodados, Erudino se sentó a su vez, con Noreno a su derecha y Anjara a su izquierda.
El jefe del poblado pidió comida y bebida a la mujer que hasta entonces había estado trabajando en el molino. Fuera de la casa, las gentes se agolpaban y guardaban silencio, intrigadas por la aparición en sus tierras de los extranjeros. ¿Quiénes eran? ¿De dónde venían? ¿Qué querían? Eran las preguntas que necesariamente debían estar haciéndose. La mujer volvió con otras dos mujeres y abundante comida y bebida: jabalí, cerveza y pan hecho con los extraños frutos. Eso era lo que aquellos bárbaros tenían para ofrecer. Agasajar de tal manera a los espartanos debió suponer un auténtico esfuerzo para unas gentes pobres y hambrientas. La hija de Erudino clavó su penetrante mirada en el espartano. Le examinaba de arriba abajo continuamente, y emitía una sonrisa cómplice, coqueta. Durante un momento, Okela pensó que la bárbara se acercaría a él a olisquearle como hubiera hecho un perro.
El caudillo bárbaro comenzó a hablar mientras Telamón traducía. Decía que ya el abuelo de su abuelo había visto llegar a gentes de pelo amarillo. Muchos seguían su camino hacia donde se pone el sol, otros se asentaban en este valle o en el siguiente. Traían con ellos extraños dioses y raras costumbres, largas espadas y rebaños. De hecho, decía, atravesando los montes en dirección a la puesta del sol el valle era de los rubios y de allí provenía el hombre al que el espartano había matado en singular combate. Decía que en los últimos años las malas cosechas y las muchas bocas que alimentar habían convertido una situación poco cordial en una lucha continua por la caza, los frutos y los pocos cultivos. Muchos jóvenes guerreros habían muerto.
En muchos lugares, los habitantes originales y los rubios se mezclaban, en otros luchaban. Al sur, los pueblos de los vacceos y los turmogos eran poderosos. Estaban asentados en ricas tierras donde el cereal abundaba, vastas llanuras que labraban y con las que alimentaban a su creciente progenie. Tenían grandes castros fortificados, según contaban los viajeros que iban allí a cambiar miel, quesos y metales por un poco de trigo. Los kant-abr, pues así llamaban los pueblos mesetarios a los habitantes de las montañas, eran, según ellos, bestias con apariencia humana, animales que sabían hablar, mendigos muertos de hambre a los que resultaba fácil engañar. Sus régulos eran poderosos y se rodeaban de valientes guerreros de las mejores familias, una casta superior de hombres.
Erudino pasó a referirse al temible Segh. El keltós había sucedido a su padre en el dominio del valle, había creado una casta de guerreros y pugnaba por hacerse con el control de la zona. Nadie le había vencido nunca en combate y nadie osaba desafiarle. Hacía dos noches que se habían celebrado los esponsales de su hija con el monstruoso rubio. La muerte del despótico y desagradable keltós había supuesto en el pueblo de Erudino un auténtico alborozo y una profunda felicidad. Ahora, los rubios del valle vecino, los que se hacían llamar blendios, estarían llorando su muerte y escogiendo otro caudillo. O quizá no llorasen, pues tan sólo sus guerreros más cercanos parecían apreciarle.
—Pregúntale cómo sabe que nosotros no tenemos las mismas intenciones que el tal Segh —pidió Okela a Telamón, quien tradujo con prontitud.
El caudillo habló y el joven aprendiz tradujo.
—Dice que los dioses son sabios y que nos han enviado para llevar el bien a su pueblo. Que así lo afirmó un chamán cuando se recibió la noticia de la muerte de Segh.
—Vaya, parece que Apolo tenía en mente alguna otra sorpresa, ¿no crees, Jantipo? —comentó Okela.
En ese momento, la hija de caudillo, que hasta entonces sólo había hablado con la mirada, se volvió a su padre y le susurró al oído palabras que el joven no llegó a oír. El padre la miró extrañado y sorprendido. Volvió a mirar a Okela mientras la joven Anjara volvía a posar sus ojos y su sonrisa, esta vez algo picara, en el espartano. Una larga pausa siguió. El caudillo habló con humildad.
—Dice que… —balbuceó Telamón sin poder evitar cierto tono jocoso—. Dice que entre su pueblo, un hombre que mata al marido de una mujer en singular combate debe tomarla como esposa.
Okela se quedó sorprendido ante tal ofrecimiento, por lo repentino y porque en realidad no había venido del padre de la muchacha sino de la muchacha misma. Desde la puerta de la casa de Erudino, un murmullo se extendió por todo el poblado, como un enjambre de abejas. Cuando la idea caló en Jantipo, éste rió.
—Apolo es grande, sin lugar a dudas —estalló con una estruendosa carcajada que todos los presentes, bárbaros y no bárbaros imitaron—. No sólo nos entrega una tierra, además te ofrece una mujer.
—No digas sandeces, Jantipo —repuso su jefe.
—No son sandeces, señor. Hablo muy en serio. ¿Qué tipo de Esparta vamos a fundar sin mujeres? ¿Una Esparta de viejos? Tarde o temprano sería todo polvo.
—Pero, Jantipo, ¡son bárbaros!
—Que yo sepa, no abundan las griegas por estos lugares. Además, no es por nada, pero Apolo, en su sabiduría, nos ha guiado hasta un lugar repleto de viudas jóvenes.
—Haremos un sacrificio y consultaremos los oráculos con Onomácrito.
—Sinceramente, dudo mucho que los dioses hagan llover mujeres griegas de los cielos. No digo que no pueda ocurrir, sólo digo que nunca nadie ha sido testigo de tal prodigio. —El tono irónico de Jantipo era patente.
Mientras los dos espartanos discutían, los bárbaros observaban perplejos. Todos menos Anjara, cuya mirada se tornó seductora.
—No sólo es una mujer bella… está en la flor de la vida, puede darte hijos sanos y fuertes y con ella viene la posibilidad de gobernar un pueblo —decía Jantipo—. Es un gran ofrecimiento el que hace este hombre.
Jantipo tenía razón; en los últimos días, la idea de tomar a Casandra había ido anidando en los pensamientos de Okela hasta el punto de vislumbrar el futuro con ella en la nueva Esparta. Pero dudaba si era simple lujuria o si sentía más. Hacía días que la deseaba, no podía evitarlo: había soñando con amarla apasionadamente, pero su mente le decía que no era apropiado. Él sabía que de haberle hecho participe de sus sentimientos ella no le hubiese dicho que no, pero más por respeto a su rango. Sencillamente, Casandra no hubiese podido decir que no a su comandante y, lo más probable, es que Telamón y ella estuviesen compartiendo algo más que amistad buscando lugares ocultos cuando todos dormían. No, sus principios no le permitían romper algo tan bello como el bisoño amor que percibía en los jóvenes.
—Señor, nunca encontrarás una mujer como la que dejaste atrás, así que ahora mismo cualquier mujer es tan buena como otra. Además, sería una auténtica descortesía no aceptar.
Okela se quedó pensativo ante el silencio de todos los presentes. Valoró sus opciones, y tomó una decisión.
—Telamón, dile que los ciento ochenta y dos hombres que me acompañan necesitan esposa y dile que si a todos ellos se le encuentra mujer yo desposaré a su hija.
—¡Así se habla, señor! —dijo Jantipo emocionado mientras Telamón traducía.
Las palabras de Telamón corrieron como el viento entre la población del lugar transmitidas con presteza por los que estaban más cerca de la puerta.
—Dile que dentro de cuatro días estaremos aquí mis hombres y yo para tomar esposa.
Telamón tradujo y el rumor de nuevo se extendió por todo el poblado. Okela se levantó e hizo una reverencia a Erudino, echando acto seguido una larga mirada a Anjara. Ésta, por primera vez, se sintió ruborizada, o más bien lo fingió, bella mujer; pensó. Espero que tenga algo más que belleza. Por lo menos es audaz.
Jantipo y el resto de los espartanos no pudo evitar, mientras atravesaban el poblado, mirar a tantas mujeres como su paso ligero les permitió. Una de ellas llamó la atención de Jantipo: llevaba un niño en brazos al que amamantaba. La mujer le dedico una larga mirada y una amplia sonrisa.