Tras el encuentro con el jefe de los nativos, los espartanos alabaron el combate de su jefe y héroe. Su forma rápida de valorar la situación, y cómo causar en los bárbaros el mayor impacto posible, ocuparon la conversación de todos hasta la noche. Había que estar prevenidos, pero la lección de humildad, magistralmente impartida por el korkótida, cuando menos, daría que pensar a los bárbaros.
Telamón, Onomácrito y la bella Casandra se encontraban por la noche alrededor de una hoguera. El anciano procuraba animar a la muchacha con sus fábulas e historias, pero estaba consternada al haber presenciado la brutal muerte de aquel hombre altivo a las puertas de su nuevo hogar. Había presenciado otros combates, pero aquel, al ser singular, premeditado y cruel, había revuelto los ánimos de la muchacha. Onomácrito intentó quitar importancia al asunto.
—¿Sabéis? —dijo el anciano en su tono habitual—. Creo que esta fábula no os la he contado. Pues bien, resulta que Zeus, el más poderoso de los dioses, ordenó a Hermes, su mensajero, que esparciese una pócima de falsedad entre todos los artesanos. Hermes la preparó, hizo unos lotes iguales y los distribuyó a cada uno. Pero como aún le sobrara mucha pócima y sólo quedara el zapatero sin haber recibido su parte, el divino Hermes cogió todo el líquido restante y lo vertió sobre él. Desde entonces ocurre que todos los artesanos mienten, pero los que más de todos, los zapateros.
Onomácrito echó a reír con la fábula. La risa tornó en aguda tos, aunque el viejo médico pronto se repuso. Los muchachos no rieron, tan sólo Casandra esbozó una mueca entre la sonrisa y el fastidio. Telamón rompió el silencio, pero no para comentar la fábula como solía, sino para hurgar en los pensamientos de la siracusana.
—Te lo dije, Casandra: ese hombre es despiadado y cruel. Nos llevará a una muerte segura. Su corazón no es puro como tú crees, y todo el mundo parece estar ciego.
—Telamón, muchacho, ¿por qué dices eso? —dijo Onomácrito.
—Tú has visto tan bien como yo el macabro espectáculo que nos ha dado nuestro glorioso comandante en la que él llama una tierra sagrada.
—¿Y bien? ¿Qué otra opción había?
—Siempre hay otras opciones.
—Muy bien: ¿qué hubieras hecho tú?
—Como os he dicho, ha querido parecer conciliador, pero cuando nos acercábamos al bárbaro me dijo que la idea era ponerle nervioso y provocarle.
—No me has contestado, Telamón. ¿Qué hubieras hecho tú?
—En primer lugar, dialogar con el bárbaro ¿Qué daño hubiese hecho?
—¿Tú crees que el bárbaro hubiese aceptado otra cosa que no fuese nuestra marcha?
—Pues no lo sé.
—Sé sincero muchacho, contigo mismo y conmigo.
—¡Ni siquiera lo ha intentado! —gruñó desafiante consumido por los celos y por el dolor, aún incrustado en su alma, causado por los latigazos recibidos en la maldita isla.
—Conoces, porque te lo he contado cien veces, el designio del oráculo de Apolo de Delfos.
—Sí, lo conozco.
—Esta tierra nos pertenece y debemos defenderla.
—¿Y ha de ser así?
—Si es necesario, sí. Los cimientos de cualquier nación descansan sobre sangre, me da igual cuál elijas. De hecho, creo que, nuestro glorioso comandante, como tú le llamas de forma tan irónica, ha ahorrado mucho sufrimiento actuando como lo ha hecho.
—No será al bárbaro.
—No, a él no. Pero no ha puesto en peligro la vida de nadie, no nos ha avocado a una sangrienta batalla con esos hombres, ni hemos tenido que temer por nuestras vidas. Ha tenido que ser cruel, sí; podría sencillamente haberle clavado la daga o asestarle un golpe mortal con el hacha; podría haber llegado a su enemigo vistiendo su armadura; pero yo creo que, precisamente para evitar el sufrimiento de muchos, ha tenido que ser cruel con uno solo.
Los tres enmudecieron mirando a la hoguera. Onomácrito confiaba en que Telamón depusiese esa actitud hostil hacia el korkótida, pero el muchacho, en su fuero interno, alimentaba día a día un profundo odio fruto de sus inconfesables celos. Inconfesables incluso para sí mismo. Le consideraba un hombre cruel, y no sólo a él, sino a la sociedad que su figura encarnaba, esclavizadores de los ilotas que eran tan griegos como cualquiera. Asesino nocturno y sigiloso. Y lo peor de todo: Casandra sentía un irrefrenable deseo hacia él. Telamón había rogado para que el keltós acabase con su vida, pero no podía exteriorizar su deseo. Casandra, al menos, parecía meditabunda acerca del suceso y eso le daba esperanzas de que viese al espartano tal y como él le veía, para que, de ese modo, se rindiese a sus ansiosos brazos.
Okela se presentó ante ellos mientras Telamón seguía alimentando sus oscuros pensamientos.
—¿Me permitís un hueco en vuestra hoguera? —preguntó con una cordial sonrisa.
—Por supuesto, señor —contestó Onomácrito.
—No he tenido ocasión de darte las gracias, Telamón —dijo mientras se acomodaba en un lugar entre el joven y Casandra—. Has estado muy bien ante el bárbaro. Eres un buen muchacho —dijo palmeándole la espalda—. Mañana necesitaré que me acompañes. Vamos a devolver el cuerpo del keltós a su pueblo para que puedan enterrarle como sea que hagan los bárbaros. Debemos establecer relaciones cordiales con ellos y nos serás de gran ayuda.
Telamón hubiera querido levantarse e insultar y escupir al korkótida, pero asintió sin más, asombrándose a sí mismo de su propia cobardía y pusilanimidad. Okela volvía su atención hacia Casandra.
—No te veo tan jovial como otras veces, Casandra. ¿Qué te ocurre?
Casandra rompió a llorar tapándose la cara con las manos. Esta reacción cogió a Okela por sorpresa, que acarició su mejilla con el dorso de la mano secando unas lágrimas. Al ver que lloraba con más fuerza, la estrechó con sus brazos para confortarla. Las críticas palabras de Telamón habían encontrado un hueco en la mente de la mujer y había odiado al espartano durante unos instantes pero, en sus brazos, poseída por su olor y sintiendo el corazón del hombre latir, le amó de nuevo y con más fuerzas si cabe.
—Mi querida muchacha —dijo Okela—, tenía que ser así.
Casandra dejó de llorar, inclinó la cabeza lo suficiente como para mirar a Okela, sonreírle y asentir, dando a entender que lo comprendía aunque el episodio le hubiese consternado.
¡Qué bella era!