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Todo un ciclo lunar llevó la construcción de la empalizada. Tenía la altura de una lanza espartana. Los troncos, acabados en punta, quedaban anclados en hoyos en el suelo donde se introducía la cuarta parte del mismo. Para dar consistencia a la estructura se utilizaron cuerdas. Se construyó un parapeto para los puestos de vigilancia y un sistema con cuerdas y cubos para subir el agua desde el río de forma constante.

—¡Señor! —gritó Clearco desde el parapeto.

Era un día caluroso. Okela, que se encontraba trabajando en la madera que serviría para construir sus casas, subió veloz al encuentro del centinela que simplemente apuntó con el dedo en dirección al bosque. El sol se hallaba en su cénit e iluminaba perfectamente la silueta de un grupo de guerreros keltoi e íberos surgiendo de la espesura, armados con sus pequeños escudos de madera, armas de diversa índole e incluso aperos de labranza. Se veía a primera vista que, de todos aquellos bárbaros, más o menos la mitad era guerreros y la otra mitad meros pastores o agricultores.

—¿Cuántos calculas que son?

—Es difícil saberlo; trescientos o cuatrocientos —dijo Clearco—. Pero en el bosque puede haber miles.

—Aquel debe ser el jefe de todos. Impresionante ejemplar.

El hombre al que se refería Okela era un keltós de proporciones descomunales, de barba larga y pelo enmarañado, ataviado con una gran piel de oso. Portaba un pequeño escudo redondo en la mano izquierda y una gran hacha de doble filo en la diestra. El bárbaro descansó el hacha en el suelo por su filo y se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano. Después pegó un alarido articulado, que bien podría significar que quería hablar con el encargado de todo aquello. Sus hombres se agolpaban tras él en turba más que en formación.

—Habrá que ver qué quieren —comentó el jefe espartano propinándole una buena palmada a Clearco en la espalda y bajando del parapeto en dos zancadas—. Telamón, ven, vamos a hablar con los bárbaros —dijo afable ante la cara de fastidio del muchacho.

Okela ordenó a Pantites que los hombres se armasen al completo y que formasen en falange delante de la empalizada. El aulós sonó llamando a las armas.

—Bien, muchacho —le dijo a Telamón—. Ha llegado el momento de que te conviertas en intérprete. Habrá que poner a prueba lo que has aprendido.

Descalzo y en taparrabos, Okela cogió una manzana de uno de los montones que había cerca de la puerta. Habían sido recogidas y apiladas con mimo por la delicada mano de Casandra. Bebió un buen trago de agua y salió de la empalizada seguido de Telamón.

—Veamos qué quiere. Lo más probable es que pretenda que nos vayamos y nos dirá que si no lo hacemos nos atacarán. Traduce todo lo que yo te diga sin obviar una palabra, no quiero que nos veamos envueltos en una batalla, pero tampoco abandonaremos este lugar. Hace calor y el muy imbécil ha venido vestido con una piel de oso para intimidarnos y mostrarnos su poder. Hay que ponerle nervioso.

—Por supuesto, señor —dijo Telamón sonriendo para sí y ocultando su deseo de ver a aquel keltós arrancándole la cabeza a su comandante. Luego ya se vería. Al fin y al cabo, era Okela la fuente de todos los problemas, según él lo veía, y atraía el conflicto como lo atrae el infame y caprichoso Ares, dios de la guerra: como la mierda atrae a las moscas.

El espartano y el muchacho avanzaron hasta encontrarse a un brazo del descomunal coloso. Okela mordisqueaba tranquilo, e incluso indiferente, la pequeña y refrescante manzana.

—Dile que es bienvenido a nuestra tierra y pregúntale qué quiere —ordenó a Telamón, que tradujo las palabras a la lengua de los íberos.

El keltós balbuceó unas palabras y Telamón explicó que, aunque parecía que la lengua de los íberos no era la del bárbaro, parecía entenderla y hablarla.

—Muy bien, ¿y qué ha dicho? —preguntó Okela.

—Dice que nadie le puede dar la bienvenida en su propia tierra y que nos vayamos.

—Dile que esta tierra es nuestra y que nos ha sido entregada por los dioses.

Telamón tradujo. Aquello no parecía haberle gustado demasiado al keltós, que balbuceo de nuevo y, muy airado, señaló a los hombres que le seguían. Okela miró a los bárbaros con un palpable desprecio. En ese momento, los espartanos, totalmente ataviados y prestos para la lucha, salieron de la fortificación y formaron en falange. Okela indicó con un grito que sólo debían luchar si él se lo decía o si caía muerto.

—Dice que atacará si no nos vamos ahora mismo.

—Dile que yo entre sus hombres no veo guerreros, sólo conejos. ¡Ah!, y dile también que él es un cobarde.

—¿Señor?

—Hazlo, muchacho; díselo y vuelve a la empalizada.

Telamón tradujo y se fue retirando poco a poco a medida que el keltós, al igual que un toro asaetado, comenzaba a resoplar. Okela acabó de comer la manzana, se retiró la cinta de cuero que ceñía su melena y lentamente fue cubriéndose los nudillos con ella, dejándola bien prieta. El espartano, mientras hacía esto, se mantenía firme, mirando como distraído a la turba bárbara. El keltós balbuceó de nuevo palabras de amenaza, y cuando Okela escupió al suelo en señal de desprecio, el bárbaro, con toda la rabia que tenía dentro y la fuerza que le propiciaba su musculosa complexión, agarró el hacha con ambas manos descargando todo su poder sobre el impertinente extranjero. El espartano se apartó lo justo y la ciclópea hacha azotó el aire y se clavó en el suelo, momento que Okela aprovechó para propinarle un fuerte puñetazo en la mandíbula descubierta y apartarse unos pasos de forma serena. Poseído por la ira, retiró el hacha del suelo con un gruñido, se pasó la mano por la boca y miró la sangre que manaba de ella. Okela se mantenía tranquilo. Tanto bárbaros como espartanos observaban el singular combate. En cualquier lugar del mundo, cuando dos hombres se enfrentan de tal manera los demás no intervienen, y eso era precisamente lo que el griego pretendía: provocar un combate singular. De nuevo el bárbaro blandió su hacha describiendo un círculo sobre su cabeza y, lanzando un alarido, buscó con el filo el cuello del espartano, que se agachó, avanzó y lanzó su potente puño al estómago de su contrincante, retirándose de nuevo unos pasos. Un clamor surgió de la falange espartana. Al ver esto, los bárbaros comenzaron a corear a su líder que, repuesto, volvió a encontrar fuerzas para blandir de nuevo su mortífera arma. Ahora, cuando el keltós, empapado en sudor, se acercaba, Okela se apartaba deslizándose ágil de un lado a otro. En un momento dado y evitando un hachazo más, propinó al coloso otro puñetazo, esta vez en plena nariz.

El gigante comenzó a sangrar como un auténtico cerdo por sus orificios nasales. Comenzaba a faltarle el aire, era evidente, y optó por deshacerse de la piel que le cubría, ya que mermaba su capacidad de movimiento y era sofocante. Mientras, Okela, describía un círculo a su alrededor. El bárbaro tenía la boca pastosa y la lengua hinchada por la sed pero, ni eso, ni los tres golpes recibidos, menguaban su ferocidad. Libre de su aparatosa vestimenta y con fuerzas renovadas, el bárbaro volvió a encararse a su contrincante, pero esta vez con menos ímpetu, estudiando a su rival. El hacha, inútil, tan solo azotaba el aire. En el momento que creyó propicio, el bárbaro lanzó otro golpe a media altura que Okela esquivó saltando hacia atrás con asombrosa agilidad. No hay golpes peores, ni más agotadores, que los que no encuentran objetivo. El keltós se deshizo del hacha y comenzó a comprender que su prestigio se estaba poniendo en entredicho y aquello parecía enfurecerle aún más. Tenía calor, mucho calor producido por el esfuerzo, el sol y las ropas. Del cinto sacó una especie de daga y se puso en guardia, haciendo tientos mesurados al espartano y proyectando la punta para buscar el pecho de su enemigo, pero esta vez con más cautela. Era como luchar contra un toro, había que herirle y cansarle hasta que se desplomara por su propio agotamiento.

Okela se mantenía frío, se apartaba cada vez que uno de esos ataques venía hacia él. El bárbaro era predecible, probablemente su tamaño y su fuerza le habían valido para ganar combates de carneros, donde los antagonistas sencillamente se embisten y se machacan a hachazos o golpes, pero no estaba preparado para una batalla de inteligencia y resistencia. Ya lo decía Menón el cretense: los toros son muy bravos, pero tienen poca cabeza.

Después de un buen rato esquivando los envites y, tras castigar con otros dos poderosos puñetazos directos la sien de su oponente, Okela se apartó un poco para valorar la situación. El bárbaro miró al cielo, al sol castigador, y se secó, jadeante, el sudor y la sangre que recorrían su cara. Sus ojos comenzaban a hincharse por los certeros golpes del espartano y su visión resultaba menos nítida. Volvió a buscar a Okela y, cuando descargó toda su fuerza para abatir al espartano, éste no solo no saltó hacia atrás, como había hecho la veintena de veces anteriores, sino que avanzó previendo el movimiento de su contrincante y, agarrando el brazo con que blandía la daga, le propinó un rodillazo en el codo partiéndole el brazo por la mitad. El aullido de dolor del bárbaro pareció el de veinte hombres atormentados en las profundidades del Hades. La daga cayó pesadamente al suelo soltada por un brazo ya sin fuerza que pendía oscilante por el codo. Un rugido de júbilo se extendió entre los espartanos, ahogando un grito de horror producido por la joven garganta de Casandra.

El guerrero bárbaro, agotado y descompuesto por el dolor, cayó de rodillas en el suelo. Gemía y se miraba aterrado el brazo. Okela caminó tranquilo a su alrededor, le asió de la poblada cabellera con la mano izquierda y, con la derecha, descargo toda su fuerza sobre la nariz del, hasta entonces, altivo enemigo. El keltós se desplomó de espaldas, con la cara desfigurada, la mirada perdida en el cielo, escupiendo sus propios dientes y sin fuerzas ya para quejarse. Pero el espartano quería dar un espectáculo a los bárbaros; quería que contasen en sus casas lo que habían visto: cómo un hombre había derrotado a su orgulloso y poderoso caudillo con las manos desnudas. Dio unos pasos alrededor del guerrero abatido hasta que su cabeza se interpuso entre el sol y la cara del bárbaro derrotado. Le miró unos instantes. Flexionó las rodillas y saltó sobre el caído, golpeando con su codo sobre la maltrecha nariz de su contrincante. El cráneo de aquel se abrió como una nuez, encharcándolo todo de negra sangre y salpicando al propio Okela. Un ensordecedor clamor de júbilo estalló en la empalizada. Los espartanos vitorearon a su líder por el nombre de su familia: ¡Korkótida! ¡Korkótida! ¡Korkótida!

Los bárbaros, consternados, enmudecieron. Okela, empapado en sangre, se incorporó desafiante, como invitando a algún otro a correr la misma suerte que su jefe. Sumidos en la indecisión, no tardaron en dispersarse.