De las suaves pendientes que flanqueaban el nacimiento del Ebros, Okela eligió la derecha para el que sería el asentamiento en el lugar designado por Apolo. El primer día se establecieron las tiendas de campaña, más o menos en círculo. El segundo día se comenzaron a talar los majestuosos árboles que crecían abrevados por el río con la idea de construir una empalizada alrededor del campamento. Tiempo habría para edificar las casas que ocuparían el lugar de las tiendas, tiempo habría también para hacer de piedra el recinto de madera. Años atrás, durante su instrucción en la Agogé, Okela había preguntado a su paidonomos cuáles eran las fronteras de Esparta. El paidonomos había sonreído y respondió que las fronteras de Esparta estaban allí donde se encontrara la punta de una lanza lacedemonia.
La expedición se dividió en cuatro grupos. Pantites y diez hombres se dedicarían a explorar el terreno circundante, avanzando cada vez más lejos para así tener una idea de la geografía inmediata del lugar y, cómo no, de las gentes que habitaban los valles y las abruptas y bellas montañas. ¿Realmente serían sus moradores poco más que bestias con apariencia humana como había dicho el vascón? Otro grupo, guiado esta vez por Menón, se dedicaría a la caza, y los dos restantes se turnarían día a día en la tala de árboles y la construcción de la empalizada. Onomácrito y Telamón se dedicaron a observar las especies vegetales que cubrían el entorno. Algunas de ellas les llamaron poderosamente la atención, especialmente una suerte de nuez lisa y sin hendiduras que al abrirse mostraba un pellejo peludo y amargo al gusto, pero que puestas al fuego resultaban sabrosísimas. Casandra atendía a todos en las pequeñas cosas, pero sobre todo se preocupaba de acercar agua al korkótida, de estar pendiente de sus necesidades y, cómo no, de dirigirle miradas y sonrisas cómplices a las que éste, de vez en cuando, respondía con amabilidad.
Los exploradores informaron de la presencia de colosales montañas como no habían visto nunca a un día de camino, esculpidas sin duda por los dioses. Desde lo alto, en un día claro, se divisaba el mar. Ciertamente no el mar que habían surcado, sino otro, el gran ponto, que según se decía, rodeaba toda la tierra. No era, como había dicho Jantipo, tierra de amazonas. Había un poblado al norte habitado por gentes de tez blanca y cabellos negros, mientras que al este, estas gentes estaban mezcladas con keltoi y sus hijos eran mestizos. Los pobladores vivían en la pobreza más absoluta, habían visto pastores de cabras y algo más al norte una posición elevada y fortificada que parecía una pequeña ciudad circundada por campos que sembraban y recolectaban, pero a pesar de ser una tierra fértil, era demasiado abrupta para alimentar a grandes poblaciones.
Desde el alba hasta que caía la noche, poco era el tiempo de descanso entre los espartanos. Ataviados únicamente con sus taparrabos, ceñidas las melenas lacedemonias con una cinta de cuero y cubiertos de sudor sus musculosos cuerpos, talaban árboles, cavaban zanjas y levantaban la empalizada con destreza y rapidez, ayudados en ocasiones por las bestias de carga y los caballos. Después de varios días allí, aún hacían eco en sus mentes las palabras de Okela cuando habían llegado. El comandante hizo que formasen y les habló a todos:
—¡Espartanos! —había dicho—. Regocijaos, pues nuestro periplo ha llegado a su fin. Esta tierra, encomendada a nosotros por Febo Apolo en su gran sabiduría, es vuestra. Sed dignos de ella, como sé que lo seréis, y Esparta vivirá aquí por siempre. Y cuando la avanzada edad reblandezca vuestros miembros, vuestros nietos dirán orgullosos, «mi abuelo fundó la nueva Esparta, mi abuelo llegó desde la otra punta de la tierra salvando obstáculos impensables y, gracias a él: somos». Y cuando hayáis visitado el Hades, oiréis desde aquí cómo los hombres cantan alabanzas a nuestra hazaña, mayor que la de Odiseo, mayor que la de Jasón o Teseo el ateniense. Y cuando pasen los siglos, aún se dirá, «aquí, en las fuentes del gran Ebros, viven los indómitos descendientes de Esparta la invencible».
El rugido de los espartanos colmó el ambiente cuando el general concluyó sus breves palabras. Ofrecieron sacrificios a los dioses y recordaron a los caídos en aquel largo viaje, así como a todos y todo lo que habían dejado atrás. Okela elevó una queda e intensa plegaria por Agías. ¡Cómo le hubiese gustado saborear ese momento con él! La noche en la que llegaron, Kalisté visitó a su amado en sueños. Ella salía de la roca donde manaba el agua sagrada entregada por Apolo. Sonreía afable, pero con tristeza. La más bella de las mujeres le asió la mano con delicadeza y firmeza y dijo: «Busca una buena mujer y ten hijos fuertes. Debo partir. Adiós mi amado». Okela intentó aferrarse a ella, toda su fuerza, todo su ímpetu, luchaba contra la corriente del río que, poderoso, la alejaba de él. No pudo retenerla y su sonrisa desapareció corriente abajo diciendo adiós con ternura.
Despertó sobresaltado mientras todos dormían. Incapaz de distinguir sueño y realidad, corrió colina abajo, hasta la fuente del río. No, Kalisté no estaba allí. La luna llena iluminaba tenuemente el prodigioso lugar. La quietud de la noche era rasgada únicamente por el ulular de un búho y el plácido discurrir del agua. Comprendió el mensaje de su sueño. Debía despedirse. Debía romper las cadenas del pasado para comenzar de nuevo. Desató ceremoniosamente la cuerda que llevaba al cuello de la que pendía la pequeña bolsa que contenía la sagrada tierra de Esparta mezclada con la sangre de su mujer. Abrió la bolsa y lentamente fue vertiendo el contenido sobre el agua sagrada. Parte cayó al fondo, parte flotó deslizándose con la corriente.
Adiós, amada mía.