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Anjara amaba los frondosos bosques, las cumbres nevadas y los verdes prados que recorriera su padre, y el padre de su padre, caudillos desde tiempo inmemorial de aquel su pueblo. Contaba veintitrés primaveras y al día siguiente su vida se vería encadenada a la de un hombre. Las viejas tradiciones se desvanecían a medida que los valles vecinos eran poblados por gentes altas y rubias venidas de lejanos lugares y que hablaban extrañas lenguas. La caza ya no era suficiente para todos, y después de un tiempo de conflictos, en los que los mejores guerreros de ambos pueblos habían perecido, Erudino, el padre de Anjara, había decidido ceder a las pretensiones del caudillo de aquellos hombres y entregar a su hija para que fuera desposada y así sellar no ya una alianza, pero sí un principio de entendimiento y paz. Demasiados jóvenes habían muerto en el último enfrentamiento, demasiadas viudas y madres quedaron llorando la muerte de sus maridos e hijos.

Sería un año de cambios. Ya lo habían dicho las sacerdotisas y los brujos. El día se había convertido en noche el otoño anterior cuando la luna, luz de la muerte, se había cruzado en el camino del sol emitiendo un destello infernal que cegó a los que se atrevieron a contemplar el prodigio de los dioses.

Anjara era una joven de belleza extraña. Blanca, de tez como la luna y negro su cabello como la noche más cerrada, ojos azules, grandes y expresivos y cuerpo menudo pero bien formado. Su padre le había proporcionado una niñez feliz en la seguridad del poblado que habitaban, en el que este era un hombre querido por su sentido del honor y por el amor a los suyos. Era hombre respetuoso con los dioses y las tradiciones y amigo de escuchar opiniones antes de tomar una decisión. Erudino sólo había tenido a Anjara como descendiente, ya que al poco de nacer la niña un caballo le había propinado una coz en la ingle dejándole estéril. Esta circunstancia hizo que, obsesionado con un heredero varón, diera a Anjara la educación propia de un hombre en muchos sentidos. Fue adiestrada en el arte de la lucha con espada y escudo y en el uso del arco desde muy temprana edad, entrenada en el arte de la equitación y de la caza por su padre y los hombres de confianza de éste. Todos ellos sentían un amor paternal hacia la hija de su jefe, que mezclaba ternura y diabluras a partes iguales. Muchas veces, descansando tras una cacería o al calor de la lumbre, Anjara soltaba alguna observación ácida, en apariencia inocente, creando pequeños conflictos que llevaban a discusiones acaloradas y sin importancia entre aquellos recios hombres, hasta que se daban cuenta de que habían sido manipulados por los ardides de una joven chiquilla que disfrutaba jugando con sus mentes. Siempre se vio a sí misma como una reina guerrera.

Su vida feliz nunca dejó realmente de serlo, pero desde que cumplió su duodécima primavera, la vida en el poblado y los alrededores no fue la misma. Los que salían de caza, a recolectar frutos o a labrar los campos, volvían diciendo haber visto en su territorio a hombres, mujeres y niños con los cabellos del color del sol y del color del fuego. Al principio no hubo problemas: la caza y los frutos eran abundantes y suficientes como para alimentar a ambas comunidades. Durante los primeros años no hubo conflictos, a pesar de la desconfianza mutua inherente al encuentro de dos sociedades tan dispares como lo eran los recién llegados y los nativos. Pero el tiempo pasó, y las nuevas generaciones de ambas gentes llenaron montes y valles de bocas hambrientas y de hombres dispuestos a morir por llevar un bocado de carne de vuelta al hogar. Una mala cosecha hizo el resto, y desde entonces los pequeños conflictos se convirtieron en batallas a muerte entre los jóvenes de su pueblo y los recién llegados que ya consideraban suya esa tierra. Erudino fue volviéndose triste, áspero y solitario a medida que pasaban los años, perdía a sus compañeros y amigos y veía cómo su pueblo llegaba a pasar hambre. Sólo la presencia de su hija le proporcionaba cierto consuelo.

Anjara recordaba a la perfección la primavera en la que comenzó a cambiar el mundo de sus antepasados, porque fue cuando despertó un día empapada en sangre y aterrada, aunque, según le contó su madre, aquel acontecimiento era motivo de gran alegría, pues significaba que ya era mujer y que la Diosa le había concedido el mayor don que puede darse a un ser: el de crear vida.

Once primaveras más tarde, Erudino había pactado con los rubios. Se hacían llamar blendios. Había ofrecido a su hija como la mejor garantía de entendimiento. El fruto de la unión entre el jefe de los recién llegados y la hija del caudillo, gobernaría sobre ambas comunidades. Noreno, gran guerrero, amigo y compañero de Erudino desde la más tierna infancia, hizo una promesa: velaría por la seguridad de Anjara y sería su sombra, para aconsejarla y asistirla.

Anjara se adentró en la cueva de sus antepasados guiando sus pasos con una improvisada antorcha. Fuera esperaba Noreno, armado, como siempre, con su gran hacha de doble filo y el pequeño escudo redondo que ataba a su brazo izquierdo. Anjara había visto cientos de veces aquellas bellas pinturas ocres y negras que se fundían magistralmente con los relieves de la roca viva para dibujar animales, algunos de los cuales conocía, otros no. Se tumbó en la fría y húmeda piedra mientras la antorcha iluminaba tenuemente la cueva, pues así se apreciaban mejor las imágenes. Sólo el monótono y acompasado ruido de una gota rompía el silencio y se mezclaba con sus pensamientos. Al día siguiente se desposaría con una mala bestia, el doble de alto que ella, el doble de corpulento que cualquiera de los hombres de su padre, de pelo amarillo y de fiera mirada. Sólo le había visto una vez y le resultó desagradable, especialmente por una gran cicatriz que le recorría la cara, vestigio de algún combate.

La idea de compartir algo más que un frío saludo con el hombre al que llamaban Segh, no le agradaba; es más, le asqueaba, pero así debía ser por el bien de todos. Su madre le había explicado lo que debía hacer la noche en que éste la tomase y el punzante dolor que sentiría cuando rasgase sus entrañas para dejar en ella su simiente, de la que debería nacer un nuevo caudillo para unir a ambos pueblos.

Cuando Segh llegó a la tierra de los siete valles, no era más que un chiquillo, el más grande de todos, el más fuerte y el más valiente de entre los suyos, amén de ser el hijo del hombre que les había guiado hasta allí después de un largo viaje de penurias. Había matado a cientos de hombres en singular combate y, como era tradición entre su pueblo, guardaba las cabezas de los más destacados contrincantes. Había adoptado el arma indígena típica de la zona, el hacha de doble filo, ya que, según él, sólo esa arma mostraba su auténtica grandeza. También se contaba que con sus propias manos había matado un gran oso, cuya piel lucía orgulloso para mostrar su poder. Seis años atrás se había convertido en caudillo de los blendios; gobernaba con mano de hierro y desde entonces pretendía gobernar sobre los valles circundantes.

La boda llegó. Se hicieron los rituales, y Segh, altanero y orgulloso, simplemente miraba con desprecio a un Erudino derrotado y envejecido prematuramente. No fue una boda jubilosa, sólo Segh y sus acompañantes reían. Ni siquiera miró a su joven novia. Bebió y bebió el líquido amarillo hasta desplomarse. No hubo un encuentro íntimo entre Anjara y la bestia humana. La joven se lo agradeció a sus dioses. Al día siguiente, Segh partía con sus hombres hacía el sur, donde, según decían, había llegado un grupo de hombres con un anciano y una joven. Los extranjeros vestían todos iguales. Iban cubiertos de metal reluciente dejando tan sólo sus muslos al descubierto. Levaban grandes escudos, larguísimas lanzas y cascos que no dejaban adivinar sus facciones, decorados con crines de caballo.

Segh había decidido salir a su encuentro para darles muerte. Nadie, decía, pondría en entredicho su dominio en los valles, y ahora que Erudino se mostraba complaciente y derrotado entregando a su hija, ningún intruso le disputaría su derecho divino de guiar a los blendios.