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La expedición espartana siguió durante días el curso del gran río por tierras que, más tarde, sabrían pertenecían a los berones, un pueblo trashumante a pesar de que de vez en cuando se podían divisar pequeños poblados permanentes defendidos por empalizadas, tanto en las zonas cercanas al río como en los altos. Sus comunidades eran pequeñas y estaban muy dispersas. Las débiles empalizadas eran para mantener fuera fieras y alimañas y dentro el ganado, más que para defenderse de las agresiones de otros pueblos. Los nativos huían despavoridos ante la visión de los espartanos. Las corazas relucientes y los cascos con penacho que vestían los que iban en vanguardia parecían infundir un miedo supersticioso entre los bárbaros, que debían confundirles con seres mitológicos.

El sol brillaba en lo alto todos los días, la temperatura era agradable, sobre todo cuando tocaba atravesar un bosque y, aunque a veces las carretas suponían más una carga que un alivio, el paso era aceptable. La caza era buena: jabalíes y ciervos abundaban en los bosques; los afluentes del río proveían peces excelentes: truchas largas como un brazo y con la cabeza tan grande como la de un hombre. Jantipo demostró ser un excelente pescador. En lugares donde el agua le llegaba a los tobillos, esperaba paciente, con la lanza entre las manos. Aguardaba a que pasase uno de estos ejemplares entre sus piernas y descargaba toda su fuerza sobre el acuático animal. Más de una vez cayó al agua para regocijo de todos, pero también llegó a mostrar triunfante sus trofeos ante los vítores de los hombres.

Onomácrito observaba con interés la tierra que atravesaban. Era, según decía, excelente para el cultivo de la vid. Aseguraba que, sólo rascando un poco, se podía ver que quien plantase allí la uva recogería vinos mejores que los de Lesbos, Rodas o Eubea. Adrastos se hubiera quedado allí a vivir de haber ido con la expedición.

A la sexta tarde de marcha desde que abandonaron el desierto al que les había conducido el vascón acamparon en la ladera de un monte boscoso, junto al río. Se encendieron las hogueras, se montaron las tiendas y se dispusieron las guardias. El viento, que soplaba del sur, cambió por la mañana su tendencia y comenzó a soplar del norte, de donde llegó un fétido olor a muerte. Aquel inconfundible olor sólo podía deberse a una cosa: una cruenta batalla en la que los cuerpos han quedado insepultos. A un día de marcha como máximo. Los espartanos sabían identificar ese hedor. Por mera curiosidad, Okela ordenó un par de días de descanso a orillas del río, mientras él, Jantipo y otros diez hombres cabalgaban al norte. Salieron por la mañana, y llegaron al epicentro del olor antes de que cayese la noche. Ascendieron una colina que daba a una pequeña llanura donde, efectivamente, se había librado una cruenta batalla.

Los espartanos desmontaron. La percepción del olor a sangre podrida pone muy nerviosos a los caballos, así que tan solo Okela y Jantipo se adentraron en aquella desolación. No parecía haber sido una batalla convencional: hombres, mujeres y niños yacían sin vida sobre la hierba enrojecida por la sangre seca. Todos tenían el pelo del color del oro, excepto los ancianos. Keltoi, sin duda. Carretas, perros, bestias y guerreros desfigurados por la lucha y la semana que debían llevar allí tendidos completaban el desolador paisaje. Lanzas clavadas en torsos, largas espadas quebradas y grandes escudos ovalados deshechos por los golpes.

Millones de moscas competían con cientos de buitres y cuervos por aprovechar el festín que la locura de los hombres les brindaba. El zumbido de las primeras se mezclaba con el aleteo y los característicos graznidos de los segundos, incapaces de alzar el vuelo cuando intentaban apartarse del camino de los espartanos debido al exceso de comida que llenaba sus tripas.

Ahí estaba la respuesta de por qué atravesar aquellas tierras estaba resultando tan fácil y por qué las gentes huían ante la presencia de extraños. En alguna ocasión, Ibiskar le había contado a Okela que por esa zona pueblos enteros provenientes de la tierra de los keltoi avanzaban hacia el sur con sus rebaños, sus ancianos, sus mujeres, sus niños y todos sus enseres buscando tierras fértiles donde asentarse. En ocasiones, estos grupos debían hacer frente a los que ya se encontraban asentados. Unas veces se entenderían entre los diferentes pueblos, otras sencillamente no. Siempre que se busca algo mejor, puede encontrarse algo peor.

—¿Cómo pueden luchar con esto? —preguntó Jantipo a Okela cogiendo del suelo una espada que lucía una preciosa empuñadura tallada con extrañas formas laberínticas y que, una vez posada su punta en el suelo, le llegaba la hoja a la cintura.

—Pues porque luchan como individuos, no como un grupo. Es una forma diferente de entender la guerra. De todos modos, si pudieran, ellos seguramente te preguntarían lo mismo a ti. ¿Cómo puedes luchar con una espada tan corta? —dijo Okela palmeando la espalda a su acompañante—. Bien, volvamos al campamento. Ahora sabemos por qué avanzamos sin ser molestados: se han matado entre ellos, entre los que estaban aquí y los que llegan del norte. Alguno se habrá atribuido la victoria, pero por el aspecto no debe haber ganado nadie.

Antes de volver, junto a una carreta destrozada, vieron a un joven sin vida empuñando una espada más grande que él. Detrás, una mujer con un asombroso parecido al muchacho yacía muerta con los ojos perdidos en la nada, ensartada por una lanza. Okela se quedó un momento absorto ante la escena. Llevo su mano a la bolsita que colgaba de su cuello donde la tierra de la sagrada Esparta estaba mezclada con la sangre de su mujer. Por un momento le pareció ver a Ático empuñando su espada para defender a su madre ante las hordas persas. Una inmensa tristeza se apoderó del hombre de hierro. Ya no recordaba sus caras.

A la tarde del siguiente día llegaron al punto en el que la expedición había establecido el campamento. Era un buen lugar. El gran río discurría cristalino hacia oriente mientras un tímido afluente vertía a él las aguas producto del deshielo de las cumbres. Frondosas arboledas flanqueaban las márgenes del Ebros, que llenaba de vida todo lo que tocaba.

Mientras cabalgaban hacia el campamento pudieron ver cómo Casandra bromeaba con los hombres e iba de un lado a otro mostrándose hacendosa y feliz. Okela no pudo evitar pensar en la fortaleza de la muchacha. Había sufrido lo incontable: repudiada por su familia, había tenido el valor de esconderse y embarcarse rumbo a lo desconocido con aquel grupo de hombres, había sufrido las inclemencias del invierno como un espartano más, y, además, su sonrisa parecía perenne. La muchacha producía en los hombres una sensación protectora, era como si tuviese a su disposición doscientos padres. Menón, el cretense, la llamó desde la distancia, enseñándole su arco y unas flechas. Casandra dejó lo que estaba haciendo y corrió a unirse a él, jubilosa.

—Nuestra Casandra se está convirtiendo en mujer —observó Jantipo acercando su caballo al de su jefe—. Habría que buscarle un buen marido.

Okela observó a la joven de nuevo, pero bajo la luz del inocente comentario de Jantipo. Un marido apropiado. Ciertamente la muchacha estaba floreciendo, a su belleza natural se unían las vistosas flores primaverales con las que se había fabricado una corona y un collar.

—Quizá Telamón —dijo Okela—. Es de su edad y es buen muchacho.

Jantipo asintió y emitió una gutural aprobación. El pequeño grupo desmontó y fue a reunirse con el resto de sus compañeros mientras el general seguía a grupas de su caballo en dirección a Menón y Casandra.

Menón había utilizado unas cuerdas para fabricar una diana, había utilizado la sangre de un jabalí para pintar el centro de rojo y la había colgado en un milenario roble solitario que daba una excelente sombra y dejaba suficiente espacio como para practicar el tiro con arco: unos quince pasos. Okela se detuvo para observar la situación y escuchar las instrucciones de Menón. Ninguno de los dos reparó en su presencia.

—Observa —decía Menón—: Coges el arco con la mano izquierda, pones la flecha aquí, apuntas y disparas. Así de fácil.

Visto y no visto. El arco se destensó despidiendo la flecha a gran velocidad. Ésta, casi al instante, quedó ensartada en el centro de la diana bailando y vibrando hasta pararse. Menón instó a Casandra a que lo intentara, alargando el brazo y entregándole el arco.

Con absoluta torpeza, la muchacha procuraba colocar la flecha en el tendón que servía para propulsarla. Después de un momento de posturas imposibles a las que Menón asistía entre atónito y divertido, y de sacar la lengua para mordérsela como parte de la concentración, Casandra logró poner la flecha en su sitio y miró a Menón con aire victorioso. Luego, sin soltar las plumas de la flecha con la mano derecha, procuró posarla sobre el pulgar de su mano izquierda, sin mucho éxito. Menón hizo ademán de ayudarla, pero Casandra insistió en que lo haría sola, sin la ayuda de un cretense peludo y feo. Este tipo de insultos los decía con tal dulzura y delicadeza que podían llegar a parecer piropos. Estar rodeada de soldados había aguzado su capacidad para insultar como un hombre, pero sin dejar de un lado su feminidad. Menón rió ante la ocurrencia y se cruzó de brazos, disfrutando de los intentos de su nueva pupila.

Por fin consiguió colocar la flecha sobre su pulgar izquierdo. Ladeó la cabeza, guiño un ojo. Sacó de nuevo la lengua y la mordió. Tensó el arco con todas sus fuerzas y soltó la flecha. El resultado fue cómico, ya que el proyectil quedó enganchado tendón y apuntando al suelo. El arco sonó como una lira desafinada, y la corona de flores que llevaba en la cabeza se deslizó hasta cubrirle los ojos. Unas carcajadas hilarantes salieron de la garganta de Menón. Casandra tiró el arco al suelo con rabia, le propinó una patada en la espinilla y acto seguido intentó moler a su instructor a bofetadas mientras éste se defendía como un niño retorciéndose de risa.

—Me siento más seguro sabiendo que tenemos a una auténtica Artemisa entre nosotros —dijo Okela con sorna.

Casandra, que hasta ese momento no había reparado en su presencia, se detuvo de inmediato. Sus mejillas enrojecieron como el hierro candente y miró al suelo avergonzada.

—Ni siquiera Apolo dispararía mejor —apostilló Menón.

Casandra le miró con una mueca de odio amistoso.

—Seguid, por favor —dijo Okela.

Menón cogió el arco y, con suma destreza, disparó en un abrir y cerrar de ojos, dejando la segunda flecha paralela a la primera. Comenzó a explicar de nuevo su técnica a Casandra, que aturdida por la vergüenza no acababa de prestar atención. Okela prosiguió su caminó. La escena le había puesto de buen humor, sobre todo después de oír a Casandra decir a Menón que por su culpa había hecho el ridículo.

El campamento estaba tranquilo. Aquí y allá los hombres se peinaban los cabellos, limpiaban sus escudos, grebas o corazas, practicaban la lucha o se bañaban en el río mientras Onomácrito y Telamón probablemente anduviesen buscando sus hierbas por el bosque.

Okela buscó a Pantites, que informó de que, durante el tiempo que habían estado ausente, no había habido problema alguno. No obstante, habían explorado el terreno. Al sur, pasado el Ebros, se alzaba un pequeño poblado íbero, y al otro lado del afluente, tras unas colinas, habían divisado a un grupo de bárbaros. El asentamiento no parecía permanente, sino más bien un alto en el camino. Eran keltoi de cabellos dorados que viajaban con rebaños, bestias de carga y carretas, mujeres, ancianos y niños. Okela relató lo acontecido al norte; debían ser las mismas gentes, concluyeron, sólo que aquellos habían tenido mala suerte, quizá por el hecho de ir a la zaga. Mover todo un pueblo de un enclave a otro en busca de nuevas tierras debe ser una tarea titánica. ¿Qué podría impulsarles a ello? Probablemente, apuntó Pantites, se tratara de un pueblo acosado por invasores, como lo eran los griegos por los persas.

Ambos tomaron la decisión de permanecer allí unos días, hasta que los keltoi se hubiesen ido. Buscar una ruta alternativa podría llevarles días y perderían la referencia del gran río. Por otro lado, atravesar una muchedumbre de bárbaros era, cuando menos, temerario. Okela concluyó que unos días de descanso no vendrían del todo mal, y aquel era un buen sitio.

Cuando cayó la noche se hizo el cambio de guardia. Okela, Jantipo, Pantites y Menón hablaron sentados alrededor de una hoguera durante un buen rato, hasta que ésta se consumió. Bajo el cielo estrellado de Iberia, a los tres últimos les fue venciendo el sueño. El general se incorporó y decidió adentrarse en el bosque para supervisar los puntos de guardia. Ya habría tiempo de dormir.