Okela se despertó sobresaltado al poco tiempo de quedarse dormido, abriendo repentinamente los ojos. No, el vascón no habría podido avisar a sus compatriotas, pero su hijo, al que Okela no veía desde hacía días, sí. «Maldito perro», pensó.
Se incorporó bruscamente. Ningún ruido parecía perturbar el pesado sueño de los que no estaban de guardia. Muchos roncaban alrededor de las pequeñas hogueras. Todo estaba tranquilo. Okela se acercó a Pantites, que aquella noche, junto con otros veinte hombres, formaba parte del perímetro de centinelas que velaban por el sueño de los demás. El joven espartiata se cuadró ante la presencia de Okela.
—¿Alguna novedad?
—No, señor; está todo tranquilo.
—¿Qué opinas sobre la posición del campamento?
—Bueno —contestó el soldado mirando a las cumbres de los montes pelados que les flaqueaban—, si no hay peligro en las alturas que nos rodean, es un buen lugar. Hay agua y protección del viento.
—¿Has notado algo raro? ¿Algún ruido en las cimas?
—No. Bueno, el vascón salió hace un buen rato del campamento. Y todavía no ha vuelto, pero ya sabes cómo son estos bárbaros.
—¿Dijo algo?
—No, se limitó a saludar.
Okela se quedó pensativo y miró a las crestas. No había ningún resplandor que pudiera indicar que allí arriba había hogueras, ni un ruido que pudiera indicar la presencia de alguien. Paz y tranquilidad absoluta, pero no podía evitar pensar, y cada vez con más intensidad, que en las elevaciones aguardaba un enemigo feroz ocupando una posición ventajosa. Demasiadas coincidencias.
—Dime, Pantites: si tuvieras que atacar a nuestra columna desde ahí arriba, ¿cuándo lo harías?
Pantites miró de nuevo a las colinas.
—Pues imagino que esperaría al alba. O mejor, al momento justo antes de que salga el sol para descargar toda la furia desde arriba y tener así todo el día para acabar con los que aquí acampan y que no escapase ninguno.
—Eso mismo pienso yo. —Okela hizo una pausa, cada vez se sentía más observado—. Creo que el vascón nos ha traído a una trampa. Me he dado cuenta de que hace días que no veo al pequeño bastardo que llama hijo. Este lugar es perfecto para una emboscada, no sólo por la posición, sino porque en este desierto, aunque lográramos escapar, no sería difícil darnos caza. Y para colmo, ese perro desaparece esta misma noche. Creo, mi querido Pantites, que esos dos montes que nos flanquean están plagados de vascones, como los excrementos están plagados de moscas.
Pantites miró hacia arriba con preocupación.
—¿Y por qué iba a traernos el vascón hasta aquí para atacarnos? —preguntó Pantites.
—Pues porque doscientos caballos, animales de carga, provisiones, armas y oro ateniense son un buen botín; porque en esta posición podrían acabar con nosotros con facilidad y porque, dado que no somos de un pueblo vecino, no habría represalias. Di a los centinelas que vayan despertando a todo el mundo con sigilo, excepto a los que roncan, debemos dar la impresión de que seguimos plácidamente dormidos, los que despierten, que no se muevan de su sitio hasta haber tomado una decisión. Nos veremos aquí en un rato. Que se haga el menor ruido posible.
—Sí, señor.
Okela comenzó a despertar a los que tenía más cerca, indicándoles con el índice que se mantuvieran en silencio mientras pensaba en cómo salir del comprometido lugar. Sus sospechas podían deberse a un exceso de celo, pensó para sí mismo, pero mejor resultaría prevenir. Demasiados indicios. Demasiadas coincidencias.
Si aquellas cumbres estaban atestadas de bárbaros, debía idear alguna estratagema para estar lejos de allí lo antes posible. El camino que habían recorrido sería difícil de seguir por la noche, pero al fin y al cabo, si alguien en el mundo estaba hecho a las marchas nocturnas y la orientación en la oscuridad eran los espartanos. Habían dejado atrás el cauce del Ebros y se habían dirigido hacia el norte. El paisaje era monótono y repetitivo, la oscuridad no permitiría orientarse tomando puntos de referencia y no podrían utilizar antorchas que arrojasen un poco de claridad sobre sus pasos. Tendrían que guiarse, al igual que Adrastos sabía guiarse en el mar, por las estrellas. Un desierto es lo más parecido al mar. Desandarían lo andado hasta volver al cauce. De todos modos, no serviría con sólo levantar el campamento y volver sobre sus pasos, también había que desplazar a los bárbaros, si los había, de su posición. Delicada situación, pensó. Habría que hacer creer a los vascones que se dirigían en una dirección mientras en realidad iban en otra. Pero, ¿cómo? Reunió a Menón a Jantipo y a Fidón, a quien hizo partícipes de sus sospechas, y esperó a que Pantites fuese a su encuentro.
—Todo el mundo está despierto y en sus puestos… excepto los que roncan —informó.
—Bien —dijo Okela con semblante serio—. Esto es lo que se me ha ocurrido: utilizaremos a cien de nuestros caballos como señuelo. Muchos de nosotros tendremos que seguir a pie, pero, si todo va bien, deberíamos estar cerca del río cuando amanezca. Ataremos sobre cada uno de ellos una lanza que colocaremos horizontalmente y, en los extremos de éstas, dispondremos cuerdas a modo de antorchas que empaparemos en grasa. Fidón, montarás uno de los caballos y los guiarás al norte. Cuando estés a una distancia de dos o tres estadios, comienza a encender las antorchas. La idea es hacer que parezca que nos hemos alejado todos en columna de a dos. Nosotros permaneceremos aquí, en la oscuridad, listos para salir en dirección opuesta. Si cuando se vean las antorchas encendidas percibimos desconcierto en lo alto, tomaremos el camino al sur, si no, Menón lanzará una flecha ardiendo hacia tu posición que será la señal para que vuelvas con los caballos, permaneceremos aquí y mañana seguiremos adelante. Te elijo a ti, Fidón, porque al ser mensajero y rastreador entiendo que sabes guiarte mejor que nosotros y que nos encontrarás si mis sospechas son ciertas. ¿Qué opináis?
—Creo que hay un pequeño problema con esta idea, señor —intervino Pantites—. Los caballos al ver el fuego es probable que salgan en estampida cada uno por un lado.
—Eso no es ningún inconveniente —repuso Fidón—: Tan sencillo como atarlos los unos a los otros y cubrirles los ojos con una tela para que no vean el fuego.
—En ese caso me parece una excelente idea —accedió Pantites.
—Una cosa más, Fidón: si percibes que te pisan los talones, arrea a los caballos y que cada uno tome una dirección. De esa manera espero que podamos dispersarlos —añadió Okela.
—¿Y por qué no simplemente subir y cortar gargantas? —sugirió Jantipo—. No hay nada mejor para desbaratar una emboscada que preparar otra. Podríamos buscar el acceso. Por aquí parece imposible, pero por el otro lado puede ser más asequible.
—No sabemos cuántos son Jantipo, y prefiero que no nos arriesguemos en un terreno que desconocemos completamente si tenemos otra opción. ¿Alguna pregunta?
—No, señor —respondieron todos al unísono.
—Muy bien, pues en marcha. Debemos actuar con celeridad, tenemos que aprovechar la noche para alejarnos.
Jantipo, Pantites, Menón, Fidón y Okela fueron informando a los demás de lo que había que hacer. A la falda del escarpado monte, donde la luz de las hogueras no llegaba, se fueron reuniendo los caballos seleccionados, se ataron los unos a los otros en fila, se les cubrieron los ojos y se afianzaron sobre sus lomos las lanzas cubiertas de cuerda y empapadas de grasa en sus extremos. Antes de que Fidón se pusiese en marcha a la cabeza de aquel destacamento fantasma, se despertó a los que roncaban, se prepararon las carretas en el mayor de los silencios y se apagaron las hogueras. Todos quedaron dispuestos para escabullirse en la oscuridad de la noche.
Fidón fue engullido por las tinieblas. Después se difuminó en el silencio nocturno el lento pisar de los últimos caballos. Pasado un tiempo, comenzaron a encenderse las antorchas a lo lejos, una a una. Ciertamente, desde aquella distancia parecía que un pequeño ejército estuviese en movimiento. Okela pidió a Zeus Crónida por la seguridad de Fidón deseando no perder a otro buen espartano.
No tardaron en llegar los murmullos de lo alto. Murmullos en lengua extraña que, como un viento que comienza siendo una leve brisa, se torna en tormenta en poco tiempo. Allí estaban, tal y como Okela había supuesto, desconcertados por ver a lo lejos que su excelente y fácil botín se alejaba de ellos.
La expedición espartana al completo se mantenía en el más absoluto de los silencios. El revuelo provocó la caída de algunas piedras desde los montes pelados, y pudo distinguirse la voz de Uhaitz maldiciendo su suerte. Tal como llegó, el murmullo fue alejándose a medida que descendían por la ladera opuesta los pérfidos vascones para seguir a Fidón y sus caballos.
La columna espartana se puso en marcha enseguida. El paso fue lento, pero pasado el amanecer estarían lejos, y para cuando los vascones quisieran darse cuenta, habrían llegado a las lindes del desolado lugar.
Okela sonrió para sí.