61

¿Cuántos errores debe cometer un hombre a lo largo de su vida? ¿Cuántas veces debe arrepentirse de ellos y sin embargo seguir cometiendo el mismo error u otro parecido? ¿Son nuestras decisiones inevitables a lo largo de toda nuestra existencia? ¿Estamos predestinados a hacer lo que hacemos, o sencillamente es todo fruto de lo que somos, del momento y el lugar en el que nacemos? Al final, las cosas son como son porque no pueden ser de otra manera; las decisiones que tomamos son las que son porque somos como somos y el momento más insignificante de nuestra vida existe porque todos los demás momentos nos llevan a él. Dicen los hombres piadosos que las Moiras tejen nuestro destino; pero, ¿no será más lógico pensar que, en vez de estar nuestro destino ya escrito, desde el mismo nacimiento estamos avocados a ser lo que somos? ¿A hacer lo que hacemos?

Atrás quedó Pausanias. La expedición salía de Sedeisken con las carretas repletas de la generosidad sedetana. El sol lucía con fuerza. Perséfone, la diosa desposada con Hades, volvía con su madre desde el inframundo y Deméter, jubilosa, volvía a entregar sus dones a la tierra. El mundo volvía a nacer después de un crudo invierno. El olor inconfundible a vida, el canto de los pájaros que buscan aparearse, las laboriosas abejas saliendo de su letargo atraídas por la belleza de las flores, miles de insectos surcando los aires. Hacía ya un año que Okela atravesó por última vez, y sin saberlo, las estrechas cumbres del Taigeto, como tantas y tantas veces había ocurrido. Atrás quedó Kalisté, de quien Okela sólo podía imaginar sus últimos momentos, dándose muerte antes de caer en manos de los persas. Imaginaba también a Ático quien, con su camada de lobeznos espartanos, seguramente habría despachado a más de un enemigo antes de caer exhausto, y a Euricles, comandando su trirreme en una acción desesperada contra innumerables enemigos.

Una nueva Esparta. Por primera vez le resultó a Okela una idea absurda. Él debería estar regando con su sangre algún lugar del Peloponeso y debería haber sufrido una bella muerte tras haber vendido cara su vida. Mientras su mente estuvo ocupada en solucionar los escollos de la expedición, poco tiempo había quedado para estas reflexiones. Pero tras doce días de camino por territorio sedetano y suessetano, tiempo en el que no había tenido que ocupar la mente en la seguridad y bienestar de su expedición, los fantasmas le acosaban.

Los suessetanos no eran como los sedetanos de Ibiskar. Eran más fornidos, más altos y tenían más parecido con los keltoi venidos del norte, aunque más parecían una mezcla de ambos pueblos que hubieran dado a luz otra raza. La tésera de hospitalidad de Ibiskar era un auténtico salvoconducto en unas tierras plagadas de gentes fieras. Habían atravesado otro afluente del gran Ebros, habían atravesado inmensos y frondosos bosques donde la caza era abundante, y Menón, el cretense, cazaba con su habitual destreza de arquero. Quizá, al fin y al cabo, esa arma no era tan afeminada, sino más bien inteligente.

El camino cada vez se hacía más abrupto y algo difícil, y el gran Ebros, una vez abandonado el territorio suessetano, nada tenía que ver con la abundancia de su desembocadura.

—Señor —dijo Uhaitz acercándose a Okela—, si seguimos el cauce del río pronto nos encontraremos con montañas infranqueables, es mucho mejor dar un rodeo por el norte, el camino es más llevadero, aunque algo más largo.

Nada más tuvo que decir el vascón para que Okela ordenase el cambio de rumbo en la marcha.

Apartándose del cauce del río, la expedición guió sus pasos hacia septentrión siguiendo a Uhaitz. Los días primaverales eran agradables. De vez en cuando, una bienvenida brisa acariciaba los rostros de los espartanos, que avanzaban ataviados tan sólo con sus quitones y sus capas carmesí. Las armaduras y las lanzas iban guardadas en las carretas, excepto por aquellos que viajaban en vanguardia y retaguardia, quienes iban completamente armados y en los mejores caballos. Las capas espartanas iban acusando el paso del tiempo; lucían gallardas el desgaste de las largas marchas y los agujeros y desgarros producidos por combates y abruptos terrenos. Pero la moral estaba alta. Los hombres intentaban calcular por el cauce del río cuánto podría faltar hasta sus fuentes, creyendo que el caudal era directamente proporcional a la distancia, y luego se planteaban lo que harían al llegar. Ninguno sabía arar un trozo de tierra, ni edificar otra cosa que no fuesen empalizadas. ¿Qué harían? Si aquel lugar no estaba habitado no habría mujeres y, por tanto, no habría forma alguna de perpetuar su linaje ni de fundar lo que el Oráculo les pedía: una nueva Esparta. Por el contrario, si estaba habitado, habría mujeres, sí, pero también hombres, como es lógico, y éstos, que serían bárbaros, no permitirían en forma alguna que sus mujeres se mezclasen con ellos. Jantipo apuntó a una tercera posibilidad: estaba convencido de que llegarían a un lugar dominado por amazonas, pues según le habían contado de niño, estas mujeres guerreras habitaban los confines del mundo. Esta idea ganó muchos adeptos entre los hombres, que imaginaban entre risas cómo sería llegar a un mundo así. Jantipo decía que cuando nacía un niño entre las amazonas, lo enjaulaban con los demás, les mantenían e iban seleccionando a los mejores para que pudiesen engendrar mujeres fuertes y robustas.

—A mí no me importaría que me metiesen en una jaula y que sólo me sacasen para procrear —bromeaba Fidón.

—¿Y para qué te iban a utilizar a ti teniéndome a mí? —respondía Jantipo ante la risa de los que cabalgaban cerca—. Yo lo que quiero es enfrentarme a ellas, pero en el barro, contra unas tres o cuatro. —Todos volvieron a reír.

Los bosques fueron desapareciendo paulatinamente y la columna espartana se adentró, avanzada la tarde, en una extraña llanura yerma. Más comenzó a parecerse aquello a un desierto que a las ricas tierras que habían recorrido hasta entonces. Okela preguntó a Uhaitz si, efectivamente, esa era la ruta a tomar. Uhaitz asintió con vehemencia: el extraño paraje era el trabajo de sus dioses, lo habían creado para hablar allí con los mortales. Tardarían cuatro días en atravesar el lugar, pero el camino era el correcto, él lo había recorrido en innumerables ocasiones.

Okela tardó en darse cuenta de lo que le incomodaba, de lo que le hacía mirar desconfiado a un lado y otro del desolado paisaje. No se oía el alegre cantar de los pájaros, ningún jabalí salía corriendo delante de la columna asustando a los caballos. Los hombres, inducidos por el silencio, callaban. Sólo se oían los cascos de los caballos sobre el pedregoso y reseco camino, que a su vez hacían eco rebotando en las extrañas formas que la naturaleza se había tomado el tiempo de esculpir. Pero había algo más tétrico. El viento silbaba amenazante entre aquellas esculturas naturales. Okela miró instintivamente en dirección a Casandra, la muchacha estaba visiblemente asustada.

—Acamparemos aquí, Uhaitz —dijo Okela.

—Con todos mis respetos señor, no es buen lugar. A quince estadios encontraremos un riachuelo con agua fresca.

Okela aceptó el razonamiento, aunque algo le rondaba la cabeza. Algo no estaba bien en todo aquello; no sabía qué, pero algo fallaba. El caso es que, en este tipo de parajes, es fácil creer ver u oír lo que no se ve u oye en realidad: sombras y ruidos lejanos se entremezclan en la mente dibujando formas amenazantes. Nadie en la columna se quedó impasible ante el sobrecogedor paisaje, todos miraban a todas partes mientras avanzaban.

El día se iba extinguiendo cuando llegaron al punto indicado por Uhaitz. El sol comenzaba a esconderse dejando una estela anaranjada, como anaranjado resultaba ser el paraje desértico que atravesaban, casi rojizo, que daba a las extrañas formas un aspecto más amenazante si cabe. Las nubes parecían montones de lana empapados en sangre. Un pequeño río, hundido y de complicado acceso, discurría plácidamente en dirección opuesta a la que venían. Probablemente llevaba sus aguas al gran Ebros.

—Éste es un buen sitio para acampar —dijo Uhaitz—. Abajo, junto a la orilla, los caballos y los hombres podrán refrescarse.

Okela ordenó que la columna se detuviese. El silencio que se hizo fue absoluto, salvo por los bufidos desacompasados e intermitentes de los caballos a lo largo de la columna. Desmontó, y pausadamente observó el paraje a su alrededor. Bajó la mirada y removió el suelo con la planta del pie como hubiera hecho un jabalí. Nada podía crecer allí. Qué extraño lugar.

El sitio propuesto por Uhaitz para acampar era aceptable, ya que el agua estaba cerca. Detrás del río, a mano izquierda, se alzaba un monte pedregoso y sin vegetación que parecía culminar en una meseta. A la derecha, a un estadio de distancia, se alzaba otro monte de iguales características. Un excelente lugar para una emboscada, concluyó Okela mientras miraba hacia arriba.

—Nadie, salvo comerciantes y brujos, viene nunca por aquí —dijo Uhaitz como si leyese los pensamientos del espartano—. Es un lugar seguro.

—No por eso vamos a descuidar la guardia, ¿verdad, vascón? —preguntó Okela manteniendo la mirada de Uhaitz.

—Por supuesto que no, señor; pero insisto: ¿quién iba a transitar por este paraje?

—Pues no sé, ¿alguien que hubiese sido avisado de nuestra presencia? ¿Alguien que considerase valiosos los caballos, el oro, las armas?

—Sabéis vosotros más de estrategia que yo, señor —dijo el vascón humildemente.

La cara de Uhaitz se mantuvo firme, sin una mueca de culpa. Okela valoró por un instante que ese hombre pudiese estar guiándoles por ese lugar para tenderles una emboscada preparada con anterioridad en connivencia con su pueblo, ya que, por lo que había comentado, se acercaban a las tierras de los vascones y, sencillamente, el hombre era un rufián. Cuando uno se dirige inquisitivo a un traidor, sin que éste lo espere, siempre hay signos que delatan su culpabilidad. No fue el caso, aunque el íbero también podía ser un consumado actor. De todos modos, por mucho que hubiera querido, ¿cómo avisar a su pueblo de que los espartanos se acercaban? Okela había cabalgado junto a él, y además hubiera necesitado días para ir, informar y volver.

El korkótida despejó sus dudas y acamparon. El vascón les había servido bien hasta ahora, no había razón para desconfiar. No obstante, se establecieron guardias como era costumbre. Nunca se puede estar totalmente seguro. La columna espartana se dispuso a hacer noche allí. El cielo estaba iluminado por un sinfín de estrellas, y la luna, un delgadísimo arco en el firmamento, presidía la noche. Hacía una temperatura agradable. No hizo falta montar las tiendas.