Llovió y nevó durante días. Estaba siendo el invierno más duro que los espartanos jamás hubiesen vivido, ¡y por los dioses que era mejor pasarlo entre bárbaros hospitalarios, al calor de sus hogares y con comida abundante, que avanzando por la nieve en un territorio hostil por su mera naturaleza! Durante las noches, muchos eran los que acudían a la casa de Ibiskar a escuchar a Telamón recitar una y otra vez la Odisea. El muchacho se convirtió en uno de los hombres más saludados y agasajados de toda la expedición y se le veía cómodo con su nueva condición de aedo; no sólo eso, sino que además desarrolló un talento oculto, una patente facilidad para aprender el idioma de los íberos.
Okela se había planteado continuar la marcha en unos días, pero Ibiskar, con quien compartía mañanas de caza y noches de charla, le había dicho que cometer un error es de humanos, pero que persistir en él, de necios. Espera hasta la primavera, hasta que salgan las primeras flores, le había aconsejado. Okela se convenció a regañadientes, pero el anciano caudillo tenía razón. Cuando le informó de su decisión a Ibiskar, la faz del sedetano se iluminó de alegría. Pero no todo era felicidad. Los hijos de Ibiskar, especialmente el mayor, miraban con recelo a Okela e incluso le dispensaba gestos retadores cada vez que se cruzaban, a los que el espartano hacía caso omiso. Era como si el extranjero hubiese ocupado el lugar que, por sangre, le correspondía.
Lejos de mantenerse ociosos, Okela instó a sus hombres a colaborar en todas las tareas del poblado que pudiesen requerir fuerza física. La caza también se convirtió en una ocupación habitual para ellos. La destreza de Menón y sus cretenses con el arco era habitual tema de conversación entre los nativos, que miraban al arquero con admiración. Por las tardes, los espartanos formaban en la explanada del castro con su panoplia al completo y se ejercitaban ante la atónita mirada de los bárbaros, que comenzaron a asistir puntuales a los ejercicios. La presencia de Ibiskar era habitual procurando observar con atención una forma de lucha tan diferente a la suya. Así como los íberos entendían que la guerra era una cuestión personal en la que cada hombre mostraba su valía en la lucha, los espartanos parecían dar más importancia a la cohesión del grupo, a las órdenes conjuntas. Se movían todos a la vez, como en un estudiado baile; corrían con sus pesadas armas sin resquebrajar la formación, proyectaban sus lanzas a la vez lanzando un grito de furia contra enemigos imaginarios, se agachaban al tiempo, corrían y, a una orden, daban media vuelta y trababan escudos formando una perfecta pared de bronce. Quizá lo que más se acercaba al gusto de Ibiskar eran las luchas individuales entre espartanos que practicaban sin armadura y casi desnudos sobre la nieve. Estos se colocaban en corro y uno de ellos retaba a otro. La lucha consistía en hacer que la espalda de su adversario tocara el suelo. Okela explicó a su anfitrión que no se permitían ni mordiscos ni golpes en los genitales, pero que, aparte de eso, cada cual era libre de buscar su estrategia, y que no siempre era el más fuerte el que ganaba. Para el profano, todos los combates podían parecer iguales, acercamiento en lento y acompasado baile de los dos contrincantes observando los movimientos del otro, las rodillas flexionadas y las manos mostrando sus palmas al adversario; tanteo de mano a mano hasta que, en un momento dado, uno de ellos decidía embestir al otro procurando desequilibrarle. Los miembros se entrelazaban y ambos adoptaban posturas imposibles. A veces parecían inmóviles, pero su respiración jadeante dejaba intuir el esfuerzo que realizaban. Los brazos intentaban asir mejor al contrario al tiempo que procuraban dificultar los movimientos del otro; las piernas intentando hacer barridos o trabarse en las rodillas del enemigo para provocar su caída. A veces se separaban para volver a tentarse con las manos y volver a trabar sus cuerpos acto seguido.
Pocos eran los que se atrevían a retar a los espartanos, pero alguno lo hizo, por una mezcla de curiosidad y hombría. Uno de los herreros de la tribu, hombre alto y fuerte, con la cabeza poblada de pelo abundante, gran barba negra, bigote ancho y cejas desproporcionadas, musculoso por haber pasado toda la vida batiendo el metal y anfitrión de Jantipo, retó a su huésped. Aquello se le antojó a Okela como un duelo de cíclopes en el que el bárbaro, falto de técnica, intentaba derribar al espartano, que lo esquivaba como jugando con él. El bárbaro utilizaba mucha energía y brutales gritos a la hora de intentar engancharse con Jantipo confiando en que, una vez en esa posición, llevaría la voz cantante. Pero el espartano esperaba paciente mientras estudiaba a su contrincante. Para cuando al final se abrazaron, el bárbaro estaba exhausto y no resultó difícil derribarle buscando un hueco entre sus rodillas con la pierna y haciendo que estas se doblaran. Cuando el gigante bárbaro cayó al suelo, ambos rieron y Jantipo le ofreció la mano para ayudarle a que se levantara. Jantipo no se lo esperaba y el bárbaro tiró con fuerza tumbando al espartano. Todos rieron y ambos se ayudaron a levantarse mutuamente. Los espartanos ya formaban parte de aquella gran familia, con sus peculiaridades, claro está, pero eran parte del poblado.
Y los días transcurrían. Okela se había acostumbrado a su nuevo apelativo: Kórkota. Sonaba bien, un poco bárbaro quizá, pero le gustaba y, además, aunque barbarizado, rendía honor a su familia, los korkótidas, los chacales de Esparta. Los lugareños lo saludaban por las mañanas y se sentía a gusto entre esas gentes. Pero sabía que algún día habría de partir y esperaba que fuera más pronto que tarde. Se sentía a gusto, sí, pero debía cumplir con su misión: fundar una nueva Esparta. Podía oír a Agías diciéndole «A mi me parece excelente fundar una nueva Esparta amigo mío, el problema es que en Esparta hay mujeres que permiten que luego pueda haber más espartanos. Sin mujeres, esa nueva Esparta estará llena de viejos dentro de veinte años y será polvo en cuestión de treinta», y llevaba toda la razón.
Casandra se había convertido en una chica vivaz y feliz, muy adaptada a la vida del castro. Ayudaba en las tareas de la casa y su relación con la mujer de Ibiskar era excelente. También hacía de hermana mayor con las hijas del jefe íbero y jugaba mucho con ellas. Cuidaba de su anfitrión como una nieta a su abuelo, y él la llamaba Helena de Esparta, lo que no dejaba de ser un inmenso piropo que solía sonrojar a la siracusana.
—Por ti se podría librar una guerra, muchacha —aseguraba el anciano habitualmente—. Pero debes engordar si quieres encontrar un buen marido.
También comenzaba a dominar rápidamente la lengua de los íberos. De vez en cuando, siempre que el tiempo lo permitía, paseaba con Telamón por el castro y hablaban. Onomácrito, en cambio, salía poco. Aseguraba que le dolían los huesos, y hasta el alma. Hacía tiempo que al joven médico no le hablaba de Okela y de las extrañas sensaciones y cosquilleos que recorrían su cuerpo cuando estaba cerca. Sabía que Telamón no encajaba bien ese tipo de comentarios y procuraba hablar de otras cosas. Le apreciaba como amigo, pero había algo en él que no le gustaba demasiado; algo en la mirada o en sus gestos cuando hablaba del jefe de la expedición espartana, por eso dejó de hacerlo. El amargo recuerdo de los latigazos y el hecho de que la muchacha viviera en la misma casa que el korkótida castigaba el corazón del muchacho y nublaba su mente con odio, aunque la siracusana no lo supiera. Telamón les imaginaba continuamente entregándose el uno al otro y gimiendo. Sencillamente no podía soportarlo.
Las confidencias entre mujeres no tardaron en llegar a la casa de Ibiskar, con los hombres viviendo en la más absoluta ignorancia; como fue siempre, como es ahora y como siempre será, sin ni siquiera imaginar que hablaban de ellos y sin saber hasta dónde pueden llegar las intimidades de dos mujeres en cuestiones de amor y, sobre todo, de sexo. Una guerra invisible de seducción o de rechazo, según la estrategia que desea seguir cada mujer; y es que el amor y la seducción se rigen por las mismas reglas en los confines del imperio persa, en Esparta, en Siracusa y en la tierra de los íberos. La convivencia en la casa con Okela le llenaba de una extraña satisfacción y siempre que había que servir a los hombres, la mujer de Ibiskar dejaba que lo hiciera Casandra, conocedora de sus sentimientos. Ella también había pensado que la joven era la mujer del espartano hasta que ésta lo desmintió. La siracusana siempre se ocupaba de Okela: de servirle cuando los hombres comían, de estar atenta a cualquiera de sus movimientos intentando intuir qué necesitaba y hasta haciendo de intérprete en ocasiones. En resumen, procuraba, como le había aconsejado la mujer de Ibiskar, mostrarse hacendosa y digna de su confianza. «A los hombres se les gana en tres frentes: la barriga, la casa y el lecho», había asegurado. De hecho, él ya no la miraba como al estorbo que supone tener a una mujer en una expedición de hombres, sino que llegaba al punto de solicitar su ayuda cuando buscaba algo o necesitaba hacerse entender; la llamaba o la miraba como si fuese transparente, pero eso para Casandra ya era suficiente. Al menos, por el momento.