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La noche llegó pronto. El poblado entero se volcó en la celebración. La nieve fue retirada de la explanada. La enorme hoguera central, alimentada por gigantescos troncos, iluminaba a todos los presentes y tributaba al cielo sus pavesas, que se perdían en la negrura de la noche como estrellas fugaces. Alrededor del fuego, los sedetanos más prominentes, sentados en el suelo, charlaban y reían en su incomprensible lengua. Los niños corrían inquietos y felices mientras las mujeres asaban en pequeñas hogueras circundantes jabalíes y corderos. Era una noche fría, pero la gran hoguera calentaba lo suficiente para no sentirse incómodo.

Ibiskar vestía su gran piel de oso que, según le relató a su invitado, había cazado él mismo cuando aún era joven. A su derecha, sus tres hijos por orden de edad; el mayor era un hombre de aspecto rudo y fiero, visiblemente respetado por todos, que miraba a los espartanos con desconfianza y recelo; el mediano, quien fuera al encuentro de la expedición espartana cuando ésta se disponía a cruzar el puente; y el pequeño, un muchacho que no debía tener más de doce años y cuyo padre le trataba más como a un nieto que como a un hijo. El lugar de honor lo ocupaba Okela.

Los espartanos se sentaban todos a la izquierda de sus anfitriones, dispersos entre el mar de gente. Algunos íberos habían llegado a intimar bastante con sus huéspedes, y a falta de bromas verbales, hacían bromas físicas entre ellos.

Las carnes asadas por las mujeres recorrían el círculo metidas en cestas y cada cual cogía lo que le parecía, siempre ofreciéndoselo primero a quien tenía a su izquierda. Las risas de los hombres dejaban ver la comida a medio masticar que llevaban en la boca mientras la grasa líquida recorría las barbas de los presentes que, cuando sentían que resultaba incómoda, se la limpiaban con el dorso de la mano. En grandes cuencos de madera los hombres bebían un líquido amarillento, parecido a la orina y que, por los dioses —pensaba Okela—, realmente sabía como tal cuando se calentaba; aunque fría resultaba muy refrescante. Los bárbaros, ruidosos y parlanchines, intentaban ahogar las palabras de los demás mientras que Ibiskar observaba de vez en cuando la cara de Okela y le palmeaba la espalda con fuerza. El caudillo realmente disfrutaba con su presencia. Ibiskar hizo comentarios acerca de la caza, del tiempo, de las mujeres, de la guerra, preguntando al lacedemonio su opinión en estos campos e interesándose sobre las artes de la caza en su tierra, similitudes y diferencias. El hambre se fue saciando, luego se sació la gula, y más tarde, cuando no quedaban ni una ni otra, se sació el hueco que siempre le queda a uno en todos los banquetes.

En un momento dado, un grupo jubiloso de hombres al otro lado de la hoguera comenzó a decir el nombre de Ibiskar cada vez más alto y a aplaudir lenta y acompasadamente.

—Quieren que cuente de nuevo cómo cacé al oso —dijo mientras se incorporaba trabajosamente—. Otra vez. Siempre pasa lo mismo.

Ibiskar comenzó a pasear alrededor del fuego, hablando, mientras las mujeres y los niños se acercaban para ver y oír a su caudillo contar aquella historia una vez más. Todos callaron expectantes. Sus palabras eran incomprensibles para los griegos, pero sus gestos exagerados no dejaban lugar a dudas. Había sido un día de viento y lluvia, había cazado algo que llevaba a hombros trabajosamente, y había soltado su presa al percibir una presencia. De repente había visto al oso, que era más grande de lo que sus brazos podían abarcar mientras contaba el relato. Acto seguido, Ibiskar luchó contra la nada, como si estuviese luchando contra el mortal abrazo del animal. Debía decir algo cómico mientras hablaba, porque su gente reía a mandíbula batiente.

Cuando el relato de Ibiskar acabó, otros bárbaros vitorearon y aplaudieron, gritando lo que debía ser otro nombre. Uno de ellos se levanto y comenzó a contar otra historia, esta vez con menos gestos y más difícil de entender, pero que también parecía una escena de caza y valor mezclada con un tinte cómico: parecía que su mujer le había salvado de las garras de alguna bestia o algo parecido. Cuando se habían sucedido varias de estas historias, Okela se dirigió a Ibiskar para decirle que tenía un regalo para él, pero que necesitaba silencio. Ibiskar se levantó y todos los presentes fueron enmudeciendo, prestando atención al anciano. Éste dijo unas palabras y con un gesto de la mano invitó a Okela a levantarse mientras se sentaba. Éste llamó a Telamón, a Clearco y a Uhaitz a su lado y hablo con ellos brevemente.

El incipiente murmullo de las gentes, se apagó de súbito cuando Clearco comenzó a arrancar una melodía de la flauta que siempre llevaba consigo. Ibiskar observaba complacido. Unas pocas notas solitarias fueron seguidas de la voz de Telamón que, tímida, comenzó su relato:

Háblame, Musa, de aquel hombre de singular ingenio que después de destruir la sagrada ciudad de Troya anduvo vagando larguísimo tiempo, vio las poblaciones y conoció las costumbres de muchos hombres y padeció en su ánimo gran número de trabajos en su navegación por el mar, en cuanto procuraba salvar su vida y la vuelta de sus compañeros a la patria. Mas ni aun así pudo librarlos, como deseaba, y todos perecieron por sus propias locuras. ¡Insensatos! Comiéronse las vacas de Helios, hijo de Hiperión; el cual no permitió que les llegara el día del regreso. ¡Oh diosa, hija de Zeus!, cuéntanos aunque no sea más que una parte de tales cosas.

Uhaitz tradujo mientras la flauta de Clearco tocaba las mismas notas que embellecían el relato confiriéndole un aura profunda e irreal. Ibiskar miró a Okela conmovido y emocionado, como preguntando ¿pero es que aún había más sobre Troya? El espartano inclinó la cabeza con un gesto que mezclaba asentimiento y agradecimiento. Ibiskar volvió de nuevo su mirada a Telamón, que prosiguió con el canto. Pero aquellas palabras, aunque Okela las conociese de memoria, se recitaban en un lugar y en un momento en el que, para él, cobraron otra dimensión. Era como si en vez de hablar de Odiseo, Homero hablase de él. Su mente se turbó: procuraba salvar su vida y la vuelta de sus compañeros a la patria. Mas ni aun así pudo librarlos, como deseaba, y todos perecieron. Recordó a Agías. Por un instante supo cómo debían sentirse los héroes de Homero: a la vez elegidos y malditos.

Telamón prosiguió con su canto. Los bárbaros mantenían la mirada fija en el joven griego, pero en cuanto acababa un verso todos volvían la vista a Uhaitz, deseosos de saber lo que la melódica voz transmitía. La flauta de Clearco y la voz de Telamón llenaban la noche. Cuando acabó el primer canto y los tres descansaron, el silencio se hizo intenso. Hasta los perros callaban, y tan sólo el lento crepitar de la hoguera y el chasquir de las maderas resquebrajándose a la lumbre interrumpían a la vez que acrecentaban la armoniosa sensación de quietud.

Telamón miró a Okela inquieto. Ni un aplauso. Sólo silencio y bocas abiertas. De repente, un bárbaro se levanto y gritó a Telamón desde el otro lado de la hoguera, parecía muy enfadado. El joven se sobresaltó y volvió a mirar a Okela. Uhaitz intervino discretamente entre ambos.

—Dice que qué pasó después, que si Telémaco se fue a buscar a su padre o no.

—Continua muchacho —pidió el general espartano.

En cuanto Clearco comenzó de nuevo con su melodía, el bárbaro se sentó expectante y Telamón inició el segundo canto. El frío comenzaba a caer con fuerza desde lo alto como una glacial manta, y aunque todos los presentes procuraban buscar calor tapándose y acurrucándose bajo sus pieles y adoptando posturas cada vez más recogidas, nadie se movió de su sitio. Uhaitz vacilaba a veces, pero parecía encontrar siempre palabras para trasladar, al menos, la esencia del relato a todos aquellos hombres que escuchaban por primera vez la indeleble historia de Odiseo. Por un momento, una extraña sensación recorrió los sentidos de los griegos, los versos les llevaban de vuelta a su casa como por arte de magia, pero además eran ellos los que se sentían anfitriones y no huéspedes. Anfitriones de las palabras del gran poeta.

Mientras el quinto canto de la Odisea inundaba la noche, las nubes cubrieron las estrellas y la luna, empujadas por Bóreas, que comenzaba a soplar de nuevo. Un destello iluminó la noche, seguido de un trueno que rasgó el silencio sepultando con su estruendo la voz de Uhaitz que traducía el último verso. La lluvia llegó inesperada mojándolo todo. Los bárbaros corrieron hacia sus casas. La gran hoguera luchaba por sobrevivir. Como el amor en la distancia, pensó Okela ensimismado.