Ninguno de los integrantes de la expedición durmió menos de dos días. Estaban extenuados por la falta de comida, la constante y penosa marcha y por la falta de sueño. Las frías noches habían hecho el descanso prácticamente imposible. Cuando Okela abrió los ojos vio la cara de dos chiquillas que echaron a correr, entre risas, al verle despertar. Se incorporó lentamente. Por unos instantes no supo muy bien dónde se encontraba pero pronto recobró la memoria y entendió que, de haber cruzado aquel puente, de haber seguido adelante, lo más probable es que pocos se hubieran salvado. También pensó que habían aceptado la invitación de los sedetanos demasiado deprisa. Podrían haberlos asesinado a todos mientras dormían porque, ¿quién ofrece su casa a unos hombres armados únicamente por el hecho de decir que son de donde son? La respuesta estaba clara: sólo un íbero. Gentes directas aquellas, tanto en la lucha como en la hospitalidad parecían darlo todo, no había doble fondo.
Okela no se había desperezado aún cuando la enorme mujerona que debía ser la mujer de Ibiskar entró en la vivienda con una gran sonrisa. Había sido alertada por sus hijas. Se acercó a la zona donde tenían los víveres, cogió un trozo de pan, rompió sobre él un huevo crudo que extendió con una cuchara de madera y se lo entregó. El lacedemonio respondió con una sonrisa de agradecimiento. La sonrisa: el más básico de todos los gestos, el más agradable y el único que todos los pueblos entienden cuando es sincera. Antes de comer el nutritivo manjar, el espartano se arrodillo delante de las dos niñas que no debían superar los diez años de edad; eran guapas y risueñas.
—Okela —dijo el espartano tocándose el pecho con la palma de la mano.
Las dos niñas se echaron a reír y entonces recordó lo que su nombre quería decir en su lengua. Volvió a intentarlo.
—Kórkota —dijo haciendo el mismo gesto—. ¿Tú? —dijo apuntando a la que parecía más mayor que, sonrojada, echó a reír y, sin decir palabra, salió corriendo seguida de su hermana.
La mujerona hizo un gesto que indicaba algo así como «ya sabes cómo son los chiquillos» y también se dirigió a la puerta, seguramente a continuar con sus quehaceres.
Cuando se acercó a la puerta la luz cegadora del sol, que se reflejaba en la nieve que aún cubría el poblado, le cegó durante unos instantes. Los ruidos que oía no dejaban lugar a dudas. Mantuvo los ojos cerrados mientras el refrescante frío de la mañana besaba su cara y respiró profundamente el olor a leña quemada, a hogar. Aquel lugar estaba repleto de armonía. El martillo de un herrero golpeaba un metal de forma rítmica, alguna vaca mugía a lo lejos, un caballo relinchaba, las mujeres hablaban y los niños reían; es más, muchos niños reían no muy lejos de él. Abrió los ojos. Una multitud de chiquillos se abalanzaba a carcajadas sobre un mismo punto donde había más niños amontonados. Un potente rugido guerrero se dejó oír debajo del tumulto, que empezó a moverse. De allí emergió Jantipo, el gigante Jantipo, quitándose niños de encima y rugiendo como un león. Los niños corrieron a esconderse entre las casas y le miraban riéndose. «¡Soy Polifemo! ¡Os voy a comer a todos!», gritaba el espartano mientras los buscaba con la mirada. Lucía una mueca fiera pero divertida en la cara. Las madres de los chiquillos miraban risueñas mientras hacían sus tareas.
El ruido de la paja dentro de la vivienda hizo que Okela se diese la vuelta y entrase de nuevo. Quería dar las gracias a su anfitrión y éste estaría despertando ahora. Pero cuando llegó al origen del ruido no vio a Ibiskar, como esperaba, sino a Casandra, quien con una delicada túnica que dejaba adivinar sus formas dormía plácidamente sobre un montón de paja. Aquella mañana todo le parecía bello, pero Casandra, en quien nunca se había fijado realmente, le pareció sublime. Se quedó absorto mirándola.
—¡Kórkota! —gritó la potente voz de Ibiskar desde la entrada sacándolo de su ensimismamiento—. Ven, acompáñame. Paseemos. Tu mujer es muy bella y joven, muy delgada para mi gusto, pues me gusta tener hijos fuertes y sanos, pero muy bella.
—No es mi mujer —repuso Okela.
—¿No? Pues la estabas mirando como si acabaseis de casaros. Bueno, y ella a ti mientras dormías —dijo Ibiskar—. Vamos, creí que nunca ibas a despertar.
A Okela le hubiera gustado explicar que su mujer estaba en Esparta, que era la mujer más bella, la más abnegada esposa, la más fiel compañera que jamás hubiera podido pedir un hombre, pero Ibiskar comenzó a hablar de otras cosas llevándole hacia la puerta. Okela no llegó a escuchar lo que decía el caudillo íbero. ¿Qué habría sido de Kalisté? ¿Y de Ático? Su suerte habría ido pareja a la de Esparta. La eterna pregunta del devenir de su ciudad y de sus seres queridos quedaría siempre sin respuesta. ¿Debía acaso dejar de hacérsela? ¿Debía sepultar sus recuerdos bajo la imagen de una Esparta ardiendo y destruida hasta sus cimientos? No, él era sus recuerdos, como cualquier hombre, y aunque el presente le empujara irremisiblemente hacia el futuro, nunca podría entenderse a sí mismo sin los cimientos de su pasado.
Los dos hombres caminaron hasta un recinto cerrado al lado de la casa del anciano caudillo.
—Este es mi caballo: Net —dijo Ibiskar acariciando un poderoso semental negro de bellas crines—. Yo creo que le quiero más que a mi propia esposa, sólo deja que lo monte yo. —Con una sonrisa picaruela añadió—: Como mi esposa. —A lo que siguió una estruendosa carcajada.
—Fabuloso ejemplar —repuso el espartano admirado.
—Sigamos caminando, Kórkota.
—Querría visitar a mis hombres, si no es molestia.
—Por supuesto. Esta mañana he visto a uno de ellos salir a recorrer el poblado, parece que se le ha quedado pequeño y ha corrido hasta el puente, veloz como una flecha y ligero como una pluma. Ese hombre corre como un ciervo acosado.
—Fidón, seguramente; un gran corredor.
—Hay otro, un auténtico coloso que lleva toda la mañana jugando con los niños.
—Sí, Jantipo.
Ambos hombres siguieron caminando por el poblado. Okela, por curiosidad, se acercó a la muralla y se encaramó a ella subiendo las rudimentarias escaleras que llevaban a lo alto de una torre de madera. Desde allí se divisaba un desierto blanco cubierto por la nieve. Parecía mentira que hubiesen logrado atravesarlo. Siguió con los ojos el curso del río que iba a dar al Ebros, pero no vio su final, y también vio el puente, más allá del cual sólo había extensiones de tierra inabarcables a la vista, distantes montes y colinas, todo cubierto por el blanco manto. Un hombre solitario corría a lo lejos de vuelta al castro: Fidón.
Preguntó por la ubicación de las carretas donde se encontraban los enseres de la expedición. Ibiskar le llevó hasta ellas en una explanada dentro del recinto amurallado donde permanecían solitarias, como abandonadas, y le explicó que los bueyes y los caballos, al igual que los hombres, habían sido distribuidos entre las diferentes casas; ellos los alimentarían y cuidarían hasta su marcha.
—Esta noche haremos un gran banquete aquí mismo en vuestro honor —dijo Ibiskar—. Quemaremos árboles enteros, comeremos hasta hartarnos, beberemos, charlaremos y reiremos.
—Eres demasiado generoso, Ibiskar.
—No, querido Kórkota, así lo ordenan nuestros dioses.
Okela buscó entre las armas y extrajo un aulós. Hinchó bien los pulmones y sopló con todas sus fuerzas cerrando los ojos. El sonido del instrumento resonó en todo el castro; por unos instantes, todos los ruidos cesaron y los hombres, mujeres y niños se preguntaron de dónde salía la aguda melodía. Buscar a todos los espartanos entre las casas hubiera llevado todo el día, tocar a reunión era la forma más rápida y sencilla de tenerles allí a todos cuanto antes.
Pantites fue el primero en aparecer. ¿Cómo se las arreglaba aquel hombre para ser siempre el primero? A él le siguieron los demás. Jantipo apareció arrastrando un niño en cada pierna mientras les pedía por favor que le dejasen tranquilo un rato, pero no lograba hacerse entender, o sencillamente no querían entenderle. Clearco llegó casi desnudo, el toque a reunión le acababa de despertar. Menón y sus cretenses, Onomácrito, Telamón y los vascones, aparecieron poco después, seguidos de Fidón, que llegaba sudando, y Pausanias que, ayudado por una muleta y una joven muchacha bárbara, hizo su aparición el último. Mientras, varios bárbaros se asomaban curiosos siguiendo también el sonido del aulós.
El general espartano se subió a una de las carretas con un ágil salto. Se sentía lleno de energía. Durante unos instantes observó a sus hombres. Estaba orgulloso de ellos.
—Espartanos, muchos han sido los peligros que hemos debido afrontar hasta llegar aquí y los habéis superado con honor, tesón y valentía; por eso los dioses nos han recompensado con la calidez de estas buenas gentes. Sed dignos de ello como sé que lo seréis. Esta noche habrá un gran banquete en vuestro honor al que os invita nuestro anfitrión, Ibiskar. Nuestra marcha deberá proseguir tarde o temprano, pero hoy descansad y disfrutad. Mañana habrá reunión y decidiremos cuándo partir. Telamón, Uhaitz y Clearco, por favor, acercaos; los demás podéis seguir con lo que sea que estuvieseis haciendo, especialmente tú, Jantipo. —Todos miraron al coloso y rieron. Reinaba el buen humor—. ¡Ah! Y una cosa más, mientras estemos aquí queda terminantemente prohibido llamarme Okela. —Ibiskar sonrió e intentó contener la carcajada—. Parece ser que aquí la palabra significa trozo de carne. —Los hombres rieron de nuevo—. Intentad, en la medida de lo posible, dirigiros a mí como Kórkota, ya que así es como nuestro anfitrión ha decidido nombrarme, a no ser que queráis que se rían de vuestro comandante.
Los espartanos se fueron dispersando mientras él se apartaba un poco para hablar con Telamón, Uhaitz y Clearco sin que Ibiskar le oyese.
—Clearco, ¿aún tienes la flauta que trajiste de Esparta?
—Sí, señor.
—Excelente. Telamón, ¿conoces bien los versos de la Odisea?
—Sí —respondió con fastidio.
—Y tú, Uhaitz: ¿crees que podrías traducir a medida que Telamón habla?
—Lo puedo intentar.
—Bien, Telamón: tu voz aún no está corrompida por la edad. Buscad un lugar apartado, quiero que repaséis los versos y que practiquéis juntos hasta la noche. Ibiskar conoce la Ilíada de memoria, pero no la Odisea y ni siquiera sabe de su existencia. Creo que ese es el mejor regalo que podemos hacerle, así que a ello. Esta noche, Odiseo conquistará estos muros y los corazones de estos íberos arderán como Troya.