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El castro de los bárbaros se alzaba en una excelente posición defensiva. Sólo la base de la muralla que lo rodeaba era de piedra, sobre ésta se encontraba una empalizada de madera. El camino hacia la puerta de entrada serpenteaba desde la falda de la colina hasta lo alto. La nieve cubría gran parte del altiplano, pero las gentes, con sus pisadas, habían hecho caminos que se dirigían de una casa a otra. Las había pequeñas y grandes, pero todas las viviendas tenían un recinto de madera o de piedra donde había cerdos, ovejas, cabras o caballos. De todas las casas salía el humo característico de los hogares. Los niños corrían y jugaban entre la nieve. Seguía haciendo frío, sí, pero la calidez que emanaba del asentamiento íbero envolvió el corazón de los espartanos. A medida que la columna avanzaba, por lo que podría llamarse la calle principal, los juegos de los chiquillos cesaron y las gentes dejaron sus quehaceres para presenciar un lento y pesado desfile de hombres hambrientos y cansados cubiertos de pieles y hielo.

Cada espartano fue alojado en una vivienda por orden del anciano caudillo. Lejos de suponer un incordio, los agraciados anfitriones recibían las visitas de sus vecinos para conocer a los recién llegados. Pronto se extendió por todo el poblado que aquellos hombres habían atravesado la gran meseta bajo los efectos del terrible temporal. Los habitantes llegaban a pelearse por agasajar a los lacedemonios y las muchachas coqueteaban con ellos.

Okela, por ser el jefe, y Casandra por creer los bárbaros que era su esposa, fueron alojados en la casa del caudillo. Era la más grande de todas. Rudimentaria y tosca, se encontraba al final de la calle principal, presidiendo el armonioso y cálido lugar. El asfixiante calor de la vivienda hizo que Okela, tan pronto como entró, se deshiciese de sus pieles. La casa era amplia, y aunque no estaba dividida en estancias por paredes, los diferentes lugares y sus propósitos quedaban claros. Cerca de la puerta, unos rudimentarios telares, al fondo paja extendida por el suelo a modo de lecho. El anciano caudillo dejó a Casandra al cuidado de su mujer e hijas, que se mostraron extremadamente amables con ella aunque no la entendieran. Cogió a su invitado por el hombro guiándole hacia el centro de la casa donde la leña ardía en un agujero escarbado en el suelo, rodeado de piedras, y calentaba un enorme caldero de bronce cuyo contenido se encontraba en ebullición. Su mero olor alimentaba. Cuatro perros acudieron raudos a dar la bienvenida a su amo, que los palmeó rudamente pero con cariño.

—Siéntate. Estarás cansado —dijo el caudillo mientras acercaba un cuenco de madera al caldero de bronce y con un gran cucharón, también de madera, servía en él su contenido—. Toma, come, tendrás hambre —ofreció alargando el cuenco—. ¿Cómo te llamas?

—Okela —respondió el espartano mientras daba un sorbo al nutritivo caldo.

—¿Okela? —repitió el caudillo riéndose a mandíbula batiente—. Por favor, no me lo tomes a mal, pero por aquí la palabra «Okela» se refiere a un trozo de carne de vaca. —Y volvió a reír palmeándole la espalda repetidamente—. ¿No tienes otro nombre?

—El de mi familia: korkótida.

—Así que Kórkota; bueno, mucho mejor. Me niego a llamarte trozo de carne.

La pronunciación no era del todo correcta, pero Okela sentía que sería mezquino intentar corregir a aquel hombre. Si quería llamarle Kórkota o trozo de carne lista para servir, a él le daba igual.

—Yo soy Ibiskar, rey de los sedetanos, y esto es Sedeisken. Cuéntame, Kórkota: ¿sigue vivo el rey Menelao? ¿Cómo es Esparta, dónde está? —preguntó interrumpiendo las incipientes respuestas de Okela—. ¿Qué os trae aquí? —Se detuvo de improviso—. Ruego que me disculpes. Ardo en deseos de saber.

—Menelao murió hace cientos de años —dijo Okela ante la sorpresa de Ibiskar—. ¿Cómo llegaste a conocer de su existencia? ¿Has leído la Ilíada?

—Cuando yo era un niño le llegaron a mi padre noticias de un nuevo asentamiento en la costa, a muchos días de camino de aquí. Gentes extrañas y de muchos conocimientos. Emporión, lo llamaban. Mi padre viajó hasta allí para verlo y vivió con ellos durante muchas lunas. De allí trajo a un hombre sabio para que me enseñara su lengua porque decía que aquella cultura algún día dominaría el mundo. El hombre sabio me enseño vuestra lengua y a leer vuestros signos.

El anciano caudillo se levantó y fue hasta el fondo de la casa. Cogió una gran caja que, de haber estado cargada de oro, no hubiese podido levantar. Se volvió a sentar y la abrió ceremoniosamente enseñando a Okela lo que había en su interior: unos veinte rollos de papiro, amarillentos por el tiempo transcurrido y escritos con pequeños caracteres griegos muy juntos entre sí. Okela pidió permiso para coger uno de los rollos. Era una copia de la Ilíada. No pudo evitar esbozar una sonrisa y durante unos instantes se sorprendió a sí mismo, absorto, leyendo uno de los deliciosos versos de Homero. Levanto la mirada.

—Nunca pensé que encontraría esto aquí —comentó devolviendo el rollo a la caja.

—Ni yo que conocería a un espartano. —Ibiskar hizo una pausa—. Por desgracia, mis ojos no son lo que eran y ya no puedo leer como hacía. Pero enseñé a leer vuestros signos a mi hijo pequeño, los demás nunca mostraron interés, y de vez en cuando él me deleita con estos versos que conozco casi de memoria, aunque su forma de leer es lenta y entrecortada. He intentado aplicar vuestros signos a nuestra lengua, pero nadie entiende para qué puede ser útil, menos aún mis hijos. —Ibiskar volvió a guardar la preciada posesión—. Pero, cuéntame: ¿dónde está tu tierra? ¿Y qué haces en la mía?

Okela quiso ser breve. Comenzó explicando que el mundo de Menelao había desaparecido hacía cientos de años, que ahora Grecia era muy diferente, ya no había reyes, sólo en Esparta, y ciudades como Atenas tenían un peculiar sistema de gobierno llamado democracia que a Ibiskar le resultó aberrante. Lo que una vez fue Troya, había sido conquistado por el más poderoso de los reyes de la tierra. Ante la curiosidad de Ibiskar por aquel rey, Okela le contó que sus tierras se extendían a lo largo de montañas nevadas y desiertos, que amalgamaba miles de pueblos diferentes y que recorrer su imperio le llevaría a un hombre a caballo dos años enteros, ya fuese de norte a sur o de este a oeste. Ibiskar estaba asombrado, nunca hubiera pensado que la tierra era tan grande. Para un hombre que se consideraba poderoso por disponer de unos tres mil guerreros, y que gobernaba sobre toda la tierra que podían abarcar sus ojos, el relato le resultó sobrecogedor. Okela también le refirió el conflicto con el Gran Rey, o Rey de Reyes, de su poderoso ejército y de la intención de aplastar Grecia. Le habló de cómo el rey Leónidas había resistido con tan sólo trescientos de sus hombres y algunos aliados el asalto del monstruoso ejército. De cómo los oráculos habían vaticinado el fin de Grecia y de cómo estos le habían empujado a aquel viaje. Los piratas, Sicilia, la guerra contra Cartago, la tormenta y las batallas contra los bárbaros, la llegada a Emporión, la batalla contra los ilercavones, la muerte de Agías y las penurias del frío. Ibiskar no dejaba de preguntar detalles, era insaciable. Estaba entusiasmado, quería saberlo todo. Lo que en un principio pretendió ser un relato breve, se alargó hasta la noche al calor del fuego, que era avivado por las mujeres de vez en cuando. Okela no comió mucho, sabía que después de días de privaciones no había que castigar al estómago en demasía. Siguieron conversando hasta que despuntó el alba y la tenue luz del invierno se coló por la puerta de la vivienda. Hacía horas que las mujeres dormían.

—Deberías descansar, Kórkota —dijo Ibiskar—. Yo ya no duermo mucho, me gusta pasear antes de que el pueblo se levante.

Ibiskar guió a Okela hasta la zona más apartada de la casa, donde había un buen lecho de paja sobre el suelo. No se percató de su agotamiento hasta que se tumbó. Fue entonces cuando se dio cuenta de lo cerca que habían estado del fin. El sueño, hermano de la muerte, se apoderó del espartano al instante.