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Divisaron el castro del que hablaba el vascón. Más allá estaba el puente sin guarnición alguna; atravesarlo suponía completar otra etapa del interminable viaje hacia ninguna parte. El korkótida rogó a los dioses por que los habitantes del lugar no percibiesen la presencia de los espartanos y así evitar problemas. Parecía un gran poblado. Pero los dioses dormían. Las puertas de la fortificación en lo alto de la gran loma se abrieron y de ella surgieron al galope decenas de jinetes que se aproximaron a la columna. Okela montó en su caballo, ordenó el alto, llamó al vascón a su lado y se puso en cabeza aguardando la llegada de los bárbaros.

Cuando estos llegaron a su altura detuvieron sus bien alimentadas monturas frente a ellos. El hombre que iba en cabeza era joven y los que tenía a su mando tenían el aspecto de ser curtidos en el arte de la guerra. Debía ser su rey o quizá el hijo de un noble de alto rango. Okela se sintió de repente muy debilitado. No eran ni cien hombres, pero venían con buenas monturas, estaban bien alimentados y probablemente hubiesen estado al calor de sus hogueras justo antes de salir a su encuentro. El muchacho miró a Okela de arriba abajo con desconfianza y habló en su lengua.

—Dice que para pasar al otro lado desea inspeccionar nuestra carga. Que somos muchos y que será caro —tradujo el vascón.

—Dile que es libre de inspeccionar la carga, pero que no tenemos muchas cosas de valor. Dile que podemos pagarle con oro ateniense, aunque no disponemos de mucho.

El vascón tradujo dejando a un lado el detalle de la procedencia del oro. ¿Qué sabrían los sedetanos de la existencia de una ciudad llamada Atenas? El joven bárbaro desmontó con agilidad. Caminó lentamente hacia las carretas. Okela y el traductor desmontaron también y le siguieron. Inspeccionó primero la que guiaban Telamón y Onomácrito, retirando enérgicamente la lona que la cubría. Allí estaba Pausanias, el arcón con las leyes, el poco dinero que les quedaba, los postes y las lonas para montar las tiendas, las hachas y las sierras. No pareció interesarle y prosiguió a la segunda, donde aguardaban expectantes Jantipo y Casandra. El joven bárbaro retiró la lona con la misma energía con la que había apartado la primera. Allí estaban los grandes escudos, las largas lanzas y los cascos corintios. Observó durante unos segundos aquel arsenal, atónito al principio, complacido después. Se volvió a Okela y dijo algo.

—Quiere la mitad de las armas —tradujo el vascón.

—Dile que lo lamento, pero eso es imposible. Dile que si quiere podemos darle oro —dijo Okela mientras Uhaitz traducía.

—Repite que quiere la mitad de las armas —insistió Uhaitz.

—Dile que le daremos oro y veinte caballos —Okela no apartaba la mirada de los ojos del bárbaro que esta vez dio una explicación más larga.

—Dice que tiene oro, y que no quiere caballos famélicos a punto de morir. —Uhaitz hizo una pausa mientras el bárbaro seguía hablando—. Dice también que si queremos cruzar el puente ese es el precio, y que si no nos gusta que busquemos otro lugar por donde pasar al otro lado.

Okela se quedó pensativo mientras el bárbaro aguardaba paciente su decisión con una sonrisa que al espartano se le antojó maléfica. No podía entregar las armas, en eso se basaba todo lo que había aprendido desde niño y, si se lo plantease a sus hombres, estos se negarían rotundamente e incluso no llegarían a entender cómo, ni por un instante, había podido pensar en ello. ¿Qué hubiera opinado Agías? Probablemente lo mismo que los demás; si querían las armas, tendrían que cogerlas ellos mismos y, si ahí debía acabar la expedición y debían morir todos, que así fuese. La columna aguardaba expectante y en silencio.

Antes de que pudiese decirle a Uhaitz que transmitiese un rotundo no al bárbaro, los cascos de una veintena de caballos patearon el puente, raudos. El hombre que iba en cabeza, un corpulento anciano cubierto por la piel de un oso y seguido por un grupo de hombres, se acercó a Okela y al joven bárbaro. Debían venir de caza, pues cada uno de los caballos, excepto el del anciano, llevaba cargado a lomos un jabalí. El anciano observó las armas y, a una orden, el joven se apresuró a asistirle para que bajara del caballo. El recién llegado bajó cuidadosamente e hizo un par de preguntas al joven que respondió probablemente indicando, complacido, el tipo de trato que había propuesto a los extranjeros. Luego el anciano se dirigió directamente a Okela en su lengua bárbara.

—Pregunta quiénes somos —dijo Uhaitz.

Okela no tuvo tiempo de responder. Al anciano se le iluminó la cara al oír hablar a Uhaitz y su gesto tranquilo y adormecido tornó en sorpresa.

—¿Sois griegos? —preguntó el anciano en lengua helena.

—Sí, señor —respondió Okela directamente.

—¿Emporión? ¿Rhode? ¿Massalia quizá?

—No, señor. Esparta —repuso Okela ante la cara de admiración del anciano.

—¡Esparta! Menelao, Helena, Troya —dijo el bárbaro complacido en un griego correcto e incluso arcaico pero con un fortísimo acento. Extrañamente, el viejo parecía conocer la obra de Homero—. Ese lugar está muy lejos. Ni siquiera sé cuánto. Sed bienvenidos a mi país. Podréis cruzar el puente cuando lo deseéis, pero debéis pagar tributo.

—Lo sé, eso dice vuestro guerrero; pero si conocéis algo de Esparta sabéis que lo que nos pide es imposible. Antes moriremos que entregar nuestras armas. He ofrecido oro y caballos. No puedo dar más.

—Mi querido amigo, este es mi hijo —dijo acercándole a sí con un brazo—. Es joven, fuerte y valiente y un buen muchacho, pero no conoce a Homero.

—¿Y qué os complacería de lo que llevamos? —Preguntó Okela.

—No sé si podréis pagar tan alto precio —dijo el anciano examinando la impasible cara de Okela—. Si queréis cruzar deberéis honrarnos con vuestra presencia en nuestro humilde enclave —dijo el anciano apuntando al castro—. Comeremos y beberemos y nos contareis qué hacen los hijos de la eterna Esparta en esta tierra. Ese es el tributo que pido. Sed bienvenidos, seréis mis huéspedes. —El anciano hizo una pausa mientras miraba las armas de la carreta—. ¿Puedo? —dijo señalando uno de los cascos corintios.

—Por supuesto. —Y Okela alargó la mano y le tendió el yelmo.

El anciano lo observó maravillado desde todos sus ángulos, acarició el penacho y volvió a colocarlo en su sitio.

—Sólo los había visto en los dibujos de cerámica. Seguidnos.

No. Los dioses no estaban dormidos. Okela había rogado por que aquellos bárbaros no apareciesen, y su aparición había sido providencial. Al anciano le costó mucho subirse al caballo de nuevo, pero una vez arriba cabalgaba con maestría.

El espartano miró al cielo. Podía imaginar a Agías en el Olimpo, tuteando a Zeus, palmeando la espalda del dios y diciendo con su innata afabilidad: «Échales una mano, hombre».