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Uhaitz había sugerido tomar un camino al norte que atravesaba una meseta en vez de seguir el cauce del gran río, dado que, según decía, era muy difícil transitar por la zona debido a lo abrupto del camino, especialmente en invierno. De alguna manera, Okela culpaba al vascón del encuentro con los ilercavones en el río y de la muerte de Agías, pero al menos tenían un guía que hasta ahora había probado saber lo que hacía y conocer el territorio. Según contaba, cuando era niño descendía el gran río en primavera con su padre en unas rudimentarias balsas cargadas de quesos hechos en su tierra que eran muy apreciados por ilercavones y griegos. El deshielo primaveral hacía que el caudal y la corriente del gran río les llevaran, en tan solo unos días, hasta la ciudad ilercavona. Allí abandonaban las balsas y vendían su mercancía, compraban mulas y las cargaban con cerámica y otros productos. En verano recorrían la ruta que estaban haciendo ellos ahora de vuelta a su pueblo, aprovechando los vados que aparecían en los afluentes debido a la sequedad de la estación. Cuando llegaban vendían los mulos y lo que hubiesen comprado y se preparaban para la elaboración del queso y para comprar los excedentes de otras gentes de la zona y así volver a repetir la operación año tras año. Para vender en la ciudad ilercavona había que aprender griego y el dialecto íbero de los habitantes de la desembocadura, que no era muy diferente de su lengua nativa. En uno de aquellos viajes habían matado a su padre y les habían robado toda la mercancía y, desde entonces, había decidido dedicarse él también al robo, que era más arriesgado pero menos cansado y mucho más gratificante.

La columna marchó durante días por una meseta cubierta por la nieve. Una meseta inmensa sin apenas referencias y en la que, por mucho que caminasen, tenían la sensación de no moverse. Era una estepa desoladora, desprovista de árboles en su mayoría, donde la mirada abarcaba cientos de parasangas. El camino era llano y recto, pero el frío resultaba más intenso si cabe que en las márgenes del gran río, donde las hendiduras y los árboles ofrecían cierto refugio. Parecían bárbaros, todos cubiertos de pieles y hielo. Las botas de piel eran una bendición y, aunque los pies siempre estaban fríos, no llegaban a congelarse. Los vientos del norte los fustigaban, y cuando por fin aparecía el sol y desaparecían las nubes, el frío era aún más intenso. El astro apenas calentaba. Incluso resultaba difícil avanzar, ya que la luz de Apolo se reflejaba por todas partes y dañaba los ojos. Los labios se agrietaban y el sudor se congelaba nada más salir a la superficie. En ocasiones podían verse poblados rudimentariamente fortificados, pero ni un alma recorría esas estepas castigadas por los elementos. Sólo se oía el constante silbido de Bóreas. Era como recorrer a pie un mar blanco.

Pausanias, después de su heroica actuación en el río, fue acomodado en una carreta y cuidado por Onomácrito, quien decía que el frío le había quemado la piel. El dolor que sentía Pausanias debía ser muy intenso, porque, aunque no decía nada, se desmayaba continuamente. El médico le aplicaba agua tibia en las zonas más enrojecidas, que efectivamente parecían quemadas con hierro al rojo vivo. Rasgó una de las capas de los caídos, la hirvió en agua y cuando dejaron de estar calientes envolvió cada uno de los dedos del espartano en ellas. Al final consiguió salvar la vida de Pausanias, pero a costa de la amputación del pie izquierdo y de su mano izquierda, que se habían ennegrecido. Onomácrito decía que esas extremidades estaban ya muertas y que si no se amputaban la muerte acabaría extendiéndose por todo el cuerpo y matándole. El médico, ayudado por Telamón, serró la mano y el pie del guerrero, que se desmayó varias veces por el dolor inhumano. Serrar los huesos de la pierna llevó la fuerza de dos hombres talando un árbol. Al final, el médico cerró las heridas quemándolas con una espada al rojo vivo. Otros habían sufrido los efectos del frío, pero ninguno había pasado tanto tiempo dentro del agua como el valiente y abnegado Pausanias. Cuando despertó no se lamentó de la pérdida de sus miembros, incluso decía sentirlos aún. Deliró durante días y tuvo fiebres que hicieron temer por su vida. En las noches silenciosas de la estepa, sus gritos y alucinaciones despertaban a todos y causaban auténtico terror a Casandra, que buscaba refugio en los brazos de un agradecido Telamón.

Encontrar forraje para los caballos y las bestias de carga resultó cada vez más difícil, ya que lo poco que había yacía sepultado por la nieve y congelado. Okela ordenó que no se montase ningún caballo para no acabar con sus fuerzas. El viento sopló del noroeste con rabia durante dos días en los cuales avanzar resultó imposible, ya que no se veía a más de un paso de distancia. Los pocos bosques que había ofrecían cierto abrigo y la corteza de los árboles servía de alimento a los caballos ya famélicos después de días de agotadora marcha sin comida ni descanso. El avance dejó de ser difícil y se convirtió en penoso. En una ocasión la caravana se detuvo. Okela, que ocupaba la retaguardia, avanzó para ver qué ocurría. El caballo de Pantites se negaba a seguir adelante. Éste tiraba de él con fuerza, pero llegó un momento en que el caballo, al que se le veían los huesos y tenía la mirada apenada, lentamente se tumbó a esperar la muerte. Era el primero. Los demás le seguirían pronto. El espadazo liberatorio de Pantites en el cuello del animal acabó con su sufrimiento. Aquella noche se cenó su carne. Las provisiones se estaban acabando y no había rastro de caza por ninguna parte. Okela ordenó que lo poco que quedaba de las vituallas traídas desde la ciudad ilercavona fuese entregado a Onomácrito, Telamón, Casandra, Pausanias y los vascones. Los espartanos se alimentarían de hacer pequeños tajos en la piel de los debilitados caballos para vivir de su sangre.

Hubieran prescindido de las carretas porque retrasaban la marcha, pero los más débiles de la expedición pronto hubieran pagado con la muerte esa decisión. Especialmente Onomácrito.

Por un momento, al espartano le pareció ver una procesión de muertos delante de él. Famélicos los caballos y los hombres, las barbas congeladas, los ojos hundidos en sus cuencas, las miradas fijas en el suelo y los andares pesados. Nadie hablaba. Bóreas barría incansable la tierra yerma con su soberbio aliento. ¿Qué más pruebas les deparaban los dioses en aquel inhóspito territorio?

Después de doce días de marcha en los que las fuerzas de todos habían sido puestas a prueba, el vascón se dirigió a Okela. Allí estaba el otro río que tributaba sus aguas al gran Ebros. Desde donde se encontraban podían divisarse ambos ríos convergiendo. Según decía, a dos o tres días de camino hacia el norte había un precario puente de madera construido por los habitantes de un castro que dominaba la zona. Al parecer, en la margen izquierda había una escarpada colina que albergaba la fortificación y, al otro lado, había excelentes pastos. Eso había llevado a los habitantes de la zona a construir el puente. Según decía, los caudillos de los sedetanos, pues así se llamaba el pueblo que habitaba el lugar, exigían siempre algún tipo de pago a quienes pretendían cruzar.

Cerca del río, en un claro que le pareció apropiado, Okela decidió que se descansase. Se quedarían allí durante todo el día siguiente. Intentarían encontrar caza y, si no la había, empezarían a matar caballos para subsistir, empezando por los más débiles. Debían recuperar fuerzas en caso de que los sedetanos fueran hostiles, pero se plegaría a cualquier tipo de pago que le pidiesen. Aún disponía de oro y no estaba dispuesto a repetir el cruce de un río helado con las fuerzas de sus hombres al límite. La vida de muchos dependía de él. Quizá su soberbia les había llevado a todos a esa situación, o su habitual necesidad de cumplir con su obligación, ¿pero qué otra cosa podría haber hecho? Al menos Agías había estado de acuerdo con él en emprender la marcha en invierno. Eso le tranquilizaba. Volver atrás era una locura, quizá seguir adelante también, pero quedarse parados sólo supondría esperar una muerte segura. Sintió dudas sobre su misión, sobre sus decisiones, sobre su vida y destino.

El día de descanso fue bienvenido por todos. Menón consiguió abatir de nuevo un jabalí y Jantipo encontró una madriguera de conejos. El frío seguía siendo intenso y cortante, pero el viento se detuvo como si sólo soplase cuando avanzaban. Seleccionaron al más débil de los caballos para darle muerte, éste pareció recibir agradecido el letal corte de la espada.