A mediodía, la lenta marcha se detuvo. La nieve había cesado de caer pero el frío arreciaba y comenzaba a agrietar los labios. Eumenes, uno de los hombres destacados con Agías en retaguardia, hizo su aparición.
—Señor, han aparecido los ilercavones. Están ahora mismo a una jornada de camino. Agías se mantiene a cierta distancia, observando sus movimientos. Hemos intentado crear falsos rastros, pero son como perros de caza.
—¿Cuántos son? —preguntó Okela preocupado.
—Hemos calculado cerca de mil, señor.
—Veo que al vascón le tienen bastante aprecio. —Okela se quedó pensativo unos instantes—. ¿Podríamos tenderles una emboscada o atacarles de noche y por sorpresa?
—No creo, acampan y avanzan en cuatro grupos a una distancia de más o menos dos estadios entre ellos. Cualquier emboscada o ataque nocturno alertaría a los otros, que vendrían en su ayuda.
—Bien, vuelve con Agías, haced lo posible por despistarles. Si no fuese posible, parlamentad e intentad ganar tiempo. Dile a Agías que si lo estima necesario para evitar la lucha puede ofrecer al vascón. Debemos evitar como sea enfrentarnos a ellos. —Okela miró río arriba y apuntó hacia su curso—. El paso del que nos habla el guía está a media jornada de aquí, pero si seguimos en esa dirección y por esta margen del río no tardarán en darnos alcance. Dile también a Agías que buscaremos un lugar donde se estreche el río e intentaremos establecer un puente. Seguid su curso, allí nos encontraremos ocurra lo que ocurra. Mantenedme informado.
Eumenes hizo su saludo y salió al galope.
A diez estadios al norte, Pantites y los cretenses encontraron un lugar donde el río se estrechaba considerablemente, aunque era más profundo. Los árboles de la zona parecían lo suficientemente altos como para que llegasen de un lado a otro y con ellos podía hacerse algo parecido a un puente. No era la primera vez que los espartanos debían ponerse manos a la obra en este sentido, aunque siempre había sido en alguna campaña de verano en la ya lejana Grecia.
Los trabajos comenzaron enseguida. Hachas y sierras herían el bosque helado a toda velocidad y con toda la fuerza y destreza de la que eran capaces. Cuando el primero de los árboles se resquebrajo por su base, cayendo al suelo con un golpe seco, fue desramado y llevado de inmediato al borde del río, erguido y dejado caer sobre la otra orilla. El tronco se mantuvo firme, sin llegar a tocar el agua por muy poco. Tendría que ser suficiente. Ahora había que talar otros diez o quince troncos como aquel, unirlos mediante cuerdas y afianzarlos clavando dos grandes estacas en cada orilla. Llevaría casi todo el día.
Una vez que los árboles estuvieron talados, Okela ordenó encender dos hogueras. Por turnos, grupos de diez espartanos, vestidos únicamente con un taparrabos, se adentraban en el agua. Romper la fina capa de hielo que cubría la superficie para entrar al agua que fluía por debajo no era difícil, bastaba con zambullirse. Okela fue con el primer turno. Los pies lograban tocar el lecho fangoso del río, pero el agua hería como mil cuchillos. El frío entumecía los miembros hasta el punto de perder el tacto y se hacía necesario observar con detenimiento lo que hacían las manos a la hora de afianzar las cuerdas entre los troncos, pues la razón se nublaba y se hacía difícil respirar. Cuando Okela salió del agua, su cuerpo y el de sus compañeros de turno tiritaban, estaban blancos y sus labios azules. El siguiente turno entró a continuar el trabajo inacabado. Casandra se apresuro con una piel de oveja a secar a Okela y a taparle con otras pieles. Lo mismo hicieron Onomácrito y Telamón con los que iban saliendo del río.
Eumenes apareció en aquel instante. Las mandíbulas de Okela estaban tan apretadas que no pudo articular palabra.
—Señor, los ilercavones se niegan a cualquier tipo de negociación. Quieren vernos ensartados en sus espadas —explicó a un Okela de mirada expresiva pero incapaz de pronunciar palabra.
—¿Tiempo? —consiguió articular por fin.
—Poco menos de una hora, señor.
Okela asintió.
Cuando Agías apareció, Okela y los hombres que no estaban trabajando en el puente vestían ya su panoplia y habían recuperado parte de su color vital y energía. El séptimo grupo en zambullirse en las heladas aguas había conseguido afianzar los troncos entre sí y comenzaban a clavarse las estacas en las orillas y en el lecho del río para apuntalar la endeble estructura.
—Ya están aquí —anunció Agías desmontando veloz de su caballo y encaminándose enérgico hacia la carreta donde estaba su panoplia—. Bonito trabajo —afirmó admirando el rudimentario puente mientras se colocaba la coraza, embrazaba el escudo y asía la lanza.
La mayoría de los espartanos formaron la falange protegiendo el puente. Los primeros en atravesarlo fueron Onomácrito, Telamón, Casandra y los dos vascones tirando de los bueyes de carga liberados de los arneses que les unían a las carretas. Se cubrieron los ojos de los caballos para que no se asustasen al ver el agua tan cerca, y uno a uno fueron pasando guiados por Menón y sus cretenses. Éstos recibieron órdenes de mantenerse en la otra orilla y cubrir con sus flechas el inminente ataque de los ilercavones. Los espartanos que no formaban en la falange cruzaban al otro lado con el contenido de las carretas, que fueron vaciadas para que su peso no pusiese en peligro la estabilidad del rudimentario puente.
Allí estaban. Los ilercavones aparecieron de entre los árboles como espectros. Los espartanos se prepararon para la embestida mientras aquellos formaban una especie de línea de batalla. Pero la embestida no llegaba.
—Están esperando a los otros —comentó Agías.
Por fin, mientras crecía la tensión por la llegada de más y más bárbaros, y con gran esfuerzo, los espartanos consiguieron llevar una de las carretas vacías al otro lado, pero una de las ruedas de la segunda se había atascado en las cuerdas que mantenían firme la estructura. Los troncos comenzaron a separarse.
Al ver el bosque de lanzas espartanas, los ilercavones desmontaron. Estaba claro que no eran tan estúpidos como para cargar con la caballería contra aquella formación como hubiesen deseado los lacedemonios. Eran cientos. Okela miró preocupado el puente. Pausanias se había zambullido con otros dos para volver a afianzar las cuerdas.
—Parece que ya están todos los invitados. Va a ser una gran fiesta —apuntó Agías mientras se calaba el yelmo—. Con este frío ponerse el casco es como cubrirse la cabeza con un bloque de hielo. Maldita sea.
—En cuanto aguantemos la primera embestida tendremos que retirarnos al otro lado y destruir el puente —anunció Okela—. ¡Clearco! —llamó a viva voz.
—¿Señor? —dijo la voz del soldado diez pasos más allá.
—Cruza al otro lado y ata algunos de los caballos a las estacas. Cuando pasemos tendremos que derribar el puente. Avisad con un toque de aulós cuando sea seguro cruzar.
Las curvas espadas de los íberos comenzaron a golpear sus pequeños escudos emitiendo un grito de guerra ensordecedor.
—Está bien que avisen antes de cargar. Es todo un detalle —declaró Agías—. Estos bárbaros no tienen más que fachada. Por cierto, ¿te he dicho alguna vez que no me gusta luchar con un río a mis espaldas?
—Sí, creo que lo has mencionado, y lo del yelmo helado también —contestó Okela—. ¿Preferiría su majestad que le aguantase yo el escudo?
La carga de los íberos no se hizo esperar más. Cargaron enloquecidos, como era su costumbre, para sembrar el pánico entre las filas enemigas. Pero un espartano no siente miedo, y la línea se mantuvo firme. Los escudos, como siempre, formaban esa pared impenetrable y, proyectándose hacia abajo, las largas lanzas buscaban herir y matar a sus recientes enemigos. Desde el otro lado del río, las certeras flechas cretenses acertaban sin vacilar cada vez que se lanzaban sobre un bárbaro. Con precisión y regularidad, Menón y los suyos cargaban y disparaban abatiendo a siete enemigos cada vez sin dificultad. Los íberos no llevaban corazas ni protegían su cuerpo con metal como los espartanos. Pero eran valientes, de eso no cabía duda, y lo que era aún peor, eran muchos. El lamento de las armas llegaba a la otra orilla mientras Casandra observaba aterrada y Telamón asistía impasible; cualquiera que se hubiese fijado habría dicho que incluso con deleite.
Okela miró unos instantes a su espalda. Pausanias llevaba ya un buen rato en el agua con sus compañeros y no conseguía afianzar el puente. Salieron aquellos y entraron otros, pero Pausanias siguió en el agua tensando las cuerdas.
Cuando el ataque ilercavón remitió en su primera embestida de tanteo, los espartanos aprovecharon para cambiar puestos. Los de primera fila pasaron a la segunda y viceversa. La purpúrea sangre de los caídos humeaba sobre la nieve. Pronto llegaría el siguiente envite.
Los íberos cambiaron de táctica. Se aproximaban en pequeños grupos de tres y, mientras dos utilizaban sus escudos para apartar las lanzas, el tercero llegaba a la altura de los escudos y comenzaba a aporrearlos. La forma de sus espadas hacía que pudiesen atravesar la capa de bronce de los escudos espartanos e incluso la madera, abriendo grietas de más de un palmo en ellos. Eran armas poderosas. Algunas incluso se quedaban enganchadas a los hoplones, incapaces sus portadores de recuperarlas. Así ocurrió a lo largo de toda la línea. Habían caído muchos íberos, pero esta nueva táctica obligó a los espartanos de primera línea a descartar sus lanzas y a echar mano de las pequeñas espadas para pasar a un cuerpo a cuerpo más directo, brutal y sangriento.
Sonó la señal, Okela miró atrás un instante, el puente estaba preparado, pero ahora no podían dar la espalda al enemigo; debían seguir resistiendo hasta que el segundo ataque remitiese. Es más, en algún momento debían avanzar con furia y hacer que los bárbaros retrocedieran. Pausanias se desplomaba en la orilla opuesta por el frío y el cansancio con los miembros agarrotados; su cuerpo azul se convulsionaba como si le hubiesen clavado una espada en el corazón.
—¡Espartanos! ¡Al ataque! —gritó Okela.
El aullido guerrero sonó por toda la línea espartana, que avanzó con un ímpetu inesperado para los íberos, quienes confiaban en romper la formación enemiga en cualquier momento. En vez de eso, se encontraron empujados por los gigantescos escudos y atravesados por las certeras espadas cortas que no necesitaban espacio para ser blandidas, sino que emergían de los escudos como avispas enfurecidas y se retiraban de nuevo en cuanto habían causado su letal picadura. Cuando los íberos flaquearon y retrocedieron, Okela dio otra orden:
—¡Al puente! ¡Rápido!
Sin dar la espalda al enemigo, la falange retrocedió y los que pudieron recogieron las lanzas. De dos en dos comenzaron a cruzar el puente a paso ligero. No había tiempo para probar la viabilidad de la estructura, pero ésta resistió. Cuando los íberos advirtieron la maniobra, se reorganizaron. Debían atacar en ese momento en que los espartanos estaban divididos y ocupados en atravesar el puente.
—Pasa al otro lado ahora —le dijo Okela a Agías.
—La retaguardia es cosa mía, tú ocúpate de lo tuyo y no molestes —respondió Agías—. ¡Vosotros, conmigo! —ordenó Agías a los siete hombres que tenía a su lado.
Las flechas cretenses siguieron surcando los aires abatiendo más enemigos. Agías y los siete ocuparon el acceso al puente para dar tiempo a los que se encontraban sobre él a cruzar. Cuando Okela llegó al otro lado se quitó el yelmo, sudaba copiosamente y ya no tenía frío. Agías, al otro lado, se batía como un león acosado por una jauría de ratas hambrientas que no dejaban de asestar golpes en su ya astillado escudo, intentando provocar que perdiese el equilibrio. Pero aquel experto en el arte de la guerra ni retrocedía ni se tambaleaba. Eran demasiados, atacaban por todas partes y era imposible mantenerse allí por mucho tiempo. Cayeron dos de los siete acompañantes de Agías, empujados a las gélidas aguas por el ímpetu del ataque, y otros dos atravesados sus muslos por las espadas de los íberos, que despedazaron a los caídos con odio. Los bárbaros comenzaban a ganar terreno y, más allá, otro grupo de íberos montaba en sus caballos. Cargarían en cualquier momento para desestabilizar a los cuatro defensores que, sobre el extremo de la estructura, les bloqueaban el paso. Los arcos cretenses callaron. Ya no había flechas. Okela observaba el devenir del combate desde la otra orilla incapaz de hacer nada para ayudar a su compañero de armas. Volver a ordenar atravesar el río era una locura pero, ¿cómo abandonar a su amigo a manos de aquellos bárbaros? En un instante, Agías, que se mantenía firme sobre la parte opuesta del puente, bloqueándolo, volvió la cabeza:
—¡Tirad el puente, malditos imbéciles, no podremos aguantar mucho más!
Un golpe impactó en su yelmo mientras decía estas palabras, arrancando su penacho transversal. El infeliz que lo había asestado recibió un brutal cabezazo del espartano, que no dudaba utilizar todo su cuerpo en el combate. Cayó otro lacedemonio. Agías se dirigió a su último acompañante mientras bloqueaba un golpe y asestaba otro.
—Ve al otro lado y di a esos inconscientes que echen el puente abajo.
El espartano corrió. No le hizo falta decir nada. Okela comprendió que el sacrificio de su amigo era necesario y arreó a los caballos que estaban atados a las estacas que mantenían el precario equilibrio del puente.
Agías, solo en la orilla opuesta, sintió como los troncos se desplazaban lentamente. Sonrió satisfecho. Emitió el sonido de guerra más estruendoso que sus potentes pulmones le permitieron y se lanzó a por los íberos. El puente cayó a las heladas aguas resquebrajando el hielo que volvía a formarse. Agías se batía furioso a un lado y a otro. La desprotegida espalda del veterano recibió un tajo del que brotó la sangre empapando su túnica. El autor de aquel golpe no tardó en encontrarse con la nariz hundida en el cráneo. Agías fue rodeado por una masa ingente de atacantes. A Okela le resultaba imposible verle, pero los aullidos de fuerza y dolor daban a entender que el león herido seguía luchando. El general espartano ordenó a Pantites que se reanudara la marcha sin él y que no se mirara atrás. Se quedaría a presenciar los últimos momentos de su amigo. Era lo único que podía hacer por él en ese momento. Presenciar su sacrificio. Los gritos de Agías se detuvieron y los íberos se abalanzaron sobre su cuerpo como hienas hambrientas para golpearlo con saña.
Cuando todo hubo acabado, el jefe íbero se aproximó a la orilla, y Okela y él se miraron fijamente unos instantes. El íbero no podía evitar mostrar el fastidio y el rencor por haber estado a punto de dar caza a su presa. Pero, por un instante, también Okela pudo adivinar en su rostro el respeto que se tienen dos guerreros veteranos, que alaban y honran el valor y el arrojo de sus enemigos. El espartano miró hacia atrás, la caravana seguía su camino. La noche cubriría pronto aquella tierra inhóspita.
El caudillo íbero dio una orden, y los que rodeaban el cuerpo de Agías retrocedieron. El cuerpo del espartano no era más que un montón de carne, sangre y bronce tendido de bruces sobre la nieve. El jefe íbero asintió mirando a Okela desde el otro lado del río con un gesto de reconocimiento, dio un grito y los íberos se dispersaron buscando sus caballos. Una vez que todos estuvieron montados dieron media vuelta y lentamente volvieron por donde habían venido. El valor de Agías no sólo había supuesto la salvación de la expedición, sino también el reconocimiento del jefe íbero que no remontaría el río para buscar un vado y seguir acosándoles.
Okela se desvistió y se zambulló en el agua para llegar a la otra orilla. Se acercó a su amigo y se arrodilló a su lado dándole la vuelta para verle la cara. Cogió la cabeza del caído con su mano. El rojo intenso de la sangre que le cubría la cara contrastaba brutalmente con una piel falta de color. Y entonces Okela lloró. Lloró como un niño.
—Maldita nenaza —dijo la voz susurrante de Agías antes de que las densas tinieblas se apoderasen de sus ojos.
Okela se quedó allí sentado hasta que anocheció, rindiendo homenaje a su amigo en medio de la ignota y blanca inmensidad privada de vida con el silbido del viento como única compañía. Lo desvistió y volvió a cruzar el río con su hermano de batalla a cuestas. Luego recuperó la panoplia del caído y la anudó en la raída capa. Anduvo durante buena parte de la noche siguiendo el rastro de la expedición y cargando con el cuerpo desnudo y sin vida de su amigo hasta que llegó al campamento que había establecido Pantites una parasanga más allá. Todos asistieron en silencio a la llegada de Okela con el cuerpo de su compañero. Acumularon toda la madera que fueron capaces de encontrar y depositaron el cuerpo sobre ella. Okela cogió una moneda de oro que depositó en la boca de Agías, y le deseó un buen viaje al inframundo mientras, con una antorcha, prendía la montaña de madera. A continuación, tomó su escudo y lo golpeo con la espada, lentamente al principio y luego con toda la fuerza de la que era capaz. Los demás hicieron lo mismo, uniendo al atronador sonido la fuerza de sus voces. Había que despertar a Caronte, el barquero del inframundo, para que llevase a su merecido descanso al más valiente de todos los guerreros que jamás hubiera visto o fuese a ver el mundo.