52

Por la noche las temperaturas cayeron repentinamente. Marcharon durante todo el día. Hasta entonces había hecho frío, pero ahora el ambiente era gélido. Todos los integrantes de la expedición vistieron las pieles que habían comprado días antes. El aliento de hombres y bestias podía verse surgir de sus entrañas cada vez que exhalaban. Las gargantas se enfriaban, pero la marcha proseguía, esta vez por un bosque silencioso, desnudo y muerto. En aquella ignota inmensidad sólo se oía el crujir del suelo congelado y el piafar de los caballos que lo pisaban. Todos callaban como intentando concentrarse en mantener el calor en el cuerpo. Algunos habían desmontado, llevando a sus caballos de las bridas para poder entrar en calor caminando. Cuando ya caía la tarde y faltaba poco para el anochecer, Agías se aproximó a Okela y con su voz rasgó un silencio que intensificaba la sensación de inmensidad e incertidumbre que envolvía la marcha.

—Al menos los carros no se hunden en el suelo.

—En toda situación hay algo positivo —respondió Okela con una amplia sonrisa—. ¿Qué tal por la retaguardia?

—No parece que nos sigan —dijo Agías.

—Bien, así está mejor. No teníamos elección. Vamos a necesitar a ese rufián.

—Hiciste bien, amigo mío. Pero, si esos bárbaros tienen algo de amor propio, tarde o temprano aparecerán, de eso no tengo ninguna duda.

—Eso es seguro; confío en estar al otro lado del río del que habla el vascón antes de que eso ocurra. Al otro lado de la corriente, el territorio pertenece a otras gentes y no parece que se lleven especialmente bien.

—Esperemos no hacer demasiados amigos, o antes de llegar a nuestro destino habremos tenido que luchar contra media Iberia. Claro, que así será más fácil: no tendremos que ir a buscarlos, vendrán ellos a nosotros —comentó Agías soltando una sonora carca-jada mientras manoteaba la espalda de Okela—. Mírate, con todas esas pieles pareces un auténtico salvaje. —Y volvió a reír estruendosamente. Mirándole con el rostro afeado por una mueca que pretendía ser la de un bárbaro, y haciendo aspavientos con los brazos, fingió golpearle mientras gritaba—: ¡Ugh! ¡Ugh! ¡A ver muchachos! —gritó Agías mirando hacia atrás—. ¡Esto parece un funeral más que un grupo de aguerridos espartanos dispuestos a conquistar tierras desconocidas en el fin del mundo!

Agías comenzó a cantar uno de los versos de Tirteo con su potente voz mientras recorría la columna de vuelta a la retaguardia. Pronto los demás le siguieron. Las voces se unieron en una sola y de toda la columna surgió el cántico que les llevaba volando de vuelta a las nevadas cumbres del Taigeto. ¿Cómo estaría siendo el invierno en Esparta? ¿Se habría dado ya la gran batalla en la que los espartanos habrían demostrado a Jerjes el tipo de hombre que nacía en Lacedemonia? Okela sabía que esas eran las preguntas que todos y cada uno de sus hombres se hacían. Él, además, se preguntaba todos los días por Kalisté, Ático y Euricles. ¿Qué estarían haciendo? ¿Habría resistido aquel invierno el muro que construyó la coalición en Corinto? ¿Habría desembarcado Jerjes en el Peloponeso? Nunca lo sabría.

La jocosidad de los espartanos ahuyentó el frío hasta que acamparon de nuevo, luego fueron las hogueras las que hicieron ese trabajo. En una de las carretas, en el hueco que iban dejando los víveres consumidos, llevaban leña seca que utilizaban para encender los fuegos y, mientras unos los prendían, los otros recogían más madera que en ocasiones se encontraba algo húmeda, la guardaban en el lugar de la que habían utilizado para darle tiempo a secarse y así tener leña dispuesta para la noche siguiente. Cuando la madera estaba demasiado húmeda como para secar en un día, esta se mantenía cerca del fuego y luego se guardaba. Las cenas eran frugales, pero suficientes. Acamparon a las faldas de una pequeña loma que ofrecía cierto alivio ante el inclemente soplo de Bóreas.

Casandra no dejaba de mirar a Okela. Intentaba cruzarse en su camino cuando acampaban y llamar su atención de forma sutil. Nada servía para captar la mirada de aquel hombre sumido en su responsabilidad, salvo en la ocasión en la que ella hizo por tropezarse cuando él pasaba a su lado. Volvió a sentir sus poderosos brazos levantándola del suelo y su voz preguntando si estaba bien, pero eso fue todo. Sabía que no podía abusar de aquellos pequeños ardides de mujer, tampoco quería parecer una torpe sólo por sentirle cerca. Su ocasión llegaría, de eso estaba segura. Mientras él viviese, los que estaban a su cargo tenían un dios velando por ellos. No podía hacer otra cosa que pensar en él, y se refugiaba continuamente en el calor de aquella noche de delirio en la bodega del Ártemis. Ese recuerdo de plenitud y felicidad se mezclaba en sus sueños y obsesionaba a la bella siracusana. Hizo de Telamón su confidente. A éste, las palabras de amor de Casandra hacia el hombre que tanto despreciaba se le clavaban en el alma pero, por lo menos, ella estaba cerca y, aunque no podía comprender la obsesión de Casandra y los celos le devoraban las entrañas como un lobo hambriento, no demostraba su duelo y siempre se encontraba dispuesto a escucharla. El dolor era el principal efecto del amor, así lo había explicado Onomácrito. ¡Y qué razón tenía! Ambos penaban por un amor no correspondido, y eso, quizá, era lo que más les unía. ¿Cómo podría él convencer a Casandra de que ese hombre les llevaba a la muerte, de que era un lobo que cuanto más comía, más hambre tenía, un hombre que no se detenía ante nada y que no le importaba nada más que cumplir con su absurda misión? Era inútil. Pero el tiempo le daría la razón y Casandra lo vería con sus propios ojos. La paciencia, ese árbol de raíz amarga y fruto dulce al que tanto aludía su maestro cuando recordaba las palabras de los hombres sabios, era su única aliada. Ambos jóvenes durmieron acurrucados el uno contra el otro durante la gélida noche.

Casandra despertó a Telamón por la mañana sacudiéndolo bruscamente. El frío había hecho que se despertarse antes de que amaneciera.

—Despierta —dijo alegre, emocionada y con la voz exaltada—. Mira, sal de la tienda —decía mientras tiraba del brazo del muchacho que se restregaba los ojos cargados de legañas—. Vamos, date prisa, es como si los dioses estuviesen desplumando cientos de palomas blancas.

Salvo las pequeñas circunferencias de las hogueras que aún desprendían cierto calor, el suelo estaba cubierto por un manto blanco de nieve virgen en el que los delicados pies de Casandra se hundían. La siciliana nunca había visto la nieve. Tal y como decía, los copos caían del cielo como plumas de pequeñas aves, lentamente, acompasados, sin prisa, y besaban la cara y la larga melena de la bella muchacha. ¿Podían sentirse celos hasta de la nieve misma?

—¡Mira, Telamón, mira qué bonito! —decía Casandra mirando al cielo asombrada, como bailando, intentando coger los copos que rápidamente se derretían en sus manos.

Telamón sintió un frío impacto en la nuca que luego le recorrió la espalda. Se volvió para ver de dónde procedía. Jantipo, el gigantesco Jantipo, reía como un niño, y con sus manos desnudas amasaba una bola de nieve que volvió a lanzar, esta vez sin alcanzar su objetivo, que no era otro que la cara de Telamón. Casandra rió y se dispuso a hacer ella misma otra bola de nieve. Telamón sonrió y se agachó para hacer la suya, ¿pero a quién lanzar? ¿A Jantipo o a Casandra? Estaba rodeado. Corrió mientras amasaba su bola, el frío era lo de menos, la osadía de Jantipo debía recibir su merecido. Pero la venganza no llegó del joven médico, sino de Pausanias, que con un certero lanzamiento alcanzó la cara del gigante.

—¡Métete con uno de tu talla, Polifemo! —le gritó mientras veía cómo el proyectil impactaba en su compañero.

Sin darse cuenta, a medida que los hombres iban saliendo de sus tiendas, las bolas de nieve volaban entre unos y otros. Se desarrolló una auténtica batalla campal en la que no había ni formaciones ni enemigos.

Okela había ido antes del alba a ver a Agías en retaguardia. Éste había cabalgado parte de la noche en dirección opuesta al avance para cerciorarse de que los ilercavones no estaban cerca. A mitad de la conversación, los gritos que provenían del campamento los alertaron. ¿Acaso les atacaban? Ambos llegaron a la escena de la inocua batalla al galope y preocupados. Al ver lo que ocurría se quedaron estupefactos.

—¿No estarás pensando en llamar al orden no? —preguntó Agías.

—Debería —contestó Okela.

—Eres un maldito viejo —dijo Agías mientras desmontaba y se unía a la trifulca.

Uno de los espartanos más jóvenes, escudo en mano, se acercó a Okela.

—Permiso para subir a la loma, señor.

—Adelante, adelante —respondió Okela desde lo alto de su caballo preguntándose qué podía estar maquinando el joven. Lo siguió con la mirada.

Como una cabra montesa, el espartano subió hasta lo alto del cerro nevado. Puso el cóncavo escudo en el suelo y se sentó dentro encogiendo las piernas, se bamboleó para darse impulso y comenzó a deslizarse por la nieve cogiendo más y más velocidad mientras soltaba un alarido guerrero. La amigable trifulca se detuvo y todos observaron divertidos la ocurrencia del compañero. Pero la risa fue aún mayor cuando la velocidad y la falta de control llevó al muchacho a estrellarse contra el único árbol que se encontraba en su camino, ahogando su recio grito de guerra y quedando medio sepultado por la nieve que el árbol había acumulado durante la noche y que se desplomó sobre él. No contento con la lección, volvió a tomar su escudo y a dirigirse de nuevo a la cima para volverse a tirar; pero esta vez no era el único. Otros se unieron a él, entre ellos Telamón y Casandra con el escudo de Jantipo.

No hubo vencidos, sólo vencedores. Habían perdido media mañana en una chiquillada, pero el buen humor se mantuvo recio durante el resto del día. Había merecido la pena. El frío parecía menos intenso, y hasta bienvenido.

Salieron de un bosque para adentrarse en otro, y al caer la noche se encontraron con el río que había descrito el vascón y que tributaba sus aguas al Ebros. Según éste, un día de marcha en dirección norte les llevarían hasta donde el afluente se podía vadear.