51

Agías planteó serias dudas a la hora de proseguir cuando Okela decidió levantar el campamento establecido a las puertas de la ciudad íbera. Ambas carretas estaban repletas de alimentos y pieles, así que los espartanos cargaron a lomos de los caballos sus panoplias, pero la mera idea de atravesar territorio bárbaro y desconocido en aquella época del año le resultaba, cuando menos, temeraria.

—Sabes bien que no soy ningún cobarde y que te seguiré gustoso al Hades, al igual que todos los que están aquí; pero temo más a los elementos que a los hombres. No sabemos lo que hay más allá, ni cómo son los inviernos de Iberia. Haríamos mejor en quedarnos aquí, donde podemos acceder a un mercado, abastecernos y esperar a la primavera. Además, así tendríamos más posibilidades de encontrar un intérprete, tal vez incluso un guía. Sabes tan bien como yo lo difícil que es encontrar caza en invierno. Qué importa llegar en primavera o en verano.

—Sí, Agías, valoro tu opinión y también yo lo he estado pensando. Pero no nos detendremos. Me conoces, hay dos cosas que, estando en campaña, ocupan mi mente: conseguir mi objetivo y ocuparme de los que me acompañan. Si nos quedamos aquí, ¿qué pasará cuando los emporitanos emprendan el regreso? Ya no tendremos la excusa de ser su escolta y no sabemos cómo pueden reaccionar los caudillos de este pueblo, porque, aunque seamos pocos, es fácil que nos vean como una amenaza sabiendo que tenemos armas. Si el invierno es frío y duro, lo será aquí y lo será más allá. En cuanto al guía, tenemos el río, es cuestión de ceñirse a su curso. Es una lástima no tener intérprete, pero nada se puede hacer.

—¿Y los bárbaros cuyas tierras atravesemos? Aquí parecen utilizar placas de bronce tallado a modo de salvoconducto, y no disponemos de ninguna ni tampoco tenemos forma de conseguirla.

—Esa es la razón más importante por la que debemos atravesar estas tierras en invierno, querido amigo. Es más que probable que, si los inviernos son duros, los bárbaros se encierren en sus fortalezas y poblados. Tendremos que resistir a los elementos, qué duda cabe, pero no a los bárbaros. O eso espero —explicó Okela a un pensativo Agías.

—Sí, puede que tengas razón —respondió su amigo tras una breve pausa—. No perdamos tiempo entonces.

Cuando todo estuvo dispuesto, Okela montó en su caballo y, con un leve movimiento de la mano, indicó el comienzo de la marcha. Pantites, Menón y sus cretenses habían salido hacía ya un rato. Su cometido era seguir el río corriente arriba a unos cinco estadios por delante del resto, a modo de exploradores, para poder advertir de cualquier peligro u obstáculo con antelación. También buscarían lugares propicios para acampar por las noches. Okela iba en cabeza con diez de sus espartanos, detrás las dos carretas y, tras ellas, el resto de los hombres en columna de a dos. Agías quedaba en retaguardia. Cuando llegó el mediodía, la fortaleza íbera quedó desdibujada en la lejanía. El gran río serpenteaba arbitrario. Atravesaron un gran valle rodeado de montes. Hacia septentrión se extendía una pequeña cordillera de frondosos bosques desnudos. Bóreas llegaba frío.

El primer día de marcha había sido tranquilo y libre de percances. Sólo un lugareño, de quien era imposible saber de dónde venía y a dónde iba, se cruzó en su camino apartándose asustado. Aunque las panzonas y negras nubes amenazaban lluvia no habían llegado a resquebrajarse. Los días empezaban a ser muy cortos. La expedición llegó a una pequeña explanada que Pantites había seleccionado para establecer el campamento. Estaba a la falda de un monte que debían atravesar. Él y los cretenses aguardaban al calor de un envidiable fuego, con dos extraordinarios ejemplares de jabalí que Menón había abatido no muy lejos de allí.

Justo antes del anochecer, se levantaron las rudimentarias tiendas, se ataron los animales a los árboles cercanos, se encendieron las hogueras y se dispusieron las guardias. Casandra y Telamón parecían haber hecho las paces, y ésta se acurrucaba junto a él frente a la hoguera, buscando también el calor del muchacho, que la cubría con una cálida piel de oveja mientras ambos escuchaban las fábulas del viejo Onomácrito que, entre toses y a la luz del fuego, parecía venido de otro mundo. Los hombres hablaban y reían. Okela caminaba pausado por el pequeño campamento. Todo parecía estar en orden.

Cuando todos dormían, uno de los centinelas despertó a su general de un ligero sueño.

—Señor, he descubierto a este hombre y a este muchacho entre los matorrales, dicen que te conocen.

—Gracias, Clearco. Sí, les conozco; puedes volver a tu puesto —dijo Okela restregándose los ojos y levantándose perezosamente.

—Nos hemos pensado mejor lo de vuestra oferta —dijo Uhaitz—. Os acompañaremos.

—Bien, bien. Sed bienvenidos. ¿Tenéis hambre? ¿Sed?

—Gracias, señor, pero no queríamos molestar. Pensábamos presentarnos cuando despuntase el alba, pero tenéis unos hombres muy hábiles.

—O eso, o vosotros sois muy torpes. Acomodaos y dormid. Mañana hablaremos.

—Por supuesto, señor —dijo el vascón con una exagerada reverencia.

A la mañana siguiente el campamento volvió a levantarse. Pantites y los cretenses habían salido antes del alba y la caravana se puso en camino al ritmo parsimonioso que marcaban las carretas. Hacía frío.

—No sabía que dispusieseis de caballos, vascón —dijo Okela a su traductor cuando éste se puso a su altura.

—Sí, bueno, no. Digamos que los hemos tomado prestados a un conocido.

—Así que habéis cambiado de opinión.

—En mi tierra dicen que es de sabios.

—Sí, algo parecido dicen en la mía. ¿Por qué lo has hecho?

—Digamos que las circunstancias de la vida. Con diez monedas de oro me daré por bien pagado.

—Te daré seis, comida y protección.

El vascón asintió satisfecho. Okela observó al vascón y a su montura unos instantes sin decir una palabra, y éste, incómodo ante el escrutinio del espartano, no pudo hacer otra cosa que apartar la mirada. Okela reparó en que el caballo que montaba el nuevo integrante de la expedición llevaba marcado a fuego, en el muslo de la pata trasera, el símbolo que viera tallado en la placa de bronce utilizada por los emporitanos para atravesar territorio ilercavón. No le dio mayor importancia.

—Cuéntame, vascón: ¿qué nos podemos encontrar más allá? —preguntó.

—Si vamos a este ritmo, en cuatro o cinco días habremos abandonado territorio ilercavón y nos adentraremos en territorio ilergete; las lindes entre estos dos pueblos, aunque cambiantes, más o menos las delimita un río que desciende desde septentrión hacia mediodía. Allí el Ebros cambia de dirección, hacia occidente.

—¿Cómo es ese río?

—Caudaloso cuando se junta con este al que llamáis Ebros, pero hacia el norte hay zonas donde, al menos en verano, se puede cruzar a pie, aunque a un hombre le puede llegar el agua hasta el cuello y hay que tener cuidado con las corrientes. No sé cómo será ese río en invierno, pero cuando lleguemos lo veremos. A seis o siete días de marcha, tras cruzar otro río, se encuentran los sedetanos, que son hermanos de los ilergetes en lo que a sangre se refiere, aunque no siempre se muestran pacíficos los unos con los otros. Más allá encontraremos a los suessetanos, gentes guerreras que gustan de un curioso ritual cuando vencen en combate a sus enemigos: se comen su hígado y guardan las cabezas de los que abaten como recordatorio de sus hazañas para mostrar su valía a familiares, amigos y visitantes. Estos son en rasgos, lengua y costumbres muy diferentes de los sedetanos y suelen estar en conflicto con ellos. Luego están los berones, de los cuales tan solo he oído hablar, pero parece que sus asentamientos son pequeños y pobres.

—¿Y qué hay más allá?

—Nunca he llegado tan lejos. Hablan de grandes extensiones de tierra ricas en cereal cuyos habitantes nunca pasan hambre. Es un pueblo de curiosas costumbres, porque tanto la tierra como lo que produce no es de nadie porque es de todos. Curioso, ¿verdad?

—¿Qué me puedes contar de aquellos que viven en las fuentes del río?

—Pues lo que ya dije: sólo se diferencian de los animales en que hablan. Es una tierra pobre donde nadie se adentra. No por la fiereza irracional de sus gentes, que también, sino porque no hay más que hambre, y además no comercian. Dicen que es imposible diferenciar a sus hombres de sus mujeres —dijo Uhaitz con una picara sonrisa.

Agías acudió al galope al lado de su jefe. El ruido de los cascos del caballo hizo que Okela se diese la vuelta instintivamente. Al final de la columna, aguardaba un grupo de bárbaros.

—Señor —dijo Agías apuntando en aquella dirección—. Dicen ser ilercavones, enviados por su rey, y dicen que tenemos algo que les pertenece.

Uhaitz miró hacia atrás y se revolvió en su montura, espoleándola ligeramente para que apretase el paso; su hijo le siguió en la suya.

Los dos espartanos galoparon a retaguardia hasta encontrarse a la altura de los ilercavones. Eran unos veinte bárbaros montados, cubiertos de pieles y armados con sus pequeños escudos y unas espadas muy parecidas al kopis griego.

—Devolved los caballos y entregad al vascón —dijo en perfecto griego el más corpulento de todos.

—Con nosotros hay un vascón pero, ¿qué os hace pensar que es el que buscáis? ¿Y de qué caballos estáis hablando? —respondió Okela con un tono ligeramente desafiante.

—Hemos estado siguiendo el rastro de ese perro, sabemos que es él. Llevaba cometiendo hurtos en nuestra ciudad desde hace meses y cuando al final dimos con él, se zafó de nuestros guardias. Después de robar dos de los mejores caballos de nuestro rey, huyó como una rata. Debemos recuperar esos caballos y entregarle para ser ajusticiado.

—Agías —dijo Okela—, ve a buscar al vascón y tráelo aquí.

Agías no tardó en volver con el hombre y su hijo. Ambos cabizbajos y con cara inocente montados sobre los espléndidos caballos.

—¿Son éstos los caballos que buscáis, íbero? —pregunto Okela.

—Sí, ésos son.

—¿Cómo lo sabéis?

—Llevan grabada a fuego la marca de nuestro Rey en la pata trasera.

Okela miró un momento al vascón y a su hijo. No quería enemistarse con los bárbaros, pero tampoco quería prescindir del único intérprete que podía conseguir. Si el guía estaba en lo cierto, en unos días dejarían atrás territorio ilercavón.

—¡Desmontad! —les ordenó enérgicamente Okela.

—Señor, no nos entreguéis, os lo ruego —dijo el hombre una vez hubo desmontado—. Estos caballos se los compramos a un hombre cuando decidimos salir en vuestra busca.

—¡Mientes, maldito cerdo! —exclamó el capitán íbero, colérico.

—Agías, entrégales los caballos.

—Mira, griego —dijo el íbero cuando tenía los caballos en su poder—: Ese hombre es un rufián que debe ser ajusticiado. Nuestra misión es recuperar los caballos y llevarle a él y a su hijo ante nuestro rey.

—Podría estar diciendo la verdad y haber comprado esos caballos, ¿no es así? —respondió Okela.

—No, no es así. Los robó.

—¿Lo viste tú robarlos? —inquirió Okela.

—No, pero eso no importa.

—Pues para mí es de vital importancia. Lleva esos caballos a tu rey y dile que Okela, rey de Esparta, agradece su amistad.

—Tú no impartes la Ley aquí, griego —repuso el íbero.

—Por ahora este hombre está bajo mi protección y, entre los míos, yo soy quien la imparte, independientemente de dónde nos hallemos. Habéis probado que los caballos son vuestros y ahí los tenéis. Probad que este hombre es culpable de robarlos y entonces lo tendréis a él también.

El íbero, visiblemente molesto, no dijo más. Escupió al suelo, dio media vuelta y se alejó al galope, seguido por los demás.

—Gracias, señor. En verdad sois justo, sabio y misericordioso —decía el vascón andando veloz detrás de Okela, deshaciéndose en adulaciones.

—No te engañes. No soy un necio. Sé que esos caballos los robaste tú, entre otras cosas porque, que yo sepa, no disponías de dinero cuando hablamos. Pero nuestro trato incluye tu protección y lamento decirte que soy hombre de palabra. Además, te necesito, y ahora tú me necesitas a mí. Procura servirme bien. Nos has puesto en peligro a todos y por tanto irás a pie. Por las noches enseñarás vuestro idioma a Telamón, que es el muchacho que viaja en esa carreta. —Y, dicho esto, Okela se alejó al trote hasta llegar a la vanguardia, dejando al hombre clavado en el suelo.