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Atardecía. Las nubes llegaban negras y panzonas desde el norte, cargadas de lluvia. El hombre de Abadutiker señaló una colina que tenían a la izquierda y que ocultaba lo que se escondía detrás. Desde su cima, decía, se podía divisar la desembocadura del gran río. Okela y Agías se miraron, y sin mediar palabra espolearon sus caballos para subir al galope, tan rápido como sus monturas podían llevarles. Comenzó a llover. Los caballos galopaban a la velocidad de las nubes que los perseguían. Los dos espartanos comenzaron a reír como niños intentando adelantarse y cortarse el paso. Llegaron a la cima al mismo tiempo, y a la par detuvieron bruscamente sus monturas que a punto estuvieron de caer al suelo. Allí estaba.

La fría lluvia tardó tan solo un instante en alcanzarlos y empaparlos por completo. Permanecieron inmóviles como estatuas, invadidos por la alegría de contemplar lo que habían buscado durante tanto tiempo.

El Ebros. Ahora entendía porque los griegos lo llamaban así. Era ancho, caudaloso, grandioso, fuente de vida y riqueza, majestuoso. Plácidamente se entregaba a un mar embravecido por los vientos como un sabio anciano se entrega gustoso a la muerte porque sabe que ha llegado su hora. La lluvia calaba hasta los huesos. No importaba. Okela desmontó, deslizándose lentamente de su caballo hipnotizado por la magnífica visión. Sus sandalias se hundieron en la fría viscosidad del barro reciente. El gran río se ramificaba formando un delta a través de la inmensa llanura que se extendía a sus pies, producto del lento trabajo milenario del agua. Miró hacia sus espaldas. La caravana seguía a lo lejos su lento y acompasado camino hacia la fortaleza de los ilercavones, que era visible desde aquella altura. Más allá, el cauce del río serpenteaba antojadizo, llegando hasta donde alcazaba la vista. Donde era imposible ver la corriente, se distinguía el camino que seguía por la cantidad de árboles que jalonaban el camino. Hacia el norte. Por lo que había podido averiguar, el río luego torcía a occidente, pero poco más sabía de la ruta que deberían seguir. Desde allí venía el gran río y hacia allí se dirigirían. Sólo los dioses sabían qué pruebas deberían afrontar. Okela y Agías se miraron y rieron con fuerza, poseídos por la dicha. Ésa era tan sólo una etapa del camino pero, en aquel momento, sintieron que sus esfuerzos y fatigas habían sido, de alguna manera, recompensados.

La lluvia caía más fría cada vez, y con más fuerza, hasta convertirse en un granizo que fustigaba sus pieles. El invierno había llegado. Volvieron a montar y regresaron al galope hacia la caravana, que ya casi se encontraba ante la puerta de la fortaleza íbera donde los que entraban se confundían con los que salían.

Las murallas del lugar revelaban su importancia. Era una construcción de piedra, tosca pero poderosa, en lo alto de un cerro, la más grande que habían visto hasta entonces en aquella tierra. Dos altas torres guardaban la entrada y se proyectaban, puntiagudas y amenazantes, sobre el camino que llevaba hasta ellas. Dos fornidos centinelas, vestidos con pieles y con gesto de maldecir los cielos por la repentina granizada, inspeccionaban el cargamento de la caravana seguidos por el hombre de Abadutiker, que aguardaba paciente cada vez que se detenían ante una carreta y se extendía en explicaciones y gestos para agradar que no llegaban a impresionar a los centinelas. Pronto llegó el turno de la carreta donde los espartanos guardaban sus armas y corazas. El emporitano, dando explicaciones, señaló a los espartanos que permanecían impasibles ante el castigo de los cielos. Uno de los centinelas hizo un gesto para pedirle que aguardase y fue hacia la puerta. Okela se aproximó.

—¿Qué ha dicho? —preguntó al hombre de Abadutiker.

—Que no está seguro de poder dejar entrar a doscientos hombres armados en la fortaleza.

—¿Y tú qué le has dicho?

—Que sois nuestra escolta.

—¿Y qué suelen hacer las escoltas llegados a este punto?

—Por lo general no son tantos y por eso ha pensado que llevábamos un cargamento más valioso del que transportamos en realidad. Nuestras escoltas no suelen superar los cuarenta o cincuenta hombres, se dejan las armas a la entrada y ellos las devuelven a la salida.

—Entiendo.

Un íbero de aspecto montaraz apareció siguiendo al centinela que momentos antes había entrado por la puerta. Debía ser su capitán. Se dirigió al emporitano en su lengua, hablando alto y con aire irritado. El comerciante se inclinó haciendo un gesto reverente y le hizo entrega de una bolsa de dinero que pareció calmar los ánimos.

—¿Qué ha dicho? —quiso saber Okela.

—Dice que no está dispuesto a dejar entrar a tantos hombres, armados o sin armar, en la fortaleza. Pero que si queréis podéis acampar aquí fuera, a un estadio de la muralla y, que si deseáis entrar, deberá ser de día, sin armas y tendréis que salir antes de que anochezca. No les gusta tener extranjeros armados en su poblado, pero no son tontos, y saben que los soldados suelen ser despreocupados con el dinero.

—Perfecto, dile que no hay ningún problema. Busca un alojamiento aceptable para el anciano, la muchacha y el chico. Que coman bien y que duerman secos; Jantipo, tú les acompañarás —ordenó Okela.

—Por supuesto, pero aquí el alojamiento es caro —dijo el emporitano extendiendo la mano esperando unas monedas.

Okela no tenía ganas de discutir sobre la insaciable sed de oro de Abadutiker y los suyos y, aunque lo atravesó con la mirada, pidió a Onomácrito que abriera el arcón y le entregara cuatro monedas de oro. Las carretas emporitanas entraron lentamente en la ciudad y las pesadas puertas se cerraron tras ellas. No se abrirían hasta la mañana siguiente. Era una auténtica lástima no conocer el valor del dinero. El arcón, repleto de oro cuando salieron de Esparta, se encontraba prácticamente vacío.

—Estos hombres son peor que atenienses y fenicios juntos —dijo Agías—. Aquí todo parece arreglarse con dinero.

Okela ordenó alejarse a la distancia convenida con los íberos y preparar el campamento bajo la lluvia, que comenzaba a remitir. Las lanzas servirían de postes y las pieles curtidas de techo. No abrigaban mucho contra el frío, pero al menos protegían de la lluvia y el granizo si volvían a aparecer.

—Deberíamos ir pensando en buscar un guía y un intérprete —dijo Agías—. No me imagino recorriendo este territorio sin uno u otro.

Las guardias se prepararon como de costumbre. En lo alto de las torres de la ciudad se adivinaban las antorchas y las siluetas de los centinelas que observaban continuamente el pequeño campamento espartano.

A la mañana siguiente, el olor a humedad y el sol lo inundaban todo. Okela y Agías se desperezaron. Éste último tenía razón, debían encontrar un intérprete si querían continuar adelante con ciertas garantías de éxito. El dinero que les quedaba sería suficiente para pagar bien. Se dirigieron hacia las puertas de la ciudad que estaban aún cerradas. Fuera se arremolinaba gran cantidad de gente esperando a que se abriesen. Unos llevaban cestos de mimbre vacíos, otros los llevaban repletos de olivas, cerámica rústica y de decoración muy básica, legumbres, lana, ropas, gallinas, conejos y todo tipo de productos. Parecía ser un importante punto de intercambio y comercio en la zona, influenciado claramente por el modelo griego, pero manteniendo sus bárbaras costumbres.

Las puertas se abrieron y se organizó una gran algarabía. Los que estaban dentro salían y los que esperaban fuera entraban empujándose intentando ser los primeros. Así debía ser todos los días, puesto que el flujo de gente era ordenado dentro de su aparente caos.

Los dos espartanos siguieron el bullicio de gentes y animales hasta llegar a un espacio público que hacía las veces de ágora donde todos se iban acomodando y exponiendo sus humildes productos mientras peleaban por colocarse en una ubicación u otra. En el mejor sitio, cómo no, estaban los emporitanos. Hacer noche dentro de la ciudad suponía un elevado coste, pero también una gran ventaja. La cerámica massaliota desaparecía de las carretas de Abadutiker a la velocidad del rayo entre gritos de regateo.

Okela y Agías observaban a izquierda y derecha el sonoro bullicio matinal del asentamiento. Ambos se preguntaban lo mismo: cómo encontrar en aquel océano de cabezas y voces un intérprete que conociese su lengua y la de los íberos.

Instintivamente, Okela alargó rápidamente la mano hacia su espalda. Palpar una cabeza poblada de pelo y tirar hacia arriba fue todo uno. Un muchacho sucio y desarrapado, de muy corta edad, gritaba y pataleaba, meneando sus piernas con fuerza al aire intentando que Okela le soltase. Con los ojos cerrados por el dolor, el muchacho golpeaba con su infantil fuerza el brazo que le mantenía suspendido en el aire por los pelos y dejó caer al suelo la bolsita de dinero con la que Okela había entrado en el mercado. Agías se apresuró a recogerla. El muchacho gritaba sus incomprensibles palabras.

—¡Señor, señor! —gritó la voz de un hombre que se abría paso entre la multitud a empujones—. Soltadle, por favor; yo le daré su merecido —decía el hombre en un griego rudimentario pero comprensible.

—¿Conoces a este niño? —preguntó Okela mientras lo mantenía suspendido en el aire.

—Es mi hijo, no consigo tenerle bajo control. Ruego que le disculpéis y me disculpéis a mí.

Okela miró a aquel hombre de arriba abajo: delgado, huesudo, con una nariz aguileña y una mirada huidiza. Soltó al niño, que impactó con fuerza contra el suelo y, con cara de rabia, farfulló palabras que seguramente eran insultos. Su padre le pegó con ganas mientras le reñía.

Okela y Agías olvidaron lo acontecido y siguieron observando el mercado. En unos instantes, padre e hijo habían desaparecido.

—¿Cómo vamos a encontrar un intérprete? —preguntó Okela como pensando en alto.

—¡Maldita sea! —dijo Agías volviéndose rápidamente en dirección a los desaparecidos padre e hijo—. ¡Lo hemos tenido delante de las narices!

Ambos se pusieron a buscar al hombre huesudo y a su hijo, pero resultaba inútil entre la multitud. Miraron por todas partes. Se habían esfumado.

—Imposible encontrarles —se lamentó Agías.

—Pues tendremos que hacer que nos encuentren ellos —respondió su compañero—. Ve y pregunta a los emporitanos dónde pasó la noche Onomácrito y tráelo aquí. Necesitamos un buen cebo.

Agías no tardó en volver con el anciano. Okela le indicó lo que debía hacer: recorrer el mercado con la bolsa del dinero colgada de tal manera que fuera fácil de desabrochar. Ellos le seguirían de lejos confundidos entre el gentío. Pasó mucho tiempo. El sol comenzaba a descender y Okela empezó a pensar que el pequeño ladronzuelo bribón no aparecería, pero justo en ese momento lo vio. Corría como una liebre entre la gente rumbo, cómo no, al viejo Onomácrito. El muchacho miró hacia atrás. A unos veinte pasos estaba el padre, observando con aprobación los movimientos de su cachorro mientras se frotaba las manos como si ya tuviese el dinero en su poder. Okela hizo una seña a Agías indicándole la ubicación del hombre huesudo.

Sigiloso, y con una habilidad pasmosa, la pequeña rata deshizo el nudo de la bolsita del dinero. Raudo, dio media vuelta sólo para golpearse con las piernas del jefe espartano y caer al suelo como un saco. Okela se agachó y, de nuevo, agarró al muchacho por los pelos y lo elevó en el aire. Acto seguido, Agías aparecía con el padre agarrándole fuertemente del brazo.

—Habéis tenido un mal día, por lo que se ve —dijo Okela mientras dejaba al muchacho en el suelo sin soltarle el pelo.

—¡Oh! Señor, ruego que nos disculpéis. Somos humildes pastores que sólo pretendemos volver a casa. Juro por tus dioses y los míos que no lo volveremos a hacer y que a partir de ahora llevaremos una vida ejemplar, aunque ello suponga morir de hambre.

—Vaya, deberías escribir tragedias —dijo Agías con sorna.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Okela.

—Uhaitz, señor. Soy un gusano, señor; un ser rastrero y miserable. Dejadnos ir, os lo ruego; el hambre aprieta y no sabíamos qué hacer. Es la primera vez que hacemos algo así, se lo aseguro.

—Uhaitz, extraño nombre. Demasiada destreza para ser la primera vez, amigo. Veo que hablas griego. También íbero, supongo.

—Sí, señor, es mi lengua. Aunque la forma de decir las cosas y algunas palabras cambian un poco dependiendo de dónde se esté.

—¿No eres ilercavón?

—No, soy vascón.

—¿Y dónde está tu tierra?

—Río arriba, a unos veinte o treinta días de camino dependiendo de la temporada.

—¿Provienes de sus fuentes?

—¡Oh! No, señor, sus fuentes están mucho más lejos. Pero allí no hay nada más que pobreza y hambre. Son gentes de las montañas, sin cultura, poco más que animales que viven en cuevas y cabañas. Nadie va por allí, porque allí no hay nada, no hay comercio, no hay riqueza. Sus vecinos les llaman Kant-Abr, hombres de las montañas, en la lengua de los que llamáis keltoi.

—Bien. Vamos en esa dirección y necesitamos a alguien que nos ayude a entendernos con los habitantes de esta tierra.

—No creo que pueda, señor.

—¿Pero no robabas para volver a tu tierra? Te ofrezco la ocasión de volver pagándote por ello. Tendrás la ocasión de ganar dinero de forma honrada sirviéndote de tus habilidades.

—Podría ser, pero, ¿cómo sobreviviré hasta la primavera?

—¿Por qué hasta la primavera? ¿Quién te ha dicho que pretendemos hacerlo en primavera?

—El invierno es duro y el camino largo y peligroso. Lo siento, señor. No puedo aceptar.

—Muy bien, si cambias de opinión nos podrás encontrar a las puertas de la ciudad. Aún estaremos aquí unos días más. Piénsalo.

La lluvia comenzó a caer con fuerza de nuevo y, en pocos instantes, como por arte de magia, la plaza quedó desierta; los puestos se recogieron y las gentes buscaron refugiarse del agua donde les fue posible. El vascón se esfumó.

Durante los días siguientes, Okela siguió buscando intérprete, pero pocos íberos hablaban griego y los que lo hacían no tenían la menor intención de salir de su pequeño enclave y menos aún en un viaje largo y peligroso. Llenaron las carretas de víveres y pieles que sirvieran de abrigo en su viaje hacia occidente, allí donde ningún griego había llegado antes, donde tan sólo Heracles se había atrevido a adentrarse. Seguirían adelante, con o sin intérprete.