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Hacía ya nueve días desde que la expedición espartana saliera de Emporión con las carretas de Abadutiker. Atrás quedó el último bastión griego, con el bullicio típico de una ciudad de comerciantes. A partir de ahora todo era territorio bárbaro. El camino que seguían los espartanos y los sirvientes del comerciante emporitano era perfectamente transitable para carros y bestias. Se notaba que aquel sendero se utilizaba con asiduidad. A veces se cruzaban con otras gentes que se dirigían a las diversas poblaciones de la zona. El camino tenía bifurcaciones que llevaban a precarias fortificaciones en lo alto de cerros y colinas. Olivares, vides y campos destinados al cereal vestían lo que no estaba invadido por el bosque. De vez en cuando, una partida de jinetes bárbaros de aspecto fiero se aproximaba al galope para pedir los extraños salvoconductos de bronce e inspeccionar la mercancía. Los comerciantes siempre tenían algún regalo que ofrecerles. Los días eran fríos, y de vez en cuando la gélida lluvia empapaba las ropas hasta los huesos. Pero la marcha proseguía a buen ritmo. Al acampar para pasar la noche, Okela disponía una guardia de unos veinte hombres y las carretas se colocaban en círculo, con los integrantes durmiendo dentro del mismo. Unos dormían bajo ellas, otros aprovechaban el calor de las bestias y se acurrucaban a su lado. Reinaba la tranquilidad a pesar de lo incómodo de la estación.

La despedida de Adrastos había sido muy emotiva. Okela le indicó que podía disponer de los dos muchachos ilotas para hacerlos marineros, que podía disponer de sus barcos como desease y que a partir de ahí su compromiso con Esparta quedaba zanjado. «Cuenta nuestra historia», le había dicho antes de irse. Adrastos lloró como una niña. Pero el espartano sabía que pronto se repondría de su pena, tan pronto como llegase a la taberna más cercana.

Cuando la marcha se reanudaba, en cabeza cabalgaba el hombre de confianza del comerciante íbero. Tras él, Okela, Agías, Menón y sus cretenses y un puñado de espartanos montados a caballo y libres de la panoplia. A continuación, las dos carretas que habían adquirido en Emporión: una con víveres y los dos arcones, guiada por Onomácrito y Telamón, la otra justo detrás con los escudos, las corazas, los yelmos y las grebas de los espartanos, guiada por Jantipo, que compartía asiento con Casandra. Detrás, otro grupo de unos treinta espartanos a caballo y tras ellos las veinte carretas repletas de cerámica Masaliota, envuelta con mimo en lana para evitar roturas y desperfectos y para ser vendida en los mercados de los ilercavones. La retaguardia la cerraba Pantites con el resto de los hombres. La comitiva serpenteaba siguiendo el caprichoso camino que llevaba hacia el sur. A Onomácrito se le podía oír hablar continuamente; contaba historias, fábulas, hablaba sobre filosofía y soltaba chistes de vez en cuando ante la impasibilidad de Telamón. El joven rumiaba sus desdichas, incapaz de hacer desaparecer de su mente la imagen de una Casandra gozosa y vibrante bajo el cuerpo del korkótida. La espalda ya no le dolía, pero los latigazos habían traspasado su cuerpo y el dolor había anidado en su alma.

—¿Qué te pasa, muchacho? —preguntó Onomácrito—. Desde que salimos de aquella isla no dices ni una palabra, has perdido la concentración, el apetito y lo que es peor aún, el sentido del humor. Merecías el castigo, jovencito, y lo sabes.

—No me pasa nada —respondió Telamón secamente.

—Mira, Telamón: soy viejo, pero no soy tonto. —Miró hacia atrás y vio a Casandra riendo con Jantipo. Miró de nuevo a su ayudante. Las risas de la muchacha eran como puñales que se clavaban en el alma del aprendiz—. Quién sabe, quizá pueda ayudarte.

—¡Qué sabrás tú! —gruñó el joven.

—Pues, en general, creo saber bastantes cosas. Soy ignorante en muchas, pero he vivido muchos años y he visto a muchachuelos enamorados hacer verdaderas locuras. —Miró a Telamón de reojo para comprobar el efecto de sus palabras. Éste se sobresaltó como si Onomácrito hubiese hurgado en su corazón con uno de sus utensilios de médico—. También yo he tenido tu edad, aunque pueda parecerte mentira, y también he amado. Ahora mis años sólo me permiten amar lo que la virilidad de mi juventud no me dejaba ver: los árboles, los pájaros, el mar, el pensamiento, la medicina y la comida.

—Es una ramera. Acabará acostándose con todos —dijo Telamón con la boca pequeña y a punto de llorar cuando se encontró con un generoso manotazo de Onomácrito en el cogote que casi lo tira al suelo—. ¡Ay! ¿Por qué has hecho eso?

—Eres un maleducado. Ni tú eres tan maduro como para saber lo que es una ramera, ni Casandra lo es para serlo. Además, si acaba por acostarse con todos, sólo tienes que esperar paciente tu turno. —Telamón le dedicó una mirada asesina.

—Aquel cerdo de Okela se aprovechó de ella cuando estaba delirante y ella no se opuso, incluso le gustó.

—Vaya, vaya, vaya —dijo Onomácrito satisfecho de haber soltado la lengua del muchacho y sorprendido de lo que le acababa de confesar—. Así que nuestro comandante y Casandra han tenido algo más que palabras.

—¡No te rías! —dijo Telamón indignado.

—Así que odias a nuestro comandante y a Casandra, ¿no? —Telamón asintió—. Bueno, el odio y el amor son hermanos. Se suele odiar aquello que pone en peligro lo que se ama. El amor a una cosa siempre implica el odio a otra. Ambos sentimientos son como las dos caras de una misma moneda. Aunque te diré otra cosa, querido muchacho: es imposible amar u odiar sin conocer, y yo creo que no conoces realmente a ninguno de los dos. Es probable que Okela sufriese alguna alucinación que le llevase a ello y que Casandra, por no contrariarle, accediera, ¿no te parece?

—Sí, puede ser, ¡pero le gustó! —repuso Telamón indignado y enfurruñado.

—Bueno, es que esas cosas, cuando se hacen bien, gustan. Además, ¿qué hay de malo en que le guste lo que le gusta a todo el mundo?

—Yo la amaba.

—Estábamos muy bien juntos, disfrutábamos mucho todo. Intenté besarla una vez, en la playa, y me dijo que no podía darme lo que, por lo general, los hombres quieren. Y luego les vi… —Telamón escupió al suelo disgustado.

—¿Y eso es el amor para ti? ¿Estar bien juntos y que no lo esté con nadie más que contigo?

—Yo quería cuidarla siempre.

—¿Y qué te lo impide?

—Ese cuervo de Okela.

—Entiendo. Verás, Telamón, no voy a defender ni a uno ni a la otra y quizá tu juventud no quiera entender mis palabras, pero algún día lo entenderás, a no ser que el cerebro que llevas entre las piernas te lleve a hacer alguna locura y acabes ensartado en una pica. Tú no la quieres a ella.

—¡Sí que la quiero! —protestó Telamón.

—Ya, y por lo que has dicho antes también la odias. No, Telamón, tú la quieres sólo para ti, que es muy diferente. Nadie puede definir realmente lo que es el amor; los hay juveniles, los hay adultos, los hay pasionales, todos los poetas hablan de amor y llevan hablando de ello desde el principio de los tiempos, y todo el mundo parece saber lo que es, pero nadie realmente podrá definírtelo nunca con claridad meridiana. Es una chica bella, lo ha pasado mal y además es inteligente. La unión de estas cosas hace que un muchacho como tú pueda querer convertirse en un héroe homérico, pero, lo que pasas por alto es que, si de verdad la quieres, si de verdad deseas su felicidad, ¿por qué ha de ser contigo? ¿Acaso no tiene ella nada que decir al respecto?

—No, no es eso.

—¿Entonces qué es, querido muchacho? ¿Qué mérito tiene un amor forzado?

—Supongo que ninguno.

—Bueno, por lo menos no has perdido totalmente el juicio; eso está bien. Estar enamorado es bello, y parte de esa belleza reside en el dolor. De hecho, el amor, aunque pueda resultar paradójico, es una bestia que se nutre del dolor que causa, ya sea el dolor de un amor no correspondido, como es tu caso, el dolor de la ausencia, el dolor de la despedida o el temor a su pérdida. El amor es una mina de oro que hay que cavar con dolor y sufrimiento, querido Telamón, y no siempre se encuentra ese oro. Si de verdad la quieres, déjala libre y no la juzgues como llevas haciendo estos días. Si quieres conquistarla y que se entregue a ti deseosa y de buena gana, en primer lugar pide disculpas por tu actitud. Interésate por ella, averigua lo que le gusta y lo que no. A las mujeres les agrada hablar y sobre todo les gusta hablar de sí mismas, de sus pensamientos y sentimientos, y les gusta compartirlos con quien consideran digno. Escúchala y sobre todo pregunta, no dejes de preguntar. Está mal que yo lo diga, pero esto tiene tres beneficios muy particulares. En primer lugar se aprende mucho de la persona a quien pretendes conquistar y así es más fácil agradarla, en segundo lugar consigues que la muchacha desee hablar contigo y estar contigo por el simple hecho de que escuchas y, en tercer lugar, porque el que hablen ellas solapa y esconde una carencia importante de nosotros, los hombres: que no hablamos mucho, o por lo menos no de lo que a ellas les interesa. Sólo después de yacer con ella sabrás realmente si la quieres.

—¿No será al revés? —preguntó Telamón desconcertado.

—No, querido muchacho. Sólo cuando un hombre descarga su semilla en la mujer que supuestamente ama es cuando éste puede fríamente analizar sus sentimientos, hasta entonces nublados por el deseo. Si después sigues deseando seguir unido a ella toda la vida, entonces, muchacho, estás enamorado. En caso contrario, tus sentimientos han sido sólo deseo provocado por la naturaleza, deseo como el de un perro o un toro. El problema de este, digamos, experimento, es que si se llega a ese punto, la mujer que se entrega ya ha hecho su elección y se puede decir que está ya rendida al amor y es aquí cuando se rompen los corazones, porque si el hombre mantiene las promesas que hizo antes de yacer con ella, que pueden llegar a ser muchas y variadas, será un desgraciado para el resto de sus días, y si no, creará a una infeliz. También te digo, querido muchacho, que si consigues escuchar a una mujer, satisfacerla, cuidarla y mimarla como se merece, encontrarás en ella a una abnegada compañera de viaje para el resto de tus días que hará que tus esfuerzos merezcan cien veces la pena.

—Será —dijo Telamón no muy convencido—, pero ese lobo rabioso de Okela ha ensuciado todo lo que es hermoso. Le odio. Es un hombre vil, sediento de sangre y sin sentimientos.

—Ese hombre al que llamas lobo rabioso lleva una pesada carga sobre sus hombros, y parte de esa carga eres tú. Y recuerda lo que te digo: ese hombre al que desprecias y a quien dices odiar daría la vida por ti si estuvieses en peligro. No porque te tenga aprecio, ni mucho menos, sino porque es su deber. Los celos te confunden, querido muchacho. Vivimos en un mundo de sangre y fuego. Esparta es sangre y fuego, y lo sabes, no debería extrañarte. Lo que te pasa en realidad, Telamón, es que tu mente intenta sepultar lo que sabe que son celos con otro tipo de rencor que no existía en ti hasta que fuiste testigo de lo que fuese que ocurriese en el Ártemis entre Okela y Casandra. Sencillamente intentas justificar, sin saberlo, un sentimiento pueril con uno adulto. De todas maneras, el odio es algo muy serio y no creo que tu joven mente pueda albergarlo.

—El odio… —dijo un ensimismado Telamón.

—Sí, muchacho, el odio. Odiar a alguien significa desear para la persona odiada, en todo momento y sin descanso, un sufrimiento profundo, prolongado y, sobre todo, disfrutar imaginándolo. Aunque el odio también suele esconder una apreciación involuntaria de virtudes y una envidia desmedida. El odio es el refugio del débil.

—Entiendo —dijo Telamón sin inmutarse.

La caravana se detuvo. De nuevo un grupo de jinetes íberos se acercaba a ellos levantando una gran nube de polvo. Como venía siendo habitual, revisaron el cargamento, aunque muy por encima, gracias a los regalos que Abadutiker hacía llevar a sus hombres. Okela estaba asombrado. El comerciante íbero habría hecho las delicias de su amigo Euricles, el ateniense. Menudo duelo de titanes hubiese sido presenciar alguna negociación entre ambos.

El hombre de Abadutiker se dirigió a Okela. Estaban a punto de entrar en territorio ilercavón. Al día siguiente verían la desembocadura del gran río.