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Emporión era una ciudad curiosa. El último bastión griego del mundo. Mitad íbera, mitad griega. Estaba la ciudad vieja, o Paliapolis, construida en una península unida a tierra firme por un pequeño istmo. Las callejuelas eran estrechas y el lugar estaba abarrotado de griegos y bárbaros. Como en tantas otras colonias, los griegos se habían asentado en un lugar fácil de defender y desde allí comerciaban con los indígenas, éstos últimos siempre ávidos de mercancías elaboradas, símbolo de estatus, que intercambiaban por pieles y metales, muy abundantes en Iberia. Allí se habían establecido los focenses; gentes venidas de Focea, ciudad griega en la parte asiática del Egeo, conquistada por Ciro el Grande hacía ya ochenta años. Más allá, en tierra firme, se encontraba la ciudad nueva, o Neápolis, construida entre griegos y nativos según el estilo heleno. Así lo iba explicando Korbis, el hombre designado por el consejo de la ciudad para atender a las necesidades de los espartanos. «El comercio une más que la guerra», había dicho aquel hombre. Hablaron del gran río, que ellos llamaban Ebros: ancho.

Para los emporitanos fue una auténtica sorpresa ver bajar a los lacedemonios de sus barcos. La noticia de su llegada corrió como una liebre entre casas y comercios. Había algo especial en los recién llegados. Venían de la mítica Esparta, del mismísimo corazón de Grecia. Hacía mucho que ningún barco llegaba desde tan lejos. Se rumoreaba que el mundo se encontraba en guerra, que los persas preparaban un gran ejército para invadir Grecia y que los cartagineses se habían lanzado a la conquista de Sicilia, pero eso era todo lo que sabían.

Adrastos y sus hombres en seguida llenaron los burdeles y tabernas de la ciudad contando, con todo lujo de detalles, lo acontecido desde que salieron de Grecia. Tenían mucho que narrar y, especialmente Adrastos, magnificaba y embellecía toscamente sus relatos. Sus hábiles maniobras habían dado con los huesos de unos piratas en las cárceles de Siracusa, Sicilia se había salvado gracias a él por su valerosa actuación en Himera, habían sobrevivido a la peor tormenta que jamás hubiese visto un ser humano y habían conquistado una gran isla repleta de bárbaros, todo gracias a sus dotes militares y a su perspicacia. El comandante de la expedición, por supuesto, no daba un paso sin antes consultarle.

Okela se había presentado ante el consejo de ancianos de Emporión y explicó cómo Grecia yacía subyugada al poder de Jerjes por la traición de un ateniense llamado Temístocles y que Sicilia negociaba la paz con los cartagineses. También les contó su intención de remontar el gran río y pidió, aunque de forma retórica, permiso para adquirir en sus mercados todo lo que la expedición necesitara. Los ancianos del lugar pusieron a su disposición a Korbis, un joven capitán de la guardia, para que le guiara por la ciudad y le sirviese de intérprete con los íberos. Okela quería comprar caballos, un par de carros y bestias de carga, así como palas y utensilios que permitiesen construir algún tipo de fortificación cuando se adentrasen en territorio desconocido. Una vez en Emporión, y tras hablar con Agías y Pantites, habían decidido seguir a pie. Éste último planteaba la posibilidad de navegar hacia el sur, cercanos a la costa hasta encontrar el río que buscaban, pero la propuesta fue desestimada a pesar de que hubiera supuesto ahorrar mucho tiempo de camino. Okela no quería arriesgarse más en el mar, pero, además, si se hacían con buenos caballos y carros, podrían remontar la corriente más cómodos y más rápido que a pie y cargados con las panoplias, especialmente teniendo en cuenta a Onomácrito, Telamón y Casandra, que no podrían soportar las largas marchas. El viejo médico, en particular, comenzaba a acusar las inclemencias del azaroso viaje y, aunque no se quejase, la vitalidad que había mostrado hasta Himera comenzaba a abandonarle. También había que contar con el arcón que contenía la Gran Retra y no olvidar el del dinero, aunque éste pronto no pesaría nada. Pero, ¿de qué les iba a servir una vez adentrados en Iberia? Así pues, la decisión fue tomada. Prescindirían de los servicios de Adrastos y continuarían a caballo. ¿Cuánto tiempo tardarían? Era una incógnita. Okela dio cinco días de permiso a sus hombres para que disfrutaran de la ciudad y de lo que ésta tenía que ofrecer, y para que descansasen antes de la larga marcha. Onomácrito, Telamón y Casandra se perdieron entre las casas y las gentes. Telamón seguía distante. Casandra se había ofrecido a curarle las heridas causadas por los latigazos y éste le había dicho seca y rencorosamente que sus cuidados parecían ir más allá de la medicina, y que los guardase para otros. Casandra supo entonces que Telamón había sido testigo de su apasionado encuentro y que ésa era la causa de su nueva y pueril actitud.

Hacía un día espléndido. El cielo estaba despejado y su color azul se reflejaba en un mar en calma. El sol, no obstante, no calentaba. Era el tipo de día que a Okela le gustaba, claro y frío. Desde la Paliapolis se divisaba el gran golfo que daba seguridad a los barcos mercantes, y otra pequeña colonia griega llamada Rhode. Al norte se distinguían colosales montañas. Según Korbis, allí había sido enterrada Pirene, la íbera amada de Heracles cuando éste retornaba a Micenas con el ganado de Gerión. El héroe, ancestro de los espartanos, la había sepultado bajo las gigantescas piedras que ahora formaban la inmensa cordillera.

Mientras caminaban hacia la Neápolis, Okela sintió curiosidad.

—¿Qué tipo de nombre es Korbis? —preguntó Okela.

—Es íbero, señor —repuso Korbis.

—Pero, ¿tú eres griego, no?

—Bueno, sí y no. No creo que aquí haya mucho griego puro. Mi madre era íbera y las mujeres íberas suelen tener carácter. Se empeñó en ponerme ese nombre en contra de los deseos de mi padre.

—Cuéntame: ¿cómo son los habitantes de esta tierra?

—¿Que cómo son los íberos? Bueno, pues como en todas partes supongo, hay un poco de todo.

—Sí, cierto, pero siempre hay rasgos que diferencian a ciertas gentes y culturas.

Escuchando el largo relato de Korbis, que en un principio parecía que iba a hacer tan sólo una pequeña observación o apreciación, llegaron hasta la Neápolis. No era Atenas, ni mucho menos, pero había productos de todo tipo en su mercado. Las gentes gritaban y alardeaban de sus productos en griego y en el lenguaje de los íberos.

—Necesito encontrar caballos que puedan soportar una larga marcha, así como bueyes, dos carros y utensilios para cavar y serrar.

—Fabuloso; llévame ante él —pidió el lacedemonio.

Los puestos de cerámica del tal Abadutiker estaban abarrotados de gente que venía de los poblados circundantes. Según contaba Korbis, algunos incluso hacían viajes de muchos días desde lugares muy alejados para comprar las preciadas mercancías, que luego vendían en sus lugares de origen e incluso más allá.

—¡Hola! —le dijo Korbis a uno de los dependientes de los puestos, ocupadísimo regateando con los compradores—. Un noble espartano necesita hablar con Abadutiker. —El dependiente miró a Korbis con desprecio, no parecía tener tiempo para nobles espartanos.

Korbis procuró llamar la atención del dependiente de nuevo, pero sin éxito. De entre el mar de gente apareció un pordiosero encorvado, harapiento, desaliñado y sucio con una amplia sonrisa y una barba descuidada.

—¿Un noble espartano? —dijo el pordiosero.

—¡Abadutiker! Hueles el dinero como un buitre la carroña.

—Son malos tiempos —repuso el íbero con cara de pena.

—¿Qué tal los negocios? —preguntó Korbis retóricamente.

—Mal, muy mal. No ganamos ni para comer, pero yo no sé hacer otra cosa. Lo que compramos sale muy caro y aquí prácticamente hay que regalarlo —repuso el íbero con cara de fastidio—. Así que el noble espartano desea hablar con un humilde servidor —dijo el comerciante mientras hacía un desproporcionado gesto de reverencia que aprovechó para inspeccionar bien a Okela—. Seguidme, por favor; estaremos más tranquilos en mi casa.

—Siempre dice que el negocio va muy mal, a todo el mundo —explicó Korbis con una picara sonrisa mientras seguían al desarrapado comerciante—, pero yo juraría que es el hombre más rico de la ciudad y que cada día lo es más. Siempre que tratas con él parece que te está haciendo un favor y que le estás engañando.

La casa de Abadutiker se encontraba a treinta pasos de sus puestos. Era algo más grande de lo que parecía desde fuera. Era tosca y, aunque tenía todas las comodidades, no había lujo ni ostentación. Unas palmadas hicieron que dos esclavos, que iban ciertamente mejor vestidos que él, aparecieran de la nada; dio instrucciones en su lengua y estos desaparecieron.

—Sed bienvenidos a mi humilde morada, que es la vuestra —dijo mientras les guiaba a una habitación donde había siete triclinios—. Por favor, sentaos, relajaos, poneos cómodos.

En seguida entraron los dos sirvientes con vino, queso, higos y unos frutos secos muy salados; todo en abundancia. El vino lo sirvieron en unas preciosas copas de cerámica ricamente decoradas con motivos griegos. Korbis en seguida vació el contenido de su copa y, antes de que se diera cuenta, ésta era de nuevo llenada por los esclavos. También alargó la mano hacia el queso y los frutos secos y comió con avidez, aunque con delicadeza.

—¡Ah! Esparta —comenzó a decir Abadutiker—. Qué gran ciudad. Qué excelentes guerreros, gente inteligente y brava. Bella tierra. —Y se mojó los labios en la copa.

Mientras Abadutiker se explayaba en sus alabanzas hacia Esparta, Korbis, a quien la comida le estaba dando mucha sed, bebía y bebía. Okela probó el vino. Era delicioso, suave; también el queso, rico, aunque un poco salado para su gusto.

—¡Ah! Los griegos —seguía el comerciante—, qué gran pueblo, qué gran cultura. El mundo será griego algún día. —Y volvió a mojarse los labios con el vino.

Por mera mímica, Korbis volvió a dar un buen trago y el sirviente volvió a llenarle la copa antes de que se diese cuenta. El espartano sonrió. El íbero era hábil, bebía poco o nada; su copa seguía llena. Preparaba comidas saladas para incitar a la bebida. Se hacía el simpático alabando a su clientela y, cuando estos estaban mentalmente debilitados por el vino y las alabanzas, era cuando trataba de negocios.

—¿No bebes, espartano? —preguntó Abadutiker.

—No suelo hacerlo. Menos aún cuando tengo temas importantes que tratar —dijo Okela a un contrariado Abadutiker, que escondió su decepción tras una estudiadísima sonrisa.

—Por supuesto. Entended, noble señor, que estoy emocionado de conocer a un espartano y de tener el gran honor de compartir mis pocas pertenencias con alguien tan señalado, y claro no puedo evitar…

—Ya basta —dijo Okela levantando la mano—. Necesito doscientos veinte buenos caballos, dos carretas, cuatro bueyes, palas y sierras. ¿Puedes proporcionármelos o no?

—Son muchos caballos, será difícil juntarlos todos y habrá que ofrecer altas sumas por ellos. Sin contar claro está, mis humildes honorarios.

—El dinero no es problema —repuso Okela haciendo ademán de levantarse—. ¿Puedes o no puedes proporcionarme lo que pido?

La cara de Abadutiker se iluminó como el sol a medio día en agosto y se levantó raudo para pedir humildemente que su cliente se sentase de nuevo. «El dinero no es problema», la frase hacía eco en el cerebro del íbero; ni la lira del mismísimo Apolo sonaba mejor.

—Por supuesto, señor.

—Muy bien. ¿En cuánto tiempo dispondré de lo que pido?

—Es difícil de calcular. Pero creo que en siete días podríais tenerlo todo.

—Que sean cinco.

—Así se hará, noble señor. Necesitaré no obstante una modesta señal por vuestra parte, ya sabéis, como prueba de buena voluntad.

—¿Dudas de mi buena voluntad? —dijo Okela con aire seco y desencantado pero riendo por dentro. Jugaba con aquel comerciante como un gato con un ratón.

—No, señor, por todos los dioses, no digáis eso. Es mi griego que me traiciona. Con veinte minas por ahora será suficiente.

—Alguien se pondrá en contacto contigo mañana.

—¿Y se le permitiría preguntar a este humilde servidor, aun sabiendo no ser digno de vuestra grandeza, a dónde os dirigís?

—¿Por qué quieres saberlo?

—Pues porque si supiese algo más podría buscar formas de que vuestro paso por esta tierra fuese algo más sencillo. Sería un honor ser de alguna ayuda.

—Y de paso sacar un dinero, ¿no? —dijo Korbis divertido y ya visiblemente afectado por el vino. El íbero dedicó una mirada inocente al espartano.

—Nos dirigimos al sur, hacia el gran río. Una vez encontremos la desembocadura lo remontaremos hasta sus fuentes.

—Unas sesenta parasangas nos separan de la desembocadura del Ebros. Dentro de tres días tengo previsto enviar un cargamento de cerámica a la gran fortaleza de los ilercavones que habitan la zona de la desembocadura. Es el último cargamento que haré hasta la primavera. Lo envío por tierra porque el mar en estas fechas puede traer más disgustos que beneficios. Por el camino viven diferentes pueblos aguerridos, aunque pacíficos con los comerciantes: ausetanos, lavetanos y cossetanos. Con todos ellos comercio y de todos sus caudillos tengo trato de amistad.

—Pues yo podría, desinteresadamente y aunque me suponga un pequeño retraso, posponer el viaje unos días y así podríais partir juntos. Mis empleados y esclavos, que gestionan estos cargamentos, suelen llevar consigo unas pequeñas placas de bronce tallado en nuestra lengua a modo de salvoconducto que garantiza nuestro paso por esas tierras. El recorrido suele hacerse en ocho o diez días si no hay problemas. Ellos podrían serviros de guía. Todo esto en atención a ti, por supuesto, y sin cobrar nada.

—Muy bien íbero, tenemos un trato.

Okela se levantó e invitó a Korbis a seguirle. Rápidamente Abadutiker abrió la puerta de la estancia y se dirigió como un esclavo a abrir también la que daba a la calle. Le dijo algo a Korbis en su lengua y luego balbuceó para sí.

—¿Qué te ha dicho? —pregunto Okela cuando ya se alejaban de la casa del íbero.

—Me ha dicho que si le traigo más como tú, recibiré sustanciales beneficios, y una frase que suele repetir: «el óbolo es el óbolo». ¡Ah!, y luego ha dicho para sí algo como «adoro a los espartanos». —Ambos rieron ante la ocurrencia—. De todos modos, aunque pueda parecer que su ofrecimiento de guía y salvoconducto hasta territorio ilercavón es desinteresado, debéis saber que Abadutiker acaba de ahorrarse con ello el coste de la escolta de esta caravana que, por otra parte, seguramente ni siquiera tenía pensado enviar.