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La repentina aparición de Agías, Pantites, Menón y sus hombres, salidos de la nada como enviados por los dioses, evitó el desastre. Cogieron a los bárbaros totalmente por sorpresa. Los pocos que pudieron, huyeron.

—¿Ves cómo necesitas una niñera? —había dicho Agías cuando todo había acabado, abrazando a un tambaleante e indefenso Okela, que estaba inundado de alegría, sudor y sangre—. ¡Mírate, pareces un cerdo!

Agías agarró a Okela con fuerza para asistirle en su regreso a la playa. El resto recogía a sus heridos para ponerlos en manos de Onomácrito, Telamón y Casandra, y a sus muertos para poder darles un funeral digno de héroes. Casandra había embarcado en el Odiseo la noche antes de salir de Himera, oculta y protegida por un cada vez más enamorado Telamón, que la trataba con ternura. Onomácrito atendió a Okela de inmediato. El espartano tiritaba, estaba pálido y su piel ardía. Las heridas eran limpias y por tanto las fiebres no eran normales. Lo tendieron en el suelo y Onomácrito ordenó a Casandra traer agua fría en abundancia para intentar reducir la fiebre.

—¿Qué hace ella aquí? —rugió Okela tiritando, visiblemente furioso.

—Descansa, señor —fue la única respuesta de Onomácrito.

Agías se acercó a su jefe y se inclinó para hablarle. Por lo que contaba, la tormenta había desplazado al Odiseo a una gran distancia de aquella posición. Habían logrado recalar en una playa y durante días repararon la nave. Una mañana, un grupo de hombres y mujeres dejaron pieles y metales diversos en la playa. Demetrio, el capitán del Odiseo, les había explicado que esa era la forma en que los fenicios soban comerciar con las gentes poco hospitalarias y desconfiadas de la isla. Las gentes dejaban sus mercancías en la playa y se retiraban, luego los fenicios examinaban la mercancía y dejaban al lado oro, vino, aceite u otros objetos para hacer el cambio y se iban a sus barcos. Los nativos volvían a aparecer y, si el trato les parecía aceptable, recogían lo dejado por los fenicios y se retiraban dejando allí lo que habían traído. Así que Agías había actuado como un fenicio, dejando vino y oro en cantidad abundante y recogiendo pieles y metales que, en realidad, de poco les servían, aunque, por lo menos, ayudaron a crear un buen vinculo con los salvajes. Teniendo la referencia, más o menos, de donde habían visto encallar al Ártemis, recorrieron el territorio por la costa con un nativo que aceptó guiarles a cambio de una buena suma de oro. Desde un monte habían divisado las hogueras en la playa la noche anterior a la batalla, pero sólo se habían percatado del clangor de las armas a unos estadios de distancia.

La sensación de frío de Okela iba en aumento, así como su temperatura corporal. No conseguía concentrarse en el relato de Agías. Cerraba los ojos con fuerza y los volvía a abrir como intentando enfocar la mirada en su interlocutor.

La voz de aquel hombre era la de Agías, sin duda. Vestía como Agías, sí. Era la cara de Agías. Pero no era él. Eso estaba claro. Miró alrededor; ¿quiénes eran todos aquellos hombres vestidos como espartanos? ¿Y qué lugar era ese? De repente lo tuvo todo claro. ¡Persas! Eran persas haciéndose pasar por espartanos. Estaba débil, pero debía buscar una salida. Llegar a Esparta y prevenir a Leónidas de aquel nuevo ardid de Jerjes. Pero lo primero era lo primero, salir de allí. El hombre que hablaba, ya no hablaba, balbuceaba. Su espada colgaba de tal manera que con un rápido movimiento podría hacerse con ella, asestarle un golpe mortal y huir hacia el bosque que había más allá. Tendría que encontrar fuerzas. Cuando acabó de balbucear, el hombre puso la mano en su hombro y rió. Okela lo acompañó para seguirle la corriente sin quitar la mirada de la espada. Malditos persas. Tan veloz como le permitió su estado, echó mano al arma del desprevenido extraño y con gesto furioso se puso en pie dispuesto a asestarle el golpe mortal. Lo último que vio antes de desplomarse por el esfuerzo fue la cara del impostor anegada de desconcierto.

Todos asistieron espantados al repentino ataque de furia de su comandante. Agías hizo llamar a Onomácrito enseguida.

—¡Ha enloquecido de repente! —gritó confuso al médico, que ya se inclinaba para examinar a Okela—. ¡Ha intentado matarme! —Todos contuvieron la respiración.

Siguió un tenso silencio.

—Le han envenenado —respondió al advertir el hueco dejado por el dardo mientras examinaba el potingue viscoso y verde que se mezclaba con su sangre. Okela temblaba, inconsciente, tendido en el suelo—. Bien, llevadle al Ártemis y acomodadle allí. Prepararé algunas hierbas que harán que le baje la fiebre. Casandra se encargará de cuidarle, debe sufrir alucinaciones y en su estado cualquier hombre puede resultarle amenazador.

La alegría por la victoria y el reencuentro de ambos grupos se ensombreció por el estado del korkótida.

El negro manto de la noche apagó los colores de las cosas.

La bodega del Ártemis estaba iluminada levemente por algunas pequeñas lámparas de aceite. Las llamas bailaban suavemente. Casandra, arrodillada ante un Okela desnudo, le pasaba, delicadamente, un paño agua helada por la frente, el torso, las muñecas y los tobillos, tal y como había ordenado Onomácrito. Por lo menos había dejado de temblar. Aquel dios de la guerra, aquel hombre que le hacía sentir un extraño nerviosismo con sólo oír su nombre, estaba bajo sus cuidados. Se sentía dichosa. Allí yacía: derrotado, desnudo, inerme, manchado de barro, sangre seca y sudor que ella iba limpiando con ternura. Cuántas cicatrices, cuánto poder en esos brazos, cuánta sabiduría en esa mente. Casandra deleitaba su vista y su imaginación cuidando con esmero de su Apolo.

Mojó de nuevo el paño en el agua. Lo escurrió lentamente para hacer el menor ruido posible. Y, humedeciendo de nuevo su frente, volvió a repetir el refrescante viaje de sus manos por el cuerpo del espartano. Casandra no lo sabía, pero su cara dibujaba una sonrisa casi maternal.

La mano de Okela interrumpió el ritual aferrando de repente y con fuerza la muñeca de la muchacha. Ella ahogó un grito instintivo con su otra mano, dejando caer el paño al suelo. Los ojos desorbitados y enloquecidos de Okela la miraban fijamente, pero pronto su expresión cambió a una de desconcierto.

—¿Kalisté? —dijo.

—Shhh —repuso Casandra, acariciándole la frente mientras se preguntaba quién podría ser aquella persona.

—Los persas…

—Tranquilizaos, señor. Los persas están lejos.

Las palabras de la siciliana parecieron tranquilizarle. Volvió a mirarla. Pero esta vez su mirada irradiaba cariño. Casandra sabía que esa mirada no era para ella, sino para otra. Pero daba igual. Okela se incorporó y puso su cabeza sobre el hombro de la muchacha. Ella le acariciaba cariñosamente.

—Te he echado de menos —susurró el espartano.

Casandra no podía decir nada, tan solo un «shh» seguido de otro. Ni los dioses más dichosos podían compararse con ella en ese momento. Sintió un escalofrío que le recorrió el cuerpo, provocado por el contacto de los labios de Okela en su cuello. Y luego otro, hasta que los labios de ambos se encontraron. Aquel hombre robusto, aquel guerrero temible, era delicado, y sus besos, dulces. Procuró mantenerse fría. Él le desabrochó el quitón dejando sus senos al desnudo y se deleitó con ellos, besándolos lentamente. Casandra apretó la cabeza de Okela contra sus pechos y cerró los ojos para sentirlo todo. Suavemente él fue empujándola hasta que la siciliana se encontró boca arriba. Los labios de Okela recorrían un erótico y lento camino por sus pechos, su cuello, sus orejas, su boca y delicadamente fue deslizándose entre sus piernas. Casandra sentía algo parecido al nerviosismo sin realmente estar nerviosa. Notó entre los muslos la virilidad del espartano. Esperaba el dolor tirante que sentía cada vez que los piratas abusaban de ella. Hubiera preferido más besos, pero, si eso era lo que el hombre quería, ella se lo daría sin importarle el dolor. No obstante, cuando sintió a Okela dentro de sí, no hubo daño, sino placer. Cerró los ojos de nuevo y sintió el vaivén acompasado del dios en su interior, que no cesaba de besarla y de amarla. Sin darse cuenta, se encontró siguiendo con sus caderas los movimientos del espartano hasta llegar a morderse los labios para no dejar escapar los gemidos que aquella sensación trataba de arrancarle del pecho. La muchacha alargó las manos y se aferró a las nalgas de su repentino amante buscando mayor vigor. Okela respondió a la sutil demanda. Y de pronto la intensidad de aquel placer subió y subió hasta que no pudo sofocar un grito que se fundió con el de él.

Le amaba. Sí. Le amaba.

Agotado y sudoroso, Okela se retiró de ella, volvió a tumbarse y se quedó dormido.

Casandra se sentía flotar. No podría haber explicado con palabras lo que había ocurrido. Se llevó las manos al vientre y cerró los ojos como para guardar dentro de sí el calor del apasionado encuentro. Sentía un agradable cosquilleo. Luego su mente se turbó. Podría entrar alguien en cualquier momento, Onomácrito o Telamón, a interesarse por el estado de salud de Okela. Se vistió rápidamente y volvió temblorosa a mojar el paño en agua y a acariciar, con más mimo si cabe, al hombre que, sin saberlo, la había poseído en todos los sentidos posibles. Estaba feliz. Asustada. Confusa.

De pronto se percató de la presencia de un brebaje humeante a la entrada de la bodega. Alguien había estado allí.