Los días se sucedían. Los bárbaros no avanzaban, limitándose a hostigar a los espartanos con sus hondas cada vez que uno asomaba la cabeza. Los espartanos hicieron alguna incursión nocturna al bosque para degollar en la oscuridad y el silencio de la noche, pero los bárbaros establecieron turnos de vigilancia a cada cinco pasos. Al menos, las reparaciones en el Ártemis continuaban a buen ritmo, aunque la madera comenzaba a escasear.
Okela había contado con que, después de las dos derrotas infligidas, se dispersasen tarde o temprano. Se había demostrado en dos ocasiones consecutivas que las armas, la destreza y los ardides espartanos eran un enemigo imbatible. Pero con lo que no había contado era con una situación de asedio. Avanzar sobre las posiciones bárbaras era una locura. Aún les aventajaban al menos en tres hombres por cada uno y una falange no podía progresar por un bosque sin perder la formación. Las largas lanzas eran difíciles de manejar en la frondosidad y además habría que avanzar rápido para no dar tiempo a que los bárbaros les acribillasen con sus armas arrojadizas. El tiempo estaba del lado de los bárbaros y las provisiones se acababan.
Según Adrastos, el Ártemis estaría listo en nueve o diez días, pero si no podían acceder al bosque, tampoco tendrían la madera necesaria para las reparaciones y, si no podían reparar la nave, tampoco podrían salir de allí. Los espartanos fueron puestos a media ración, pero a los marineros se les suministraba la ración completa para que pudieran proseguir con los trabajos que, a pesar de la falta de madera, aún podían llevar a cabo. El agua también comenzaba a escasear y los bárbaros no hacían amago ni de dispersarse ni de atacar. Era posible vivir dos semanas sin probar bocado, incluso más, pero la capacidad combativa se resentía incluso entre los más fuertes, los mareos y los calambres se volvían continuos y aparecían entonces alucinaciones que acababan en conflictos entre los hombres. Okela paseaba meditabundo. La situación era crítica. Se acercó a una hoguera donde varios de sus hombres se calentaban al fuego y se quedó ensimismado mirando las llamas que dibujaban bellas e hipnóticas formas. Había fracasado en su misión. Nunca llegarían a Iberia. Había dado lo mejor de sí, pero no había sido suficiente. No había salida. Allí acababa todo, en aquel lugar ignoto e incivilizado.
—Ataquemos mañana mismo, señor —dijo Pausanias rompiendo el silencio y despertando así a Okela de su letargo.
—Estoy con Pausanias —dijo Lisandro—: Prefiero morir allí, matando bárbaros, que aquí de hambre.
—Seamos claros —intervino Megacles—. Dentro de unos días no tendremos qué llevarnos a la boca y pasada una semana comenzarán los calambres y los desmayos. Yo prefiero luchar con la tripa llena.
—¡Ataquemos! —dijo Nicandro.
—¡Sí, ataquemos! —coreó Teleclo.
—Muy bien, amigos —repuso Okela—. Comed bien y sacad lustre a vuestras armas y corazas. Mañana cenaremos en el Hades.
Desde las posiciones espartanas se alzó un rugido de alegría que los bárbaros no acertaron a interpretar. Okela dio sus últimas instrucciones a Adrastos. En el caso de una más que improbable victoria, los trabajos debían continuar, pero en caso de derrota él y su tripulación quedaban liberados de todo compromiso con Esparta y podrían rendirse a los bárbaros esperando misericordia. Hacía días que Adrastos no probaba ni gota de vino, ya que se había acabado, y a esa sensibilidad achacó Okela las lágrimas y abrazos de aquel hombre al que conociera hacía un par de lunas pero con quien parecía haber compartido toda una vida. Onomácrito estaba aquejado de serios dolores en las articulaciones causados por la inclemente humedad, pero siendo anciano tendría más probabilidades de sobrevivir que ningún otro. A ambos les deseó suerte y les encomió a que contaran su historia si salían vivos de aquella.
Por la mañana, los setenta y nueve espartanos que quedaban en la playa formaban en falange. Un cuadrado casi perfecto de diez hombres de ancho por ocho de fondo. El sol de la mañana se reflejaba en los escudos. La idea era llegar hasta el bosque en formación compacta para luego dispersarse y que cada cual buscase su destino. El único objetivo de aquella salida era vender caras sus vidas. La posición y los innumerables enemigos hacían la victoria imposible. Okela, no obstante, mantenía la remota esperanza de poder ponerles en fuga a base de arrojo y valor. Los bárbaros, conscientes de su superioridad, se prepararon para resistir el ataque. Sabían, de alguna manera, que la reacción de los extranjeros respondía a una situación desesperada.
—Toca avance, muchacho —ordenó el jefe espartano a Lisímaco—. ¡Por Esparta!
Al unísono, como siempre y por última vez, lanzas y escudos chocaron emitiendo el delicioso sonido metálico seguido de un único grito de guerra. La falange avanzaba segura, inalterable, perfecta. Allí había muchos buenos espartanos.
Una lluvia de piedras comenzó a caer sobre ellos; las hondas impactaban con precisión en los yelmos contusionando a sus portadores. Okela sintió un golpe en el casco y una sensación cálida recorrió su frente seguida de un ligero mareo. Era su sangre. Nada grave. Seguían avanzando. Los honderos fueron relevados por lanzadores de jabalinas cuando la falange se encontraba a diez pasos. Todos a una lanzaron sus armas, que describieron una parábola descendente. Instintivamente, y sin dejar de avanzar, los espartanos alzaron sus escudos para rechazar la mortífera lluvia de madera y metal que rebotaba o se incrustaba en los hoplones, pero que, en algún caso, encontraba un hueco entre estos para clavarse en un hombro, en un pie o para rasgar brazos y piernas en su letal caída. Ni un gemido de dolor salió de aquellos curtidos hombres. Sólo alguna maldición cuando intentaban retirar el metal incrustado en sus miembros. Aquellos que habían sido alcanzados obviaban el dolor y seguían adelante.
—¡Por lo menos han aprendido algo! —gritó Jantipo desde el lado opuesto de la línea. Todos los espartanos echaron a reír ante el estupor de los bárbaros.
—Adelante, muchacho —dijo Okela a Lisímaco cuando se encontraban ya cerca del bosque—. Toca carga y desenvaina.
—Ha sido un honor servirte —dijo Lisímaco. Y tocó con toda su alma.
Los lanzadores de jabalinas se retiraron para dejar paso a la infantería bárbara. La carga fue estrepitosa, bestial. Las lanzas fueron abandonadas en cuanto alcanzaron sus primeros objetivos. Los árboles imposibilitaron que la pequeña falange mantuviese su formación. Los espartanos, no obstante, intentaban mantener cierta cohesión. El enfrentamiento era a muerte. Los bárbaros parecían retroceder, pero acabó siendo evidente que tan sólo lo hacían para que los hoplitas se adentrasen más en el bosque y poder así rodearlos en su terreno. El purpúreo rocío comenzó a cubrir las hojas hasta convertirse en torrente.
De nuevo golpes metálicos y secos por doquier. «Son demasiados» pensaba Okela mientras bloqueaba con su escudo el golpe de un bárbaro que acechaba por su izquierda y con la espada bloqueaba otro que venía por la derecha. Desarmó a uno de sus rivales para acto seguido identificar su punto débil y darle muerte, pero otros dos ocuparon su lugar. Pausanias, iracundo, con los ojos enrojecidos de rabia, cortaba y hundía su espada con saña en la carne de los que se interponían en su camino. Jantipo había perdido ya su escudo y se batía como un león utilizando su espada con la mano derecha y la maza de un bárbaro ya caído con la izquierda. Teleclo yacía muerto en el suelo, su cuerpo sin vida era protegido, con la furia de un jabalí herido, por su amante Nicandro, que luchaba cubierto de sangre enemiga y propia. Megacles, rodeado por cuatro bárbaros, encontraba la muerte cayendo de rodillas y luego de bruces contra el suelo. El sudor y la sangre se mezclaban en la cara de Okela, quien no cesaba de dar golpes y recibirlos. Instintivamente, los espartanos fueron creando un círculo en el bosque, un círculo que cada vez que caía un espartano se reducía. Los bárbaros no estaban dispuestos a retroceder ni un paso, tenían a los espartanos en su terreno, exactamente donde los querían.
Sonó lejana la orden de carga. La reconoció al instante, pero Lisímaco yacía tendido en el suelo, blanco por la pérdida de sangre y con la mirada perdida en el cielo. Era la cara de la muerte. Okela miró un instante hacia la playa mientras bloqueaba otro golpe. Allí había quedado tendido el aulós. Pero los oídos juegan malas pasadas en medio de una batalla, y más cuando se reciben golpes y el yelmo vibra.
El círculo espartano se reducía. Nicandro se las había arreglado para arrastrar el cuerpo de Teleclo hasta el centro. Okela sintió la garganta reseca y la lengua comenzaba a hinchársele. Eso significaba que llevaban ya más de una hora luchando. La presión que ejercían los bárbaros sobre los espartanos era descomunal. Cada vez que uno de ellos caía herido o muerto el círculo se estrechaba más y más. El clangor de las armas no cesaba.
En el momento en el que Okela frenaba un golpe con su escudo y otro con la espada, un tercero encontraba un hueco en su muslo desprotegido, hiriéndole. La sangre brotó rabiosa y el espartano cayó de rodillas. Jantipo acudió de inmediato, arriesgando su vida para salvar a su comandante, batiéndose contra los enemigos que le acosaban y desplazándoles con rabia. Otro objeto impactó en el muslo de Okela, esta vez pequeño y afilado, un pequeño dardo de madera que arrancó de su carne sin dificultad. Pudo observar que el dardo estaba cubierto por una masa verde y pastosa antes de tirarlo al suelo e intentar ponerse en pie. Comenzó a sentir frío. Sus piernas flaquearon y cayó de nuevo de rodillas, clavando la espada en el suelo como único apoyo. Falto de aliento, mareado, consciente de lo que ocurría a su alrededor pero sin fuerzas.
De nuevo sonó la orden de carga, esta vez más clara, más cercana y con ella comenzó a flaquear el rabioso ataque bárbaro. Varias flechas impactaron con fuerza en los torsos de los atacantes que Jantipo tenía delante, que cayeron desplomados al suelo como sacos de harina.
—¡A por ellos! —gritó la potente voz de Agías a lo lejos—. ¡Que no quede ni uno!