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Las tinieblas cubrieron los caminos. La noche fue tranquila. Se podían ver en el bosque las hogueras que los bárbaros habían encendido para calentarse. Estaba claro que aquella pequeña batalla no había supuesto un cambio de intenciones, tal como los espartanos hubiesen querido. El caudillo bárbaro parecía un hombre con determinación. Probablemente estuviese estudiando sus errores. La batalla había empezado tarde, sus hombres habían llegado cansados tras una larga marcha, las estacas en la playa habían resultado ser una desagradable sorpresa y la posición espartana, aunque no muy fuerte, sí había resultado difícil de superar teniendo en cuenta las cuestiones anteriores. Pero Okela sabía que en esos casos el orgullo suele vencer a la prudencia y que si los bárbaros seguían allí era porque al día siguiente intentarían atacar de nuevo.

Habían abatido a cerca de cien hombres, lo que dejaba un contingente aún poderoso al que enfrentarse. Tan sólo cuatro espartanos habían caído. La defensa había sido un éxito. Pero las posiciones estáticas nunca le habían gustado y estar a la defensiva tampoco. Cuando se está a la defensiva se obliga al enemigo a buscar soluciones, y tarde o temprano las encuentra. Además, el efecto psicológico de las estacas de la playa, que habían causado el desconcierto entre los bárbaros, no sería efectivo al día siguiente. «La batalla es pura psicología», le había repetido una y otra vez su padre, «no importa el número de hombres que caigan muertos, importa el terror que pueda cundir entre ellos». Había que diseñar alguna otra estratagema.

Okela ordenó que se dispusiesen hogueras. Ya no había nada que ocultar y los hombres podrían dormir sin acusar el frío del otoño y la humedad de la playa. Los centinelas lanzaban, de vez en cuando, antorchas a la tierra de nadie que quedaba entre las defensas y el bosque, para poder iluminar la zona y prevenirse contra cualquier ataque nocturno. Había que extremar las precauciones.

—No ha salido nada mal el encuentro de hoy —dijo sonriendo Jantipo.

Okela simplemente asintió, pero otras cosas rondaban su cabeza. Se arrodilló sobre la finísima arena y cogió un puñado que fue soltando poco a poco, observando cómo caía.

—¿Alguna vez has pisado una playa en pleno verano cuando el sol más calienta, Jantipo? —preguntó al coloso sin mirarle.

—Que yo recuerde no —repuso el soldado sin saber muy bien a qué venía esa observación acerca de la arena.

—Yo sí —dijo Okela pensativo, y tras una larga pausa en la que se quedó ensimismado, volvió a hablar—. Que los hombres mantengan vivas las hogueras y que vacíen todos los calderos cuando hayan acabado de cenar.

Jantipo asintió y comenzó a dar las órdenes oportunas a todos. Okela se aproximó a Adrastos y le pidió que hiciese acopio de todas las cuerdas, tablones, mazas y utensilios que se estaban utilizando para la reparación del Ártemis, además de la grasa que se utilizaba para que las cuerdas resbalasen adecuadamente y costase menos tirar de ellas.

Pocos durmieron. Las órdenes eran construir veinte trípodes, dos por caldero, y clavarlos bien sobre el montículo, mientras que los marineros se encargaban de hacer nudos en las cuerdas que favoreciesen su torsión y facilitasen que, al tirar repentinamente de ellas, un objeto pudiese salir disparado con cierta velocidad. La noche iba llegando a su fin cuando todos estos trabajos se completaron. Okela ordenó que los diez calderos de bronce, donde se solía preparar comida para ocho o diez hombres, fueran cargados de arena y puestos al fuego. Hasta que no acabaron, no se dieron cuenta exactamente de lo que Okela tenía en mente: proyectarían arena ardiendo sobre los atacantes.

Los caballos del sol, abandonando las profundidades del océano, trajeron una nueva aurora, brillante y pura, que mostró nítidamente las siluetas de los bárbaros en el bosque. Sus gritos resultaban ensordecedores, aunque podía oírse entre todos ellos la enérgica voz del caudillo pidiendo silencio y alentando a sus hombres. La carga sería más dura que la del día anterior. Los bárbaros salieron del bosque, esta vez pausadamente. Habían aprendido dos cosas: la primera, que había que esquivar las estacas, y la segunda, que los espartanos carecían de armas arrojadizas. Cerca de cuatrocientos bárbaros abarrotaban la playa avanzando lentamente sobre las posiciones defensivas espartanas, evitando el peligro que venía del suelo. Pero esta vez el montículo no estaba plagado de defensores, sino que en su lugar estaban dispuestos unos tablones a modo de soporte y tan sólo unos diez centinelas. Esta vez fueron los amantes Nicandro y Teleclo quienes ocuparon la posición de la entrada.

Los bárbaros se encontraban a quince pasos de las defensas y ahora sí, frescos gracias al descanso de la noche anterior, enardecidos por su caudillo y deseosos de vengar a sus compañeros muertos, sus gritos de guerra previos a la carga se dejaron escuchar. Corrieron hacia las defensas con fuerza; aquel barullo era el que Okela esperaba para dar la orden.

—¡Ahora! —gritó bajando el brazo enérgicamente.

Cuatro hombres por cuerda tiraron repentinamente y con todas sus fuerzas para propulsar los calderos repletos de kilos arena ardiendo hacia los asaltantes. El ataque se detuvo inmediatamente. Los gritos de asalto y furia mudaron a gritos de dolor y desesperación cuando la arena impactó contra los rostros, quemando caras, ojos y miembros, mientras se colaba en pequeñas partículas incandescentes por las ropas y producía múltiples y pequeñas quemaduras en las primeras líneas. Los bárbaros comenzaron a bailar una danza desesperada intentando deshacerse de aquel dolor que se les pegaba a la piel y les abrasaba la carne. Los alaridos desesperados hicieron que, de nuevo, el desorden cundiese entre ellos mientras Okela hacía sonar la orden de retirada del montículo para dejar el paso franco a los asaltantes que venían detrás y que no habían recibido el impacto de la arena incandescente.

Viendo a los espartanos retirarse, la carga cobró nuevo ímpetu, alentada por el caudillo, que vio la oportunidad de abatir a un enemigo que ya les daba la espalda al ver cómo se aproximaban. Qué fácil era engañar a los bárbaros con una retirada fingida; confiaban demasiado en el terror que inspiraban sus gritos.

Nada más ganar la altura del montículo, los bárbaros vieron a los espartanos corriendo hacia el mar, así que se lanzaron al ataque sin pensarlo dos veces. Habían acabado con la resistencia de los intrusos a pesar de sus ardides y, ayudados por la pendiente para ganar velocidad, increpados por su caudillo y deseosos de venganza, corrieron con todas sus fuerzas. Sonó otra orden emitida por el aulós espartano. Era una maniobra bien estudiada: una huida fingida. Los espartanos dieron media vuelta, trabaron escudos y alzaron lanzas. Los bárbaros, sorprendidos aunque incapaces de detener su furia, y empujados por los que venían detrás, quedaban ensartados en las lanzas espartanas hasta tal punto que a estos les resultaba imposible recuperarlas con celeridad de entre las costillas, los cuellos y los miembros, teniendo que recurrir a las espadas. Okela desenfundó y ordenó a voz en grito un ataque completo. Cada hombre ahora dependía de sí mismo y el único objetivo era matar. Los espartanos cargaron. El ruido metálico de las espadas contra las espadas, los alaridos rabiosos al descargar cada golpe, los secos sonidos al abrir los cráneos, se confundían en un único clamor: el de la batalla.

Pausanias parecía haber estado esperando esa orden toda la vida. Avanzó con rabia haciendo brecha él solo entre los enemigos, sediento de sangre. Detenía los golpes con el escudo, flexionaba las rodillas para evitar golpes altos asestando a su vez mortíferos cortes en las piernas de sus adversarios; cortaba pies, músculos y tendones.

Los bárbaros, incapaces de detener el avance espartano, retrocedían, mientras sus compañeros caían inertes al suelo. Pronto se encontraron con los espartanos de frente y el montículo a la espalda. La fortificación, tan fácilmente tomada, se había convertido en una trampa. El acceso se vio colapsado por los que comenzaban a darse a la fuga. Se estorbaban los unos a los otros, pisoteándose e intentando desesperadamente ser los primeros en salir de allí. Otros trepaban con torpeza el cerro, pretendiendo ponerse a salvo al otro lado y correr hacia el bosque. Aquella aglomeración de bárbaros aterrados pronto dejó de emitir alarido alguno. Cuando Pausanias estaba a punto de trepar la loma en persecución de los que huían, sonó el alto, a lo que respondió con una mueca de fastidio. Todos los espartanos se detuvieron.

De nuevo, los bárbaros emprendían la huida.