Pasaron varios días en los cuales las defensas de la playa se completaron y, con un esfuerzo titánico de todos los hombres de la expedición, se logró llevar al Ártemis a una zona algo más abrigada de la cala. La nave fue bien atada con cuerdas, echada el ancla y, con las reparaciones mínimas para que la bodega no se anegase, lograron que su panza reposase en el fondo marino. Por lo menos flotaba, aunque aún quedaba mucho para poder continuar el viaje en alta mar. Los trabajos continuaban laboriosamente bajo la atenta mirada de un ebrio Adrastos, que maldecía su suerte por no tener un burdel cerca y descargaba su exceso de testosterona arreando poderosos manotazos a sus marineros por cualquier nimiedad.
Las partidas de caza volvían con carne abundante y agua, que se iba almacenando en las ya resecas ánforas del Ártemis. Había muchos jabalíes en la isla y su carne resultaba jugosa y nutritiva. Hubo que lamentar algún incidente cuando los jabalíes heridos cargaban hacia quien tuviese cerca, pero nada de gravedad. Los huesos de Onomácrito, no obstante, comenzaban a acusar la humedad de la playa y solía adentrarse en el bosque en busca de hierbas con las que fabricar sus ungüentos, además de buscar un poco de paz para su espíritu. Por ahora no tenían noticias de los indígenas, lo cual era de agradecer, ni tampoco del Odiseo y el resto de la expedición. Okela comenzó a pensar que el tiempo que restaba hasta que se completasen las reparaciones sería tranquilo y, una vez acabadas estas, recorrerían la costa en busca de sus compañeros.
Pausanias, a quien aquel día le había tocado salir de caza, apareció andando tranquilamente de entre los árboles del bosque buscando a Okela. Al hombro cargaba lo que parecía una oveja con piernas humanas que se movían inertes a cada paso que daba el espartano. Al acercarse a su jefe soltó su pesada carga con cuidado sobre el suelo. Un muchacho indígena yacía inconsciente.
—Se ha dado un cabezazo contra el pomo de mi espada —dijo Pausanias irónico.
—¿Está vivo? —preguntó Okela.
—Mucho, sí. Pataleaba como un centauro.
—¿Dónde lo has encontrado?
—Husmeaba entre los árboles. Las hojas secas le han delatado. Echó a correr, pero pude darle alcance con facilidad —repuso Pausanias triunfal.
—¡Traed agua! —ordenó Okela sin dirigirse expresamente a nadie.
En pocos instantes, uno de los muchachos ilotas llegaba apresuradamente con el agua y, con él, un tambaleante y curioso Adrastos con los ojos inyectados en sangre de poco dormir y mucho beber. Okela vertió el contenido completo del ánfora sobre el muchacho que, empapado, despertó de su letargo buscando aire y llevándose las manos a la nuca con gesto dolorido. Miraba a su alrededor indagando qué ocurría e intentaba incorporarse. Estaba aterrado. Antes de saber lo que estaba pasando, sintió un fuerte golpe en el hombro que lo envió de nuevo al suelo. Adrastos, con la cara desencajada, había visto en aquel chico todos sus actuales males juntos y había decidido tomarla con él.
—¡Malditos bárbaros! —dijo preparándose para embestirle de nuevo mientras el muchacho suplicaba en su lengua algo parecido a la piedad. La boca y los miembros de Adrastos se detuvieron al instante ante la afilada mirada de Okela.
—¿Hablas griego, muchacho? —le preguntó al chico ante la atónita mirada de éste, que claramente no entendía nada de lo que se estaba diciendo—. ¿Cómo te llamas? —El muchacho balbuceó algo incomprensible parecido a lo que había dicho ante el colérico ataque de Adrastos.
—Déjame que me encargue de él y antes de que se ponga el sol este bárbaro hablará griego, persa y fenicio —dijo Pausanias haciendo ademán de llevárselo.
—No —repuso Okela poniéndole la mano en el hombro para detenerle—. Dejémosle ir. Ya que no podemos entendernos con él, al menos que en su poblado sepan que no venimos buscando conflicto, sino todo lo contrario. Los hechos valen más que las palabras. —Dirigiéndose al muchacho y hablando alto y pausado dijo—: Venimos en paz, debemos reparar nuestra nave y pronto nos iremos. Di a tu pueblo que agradecemos su hospitalidad.
El muchacho, aunque no entendía lo que se le decía, comprendió al menos que el que hablaba de forma conciliadora era el jefe de esos hombres. Okela hizo un gesto con la mano para invitar al muchacho a irse y éste, sin pensarlo, dio media vuelta y echó a correr como un gamo.
Fidón se cruzó con el muchacho. Corría tan rápido como podían llevarle sus piernas. Buscó a Okela con la mirada sin dejar de correr y, al llegar hasta él, se detuvo jadeando como un zorro perseguido. Llevándose las manos a las rodillas, encorvándose e intentando recuperar el aliento, rompió a hablar de forma entrecortada:
—Señor, saben que estamos aquí —decía después de haber recorrido a toda velocidad las cinco parasangas que les separaban del poblado.
—Bien, retoma el aliento. ¿Qué te hace pensar eso? —inquirió Okela.
—Anoche se reunieron todos los hombres de la tribu, los que deben ser más prominentes a juzgar por su indumentaria. Debatían acaloradamente —relataba un jadeante Fidón—. No le di mayor importancia, pero esta mañana, antes del amanecer han aparecido todos los hombres ataviados con escudos, espadas, hondas y jabalinas y, aunque desordenados, han comenzado a avanzar hacia el sur. Vienen hacia aquí. Su paso es lento, deben ser unos quinientos o seiscientos hombres.
—¿Cuánto calculas que tardarán en llegar hasta la playa?
—Cuando el sol comience a caer —sentenció Fidón.
—Bien. Descansa.
Al caer la tarde, como esperaban, ya se percibía el desordenado barullo del contingente bárbaro que se aproximaba. Okela, Pausanias y el coloso Jantipo esperaban pacientes la llegada de los bárbaros, como si de una comitiva de bienvenida se tratara. Pausanias y Jantipo vestían la panoplia al completo, Okela en cambio no llevaba ni la lanza ni el escudo ni el casco. Su intención era hacerse entender o, por lo menos, intentar transmitir a los nativos que la expedición había recalado allí por necesidad y que continuarían su camino en cuanto la nave estuviese reparada. El resto de los hombres permanecían guarecidos tras las defensas de la playa, completamente armados por si, al final, fuese necesario batirse. Si los cálculos de Fidón eran correctos, la proporción de bárbaros contra espartanos era de cinco o incluso seis a uno. Okela había estado en combates mucho más desequilibrados y los espartanos siempre habían salido victoriosos, pero lo último que quería era que se derramase inútilmente sangre espartana si podía evitarse.
Empezaron a dibujarse las siluetas de los bárbaros. Vestían con pieles y portaban, cada uno, armas de diferentes tipos. Algunos llevaban espadas largas y escudos de madera, otros portaban lanzas o grandes mazas. No era un ejército regular, pero su número seguía siendo preocupante. La primera línea de bárbaros se detuvo nada más sobrepasar el bosque. Bárbaros en toda su esencia, con las barbas pobladas y desaliñadas, las caras sucias, los cabellos largos y el gesto fiero. No dejaban de hacer movimientos intimidatorios balanceándose hacia delante y hacia atrás coreando un extraño murmullo como invitando a la lucha. De entre ellos se abrió paso a empujones la figura del que debía ser el jefe de la tribu. Era algo más corpulento que los demás. Iba vestido con pieles de lobo y con un yelmo de bronce abollado que parecía cartaginés. Gritó hacia los espartanos palabras incomprensibles y lanzó con fuerza una lanza que se clavó a unos diez pasos de Okela.
—No parecen muy contentos de vernos —dijo Jantipo sonriendo.
—Menudo barullo. Aúllan como lobos —observó Pausanias—. Acabarán gritando como cerdos.
Okela chistó para que guardasen silencio e hizo un gesto para que sus acompañantes se quedaran en sus sitios. Avanzó lentamente hacia los bárbaros, con las palmas de las manos extendidas. La leve brisa del mar hacía que su capa carmesí hondease levemente. El murmullo de los bárbaros no cesaba ni un momento. Su jefe permanecía expectante, viendo cómo Okela se acercaba lentamente rebasando la lanza que él mismo había lanzado. El espartano caminaba confiado y se ponía a su merced.
—Venimos en paz —dijo Okela cuando se encontraba lo suficientemente cerca para no tener que gritar.
El caudillo bárbaro se aproximó sin abandonar su terrible expresión. Estudiaba con desprecio a aquel hombre que, sin rastro de miedo, osaba acercarse tanto a sus amenazantes guerreros.
—Extranjeros que vienen del mar siempre sois problemas —dijo el bárbaro en un griego roto, escupiendo al suelo.
Okela suspiró mentalmente con alivio. Al menos parecía entender su lengua.
—Necesitamos reparar la nave —dijo mostrando el Ártemis—, y seguiremos nuestro camino. No queremos problemas.
—Id ahora —repuso el bárbaro con gesto de perder la paciencia.
—No podemos, el barco necesita reparaciones —decía el espartano mientras que hacía un gesto con un martillo imaginario.
—¡Id! —repitió el bárbaro visiblemente encolerizado y, haciendo aspavientos violentos, repitió—: ¡Id!
Era evidente que no había nada que hacer. Los bárbaros parecían haber tenido suficiente dosis de cartagineses, etruscos, fenicios y griegos que, con la excusa de la paz y el comercio, les debían haber expoliado. No eran infrecuentes las incursiones en tierras bárbaras para capturar esclavos; un negocio muy lucrativo en todo el mundo griego. Okela volvió sobre sus pasos sin dar la espalda al ahora declarado enemigo.
—Habrá combate —dijo Okela a Jantipo y a Pausanias cuando llegó hasta ellos—. Ocupad la entrada de las defensas. Teleclo y Nicandro os apoyarán.
En poco tiempo, los espartanos se parapetaban en las débiles defensas de arena, piedra y madera. Jantipo, Pausanias, Teleclo y Nicandro, designados para cubrir la entrada al pequeño recinto, ocupaban sus posiciones formando una minúscula falange de cuatro. Mientras, Okela y una docena de hombres permanecían alejados, casi al borde del agua, en primer lugar para poder apreciar la situación mejor y en segundo lugar por si la defensa se desmoronaba en algún punto poder acudir allí con hombres de refresco, o por si los bárbaros decidían bordear el montículo para entrar al recinto por la retaguardia. Las órdenes eran sencillas, aguantar el primer ataque, y una vez desbaratado éste, a una orden del aulós, todos los espartanos debían formar en falange ante el montículo para avanzar como siempre: lenta y decididamente.
El día languidecía, pocas horas de luz quedaban ya. Sonaron los inconfundibles cuernos que los bárbaros utilizaban para ordenar la carga, querrían estar de vuelta en sus hogares de madrugada, con botín e historias de valor y gloria que contar. Su jefe observaba con interés y suficiencia.
La ruidosa carrera de los salvajes hacia las defensas de la playa, ansiosos y furiosos, blandiendo las armas y emitiendo sus gritos de guerra, comenzó a perder ímpetu cuando los primeros hombres comenzaron a ensartarse los pies con las pequeñas estacas puntiagudas dispuestas por la playa. Los que conseguían esquivarlas a tiempo, empujaban a sus compañeros a derecha o izquierda. Los que venían en segunda línea tropezaban con los caídos o con los que buscaban senderos libres de aquellas dañinas estacas, fácilmente esquivables si se mantenía la mirada fija en el suelo y se reducía la velocidad. Aquel revés provocó cierta conmoción entre los bárbaros, que tardaron en entender lo que ocurría. El jefe de los salvajes reaccionó, haciendo que sus cuernos volviesen a tocar las notas que daban la orden de cargar. Pero el ataque no podía ser tan impetuoso como hubiese querido y como los bárbaros estaban acostumbrados a dirimir sus diferencias en el campo de batalla: chocando brutalmente los unos contra los otros.
Cuando la primera línea de asaltantes llegó al montículo, el combate fue sangriento. Los espartanos parapetados con sus largas lanzas proyectaban con pericia las puntas de hierro con puntería homicida sobre las gargantas, brazos y piernas desprovistas de armadura. Las heridas debían ser rápidas y limpias para así retirar las lanzas con velocidad y buscar el siguiente objetivo. No era necesario matar, tan solo herir y buscar la retirada de los atacantes. Muchos bárbaros caían de espaldas, abatiendo en ocasiones a los que venían detrás para ocupar su puesto.
Pausanias y Jantipo, con su habitual destreza, herían y mataban en la estrechez del acceso a las defensas, primero con las lanzas y luego, cuando estas resultaron irrecuperables, con sus pequeñas espadas. Los bárbaros que podían retirarse heridos lo hacían empapados en su propia sangre; los que caían, atravesada su garganta o cortada su yugular, hacían de parapeto para los que venían detrás, que buscaban desplazar a los dos espartanos y encontraban, a su vez, tan solo dolor y muerte.
La organización, la habilidad, la experiencia y las armas de los espartanos resultaron ser demasiado determinantes en el combate. Era imposible para los bárbaros desplazar a los hoplitas de sus posiciones. El cansancio de los asaltantes se hacía evidente, y entonces Okela hizo sonar los aulós como parte de la segunda fase del plan de defensa. Los espartanos comenzaron a descender de sus posiciones y a avanzar sobre los agotados bárbaros, empujándolos con lanzas y escudos. La larga y delgada línea de hoplitas formó perfectamente, emitiendo el característico sonido cuando los escudos se anclaron los unos a los otros. Un renovado ataque tuvo lugar, pero menos impetuoso que el anterior y más fácil de repeler. Entonces sonó la señal de avance para los hoplitas. Lentamente, la línea espartana comenzó a desplazar a los atacantes que pretendían mantener la posición, sin éxito. Sólo tuvieron que avanzar veinte pasos para que los bárbaros al final se diesen a la fuga en dirección al bosque. Los que agonizaban o habían quedado inmóviles, ensartados en las estacas, eran atravesados por las espadas espartanas sin piedad. La playa quedó teñida de rojo. La arena era incapaz de absorber tanta sangre.
Okela ordenó que los aulós tocaran el alto y la formación se detuvo al instante viendo cómo el enemigo se daba a la fuga. Un espartano está acostumbrado a ver la espalda de sus enemigos. En otra situación se hubiera dado orden de perseguir al contingente enemigo en desbandada y proseguir con la carnicería, pero en el bosque la formación espartana se desintegraría a merced de los árboles y podrían verse superados por la cantidad de enemigos presentes que no tardarían en reorganizarse. Habían repelido el ataque. El sol ya se hundía en las profundidades del océano. Era suficiente.