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La tormenta se fue tal y como había llegado. El sol del día siguiente, aunque fuese de otoño, calentó lo suficiente para que las empapadas ropas de marineros y soldados pudiesen secarse. Era una playa pequeña, flanqueada por escarpados acantilados a derecha e izquierda. Se adentraba con una ligera pendiente en un bosque no muy frondoso. El Ártemis permanecía inmóvil, como muerto, encallado en las rocas que habían supuesto la salvación de los tripulantes pero también profundas heridas en el casco de la nave, que Adrastos se había apresurado a analizar en cuanto el tiempo lo permitió. Se encontraban en territorio probablemente hostil y plagado de salvajes, pero esa no era la mayor preocupación de Okela, sino la desaparición del Odiseo. Guardaba el recuerdo del último destello que iluminó la lejana silueta de la embarcación en la que viajaba la mitad de la expedición y que luchaba contra los vientos huracanados y las olas ciclópeas que la furia de Zeus, el que amontona las nubes, había lanzado contra ellos.

Adrastos se apresuró a informar a Okela del estado de la nave.

—Dentro de lo que cabe, los daños pueden ser reparados. Eso sí, hará falta tiempo y hombres —dijo Adrastos.

—¿Cuánto tiempo? —inquirió Okela.

—Trabajando en los daños de sol a sol y encontrando la madera adecuada, unos veinte días, quizá veinticinco.

—Muy bien, dejaré treinta hombres a tu mando para que reparéis la embarcación cuanto antes. —Volvió su mirada hacia uno de los espartanos y gritó—. ¡Jantipo!

El aludido corrió veloz a la llamada de su jefe.

—¿Señor? —se presentó el soldado.

—A partir de ahora quedas a las órdenes de Adrastos. Selecciona a treinta hombres para que ayuden a reparar el Ártemis —ordenó Okela ante el agradecimiento del capitán.

—Sí, señor. —Y desapareció a organizar el grupo de trabajo.

—Bien, no tendrás problemas. Pide lo que necesites. —Tras una pausa que Adrastos tomó como despedida dándose media vuelta, Okela volvió a hablar—. ¿Qué puede haberle sucedido al Odiseo?

—Es difícil saberlo —carraspeó Adrastos como si hubiese preparado la respuesta—. Demetrio es buen capitán, sólo espero que hayan conseguido varar la nave en alguna playa. Si no es así, lo más probable es que no volvamos a verlos.

Esta vez sí, Okela hizo ademán de despedir a Adrastos, que se encaramó a las rocas para supervisar las reparaciones. Los trabajos del Ártemis y la desaparición del Odiseo no eran los únicos problemas a los que se enfrentaba la expedición. Había necesidades acuciantes; la primera encontrar algún punto donde abastecerse de agua dulce, un río o un arroyo, pues pronto ésta comenzaría a escasear. La segunda, proveerse de comida suficiente para todos los náufragos. La tercera, defender la playa ante posibles ataques de los nativos.

Okela dispuso tres grupos más: uno se ocuparía de delimitar un perímetro alrededor de la playa, en el bosque y los acantilados, a dos estadios de distancia; hombres ocultos entre la maleza para proteger la playa o dar la voz de alarma en caso de movimientos sospechosos. Otro grupo, encabezado por él mismo, saldría a buscar agua, comida y, con un poco de suerte, tal vez encontraran el Odiseo. Desde la playa podía divisarse un monte desde el cual albergaba esperanzas de poder escrutar una parte importante de la isla. Si salían en ese momento podrían llegar allí cuando el sol se encontrase en su cénit. El tercer grupo se ocuparía de recoger leña y de levantar algún tipo de posición defensiva, preparando así el campamento que se construiría en la playa y que les serviría de morada durante los días que estuviesen allí.

La arena pronto se convirtió en tierra a medida que la pequeña partida se alejaba de la playa en dirección al monte. Para poder moverse con mayor agilidad, los espartanos habían dejado los escudos, yelmos, corazas y grebas, sirviéndose únicamente de sus lanzas para ayudarse en el camino y de sus pequeñas espadas para despejar las partes más frondosas del bosque. Los pies se hundían en un barro cubierto de hojas marrones. Los pájaros entonaban bellos cánticos y el sol se colaba entre las copas desnudas de los árboles. Era una tierra bella y abundante en árboles y, aunque aún no se habían cruzado con ningún animal, era seguro que la caza sería buena.

Cuando comenzaron a ascender la pendiente del monte, el sol ya se encontraba en su cénit. Poco después Okela ordenó que el pequeño grupo se detuviese. Desde las alturas, y a lo lejos, se podía divisar a la perfección la playa desde la que habían venido y donde, como hormigas laboriosas, trabajaban sus hombres. La partida continuó el ascenso y, sólo cuando estaban a punto de ganar la cima, Okela ordenó de nuevo el alto y con un gesto pidió silencio absoluto a sus hombres. Aguzó el oído y cerró los ojos moviendo levemente la mano como intentando guiar sus sentidos, intentando separar los sonidos del bosque en su mente. Podía, aunque tan sólo levemente, oír el indiscutible sonido del agua que producía, sin duda, el salto de algún río aún joven en las alturas. Pero al dulce sonido del agua se unía otro, algo más lejano y débil. Un silbido. No, una melodía. Abrió los ojos.

—Fidón —dijo a uno de sus hombres indicándole que se aproximara—, ¿oyes eso?

Fidón, el corredor, escuchó con atención.

—Parece una flauta, señor —repuso.

—Eso me parecía. Sígueme. —E hizo una señal al resto para que aguardaran agachados.

La básica melodía era cada vez más audible. Se aproximaban reptando como serpientes para no ser vistos, hasta que, deteniéndose, sus ojos fueron a dar con la figura algo lejana de un chiquillo que se esforzaba en exprimir las notas de un instrumento. Un pastor rodeado de cabras. Si un muchacho andaba por ahí, su poblado no podía estar muy lejos y, por la información que había recabado en Sicilia, las gentes de esa isla no eran muy hospitalarias con los extranjeros.

—Bien, Fidón —dijo—. Observa al pastor sin ser visto, síguele de lejos e intenta averiguar dónde está su poblado. Tendremos que intentar pasar desapercibidos hasta que el Ártemis esté reparado para que estos bárbaros no nos causen problemas. Vuelve a la playa mañana para informarme.

Fidón asintió y Okela se despidió de él con un suave apretón en el hombro. Antes de descender, observó el horizonte desde aquella altura. Debían haber recorrido unas cuatro parasangas hasta llegar allí, quizá algo más. La abrupta costa se dibujaba nítida a lo lejos: innumerables calas y playas, escarpados acantilados y grandes bosques. Nada daba a entender que el Odiseo hubiese sobrevivido a la tormenta. Por un momento lamentó su tozudez a la hora de zarpar de Sicilia. Pero nada podía hacerse ahora más que asumir que podrían no volver a ver a sus compañeros nunca más.

Los trabajos de la playa proseguían con celeridad y sin descanso. Okela y sus acompañantes en seguida arrimaron el hombro. Los jóvenes ilotas llevaban agua, incansables, de un lado para otro, saciando la sed de los marineros y soldados que trabajan en el Ártemis y en las defensas. Los espartanos habían decidido, debido a la falta hachas y sierras para la tala de árboles, hacer una zanja de la altura de un hombre en la playa y, con la arena que sacaban, un montículo de las mismas características en forma de luna menguante con una apertura en el centro que serviría de acceso. Para dar consistencia a las débiles defensas, utilizaban las ramas de las que iban haciendo acopio en el bosque cercano y piedras del acantilado. Asimismo, Okela ordenó que, de forma aleatoria, y separados por un paso de distancia, se hiciesen hoyos, y que en ellos se clavasen pequeñas estacas con la punta mirando al cielo a modo de trampa. Eran visibles a cualquier atacante, pero servirían para que un posible asalto fuese menos impetuoso y más difícil. También dio órdenes de no encender fuegos durante el día para no alertar con el humo a los nativos de la isla. Se comería caliente únicamente por la noche y se apagarían las hogueras en cuanto hubiesen servido para su propósito.

Fidón llegó con su informe a la mañana siguiente. Los espartanos llevaban trabajando sin descanso desde el amanecer en el montículo de piedras, madera y arena. Allí, como uno más, encontró a un sudoroso Okela cavando en la zanja.

—¿Y bien? —preguntó el general—. ¿Qué has averiguado?

—Tal y como nos temíamos, al otro lado del monte, junto al río, hay un poblado de unas dos mil almas. Hay un sendero que se pierde en las montañas; parece llevar a otro más allá. Están haciendo acopio de víveres para el invierno, tienen cerdos, cabras y algún que otro buey.

—Dos mil personas —dijo Okela pensativo valorando la información—. Eso significa unos quinientos hombres en edad de combatir. Esperemos no tener que hacerlo. Come y descansa, Fidón, y en cuanto puedas vuelve allí e infórmame de cualquier movimiento que pueda significar que nos han detectado.

Fidón asintió y se retiró a dormir un poco.