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Según el mapa siracusano, y si las referencias no estaban equivocadas, las naves ya divisaban el estrecho que debían atravesar para continuar a occidente entre Ichnusa y la isla que quedaba al norte de ésta. Adrastos había expresado su preocupación sobre atravesar un estrecho desconocido por él en aquella época del año en la que Poseidón estaba irritable. Los estrechos, decía, siempre esconden riesgos, y las corrientes son traicioneras. El capitán propuso continuar hacia el norte navegando cerca de la costa; eso llevaría más tiempo, sin duda, pero creía que era una apuesta más segura. Okela valoró seriamente sus argumentos pero, puesto que los dioses parecían bendecir la expedición, optó por continuar con el plan trazado. Intentó tranquilizarlo diciéndole que, en caso de que hubiera problemas, siempre tenían la opción de varar las naves en cualquiera de las dos costas, ambas plagadas de playas. Pero nadie puede confiar en los dioses demasiado tiempo, siempre te ponen a prueba, particularmente cuando menos alerta y más tranquilo estás con sus bendiciones.

El día había sido inusitadamente soleado y caluroso para la fecha. La costa entre ambas islas era irregular. El hecho de estar navegando viendo tierra a ambos lados y un mar salpicado de pequeñas islas pronto hizo que Okela recordase el Egeo. Un Egeo eterno que quedaba ya tan lejos. Apretó con su mano derecha la bolsita que Kalisté le diera antes de partir. Intentó dibujar el rostro de su mujer en su mente. Por primera vez le resultó difícil recordar los rasgos de su musa. Cerró los ojos. Era inútil. El rostro de Kalisté quedaba desdibujado en su recuerdo. Como cuando se intenta recordar un sueño y éste se escapa.

Pronto el viento comenzó a encabritarse. Okela abrió los ojos y miró al cielo para agradecer a los dioses aquel empujón a la hora de atravesar el estrecho. Lo que en un principio le pareció un signo inequívoco de la benevolencia de los dioses, resultó ser más bien lo contrario cuando giró su cuerpo en dirección opuesta a la que navegaban. La mar comenzó a agitarse de forma cada vez más violenta y empezaron a trazarse en el cielo, como por arte de magia, negras nubes que les perseguían con la velocidad de Hermes.

La cara de Adrastos no dejaba lugar a dudas. Había peligro. Mientras intentaba organizar a sus marineros de la forma habitual, o sea a base de empujones, patadas y palabras malsonantes, se acercó a Okela para informarle de que era necesario buscar una playa y varar los barcos.

—En cuanto las nubes nos alcancen, esto puede volverse muy desagradable, como poco —comentó.

Okela asintió. No era hombre de mar, así que animó a su capitán a hacer lo que considerase conveniente. Comprobaron que el Odiseo seguía al Ártemis de cerca.

El olor a humedad densa y a agua dulce empapaba el ambiente desplazando el salado olor a mar. Las velas se hinchaban como la barriga del capitán de la nave. El Ártemis cortaba las aguas con su panza a la velocidad de un trirreme. En un momento, la proa se elevó a causa de una gran ola y volvió a caer como el plomo, derribando a más de un espartano sobre la borda del barco. Aquella ola no era más que un aviso de lo que se avecinaba. Los movimientos del Ártemis eran cada vez más violentos. Hacia arriba y hacia abajo. Hacia un lado y hacia el otro. Adrastos gritaba órdenes a diestro y siniestro manteniéndose firme, como si sus pies se clavasen al suelo en cada embestida del mar y ordenando que todo el que no fuese necesario en cubierta bajase a las bodegas. Okela apenas podía mantener el equilibrio al bajar del castillete, y la sensación de mareo y malestar empezó a ser mayúscula. Mientras los espartanos hacían su camino hacia la bodega, una gran gota golpeó la cabeza de Okela, luego otra, y otra, y otra. El repiqueteo de las gotas sobre la cubierta del Ártemis le recordó al espartano el sonido de las flechas sobre su escudo. Al principio podía verse claramente donde caía cada una de ellas, pero a medida que se acercaba a la escotilla de la bodega, tambaleándose de un lado a otro como si estuviese borracho, los puntos que dibujaba la lluvia dejaron de verse, sepultados por otros cada vez más violentos. El día se volvió oscuro y tétrico. A lo lejos, un rayo amenazador surcó los cielos iluminando la oscuridad con un destello, Okela contó hasta veinte y entonces se oyó el trueno que indicaba que la tormenta aún estaba lejos.

—¡A la bodega! —gritó Adrastos autoritario.

El general espartano bajó a la panza del barco y cerró la escotilla detrás de él. Las gotas golpeaban cada vez con más fuerza y los movimientos de la nave eran ya muy violentos. En la bodega se hacinaban todos los espartanos y algún marinero prescindible, que rezaba a todos los dioses del Olimpo que conocía prometiendo no volver a jugar, no volver a beber y no volver a fornicar. Aunque no había pasado mucho tiempo, el ambiente de la bodega ya estaba viciado. Cada uno de los hombres tenía la cara de un color. Onomácrito estaba blanco, Pausanias tenía una tonalidad verdosa, Jantipo casi azulada. Okela se acomodó como pudo cerca de la escotilla. Por entre las maderas de cubierta se filtraban hilillos de agua que concedían algo de alivio a quien se encontraba debajo. Qué visión más lastimosa. Eran invencibles en tierra, pero totalmente inútiles en el mar.

Jantipo no pudo resistirlo más. Se llevó las manos a la boca e hizo un esfuerzo titánico por mantener las tripas en su sitio. Pero se le dieron la vuelta. A través de sus dedos comenzó a filtrarse el vómito. Incapaz de controlarlo, su boca se convirtió en un desagradable torrente. El ejemplo fue contagioso, como cuando empieza a quebrarse una línea de batalla: en cuanto un hombre abandona su posición, los demás empiezan a seguirle. Ninguno de los que aliviaron el contenido de sus tripas se sentía mejor. Okela nunca había sentido una sensación de mareo tan incontrolada; hubiera preferido ser torturado por los persas.

Las aberraciones que vomitaba el infernal agujero que Adrastos tenía por boca, se oían amortiguadas por la madera de cubierta. El korkótida sintió durante unos instantes admiración por el capitán. Siempre había luchado contra hombres, pero Adrastos se batía contra los mismísimos dioses sin amedrentarse.

—¡Como salgamos de esta yo mismo te arrancaré los ojos con mis manos! —decía Adrastos a uno de los marineros—. ¡Ata esa maldita cuerda! —Y tras una pausa proseguía—: ¡Te arrancaré los pelos de los huevos uno a uno y disfrutaré con ello, maldito imbécil! ¡Dame eso, idiota! —Y tras otro silencio volvía a la carga—. ¡Haré que te comas tus propios testículos en cuanto atraquemos!

Las amenazas y los insultos de Adrastos cumplían dos propósitos sin él saberlo. Por un lado, azuzaba a sus hombres a darlo todo de sí mismos, y por otro, las promesas de las inenarrables torturas que describía, tan básicas como gráficas, no dejaban lugar a dudas: saldrían de aquella.

—¡Hombre al agua! —dijo una lejana voz.

Con el vaivén descontrolado era impensable que aún quedase alguien en cubierta. Uno de los marineros debía haberse precipitado al agua, su suerte estaba echada.

—¡Señor! ¡Caladero al norte! —gritó uno de los marineros.

Los pesados pies de Adrastos recorrieron la cubierta a toda velocidad.

—¡Muy bien muchachos, virad a estribor! —gritó Adrastos—. ¡Aguanta muchacha! —le decía al Ártemis.

Los truenos cada vez se hacían más frecuentes. El Ártemis crujió bajo las posaderas de los espartanos, que miraban en todas direcciones de la bodega intentando adivinar por dónde se partiría el barco. La nave comenzó a virar. De repente, la escotilla de la bodega se abrió dejando entrar un torrente de agua que alivió, más que molestó, a los mareados espartanos. Era Adrastos, que con una sonrisa casi burlona se dirigía a todos:

—Muy bien, señoritas: agárrense, vamos a encallar de un momento a otro, y por cómo rompen las olas ese caladero es un peligro, pero no nos queda otra posibilidad.

—¿Podemos ayudar en algo? —preguntó Onomácrito.

—Sí, por supuesto: suplicad a los dioses. —Y se apartó cerrando la escotilla y soltando una sonora carcajada.

Como dando ejemplo, Adrastos comenzó a increpar a los dioses, hablándoles de tú a tú y gritando que hacían falta algo más que cuatro gotas de agua y unos pocos truenos para hundir al gran Adrastos. Maldito loco, pensó Okela, acabará buscándonos la ruina.

De repente, el Ártemis ya no se movía en dirección a su proa, sino que se había convertido en el juguete de unas olas encabritadas que lo empujaban de lado contra la costa. Tras unos imponentes bandazos que empujaron a unos espartanos contra los otros, la panza del Ártemis crujió estruendosamente de nuevo y la bodega comenzó a anegarse por las grietas que habían abierto las rocas, puntiagudas como lanzas, de aquella costa inhóspita. El movimiento de la nave se detuvo de golpe y la escotilla se abrió mostrando otra vez la desencajada faz de Adrastos.

—¡Fuera todo el mundo! —dijo con voz potente, empapado hasta los huesos—. ¡Sacad sólo lo imprescindible, ya volveremos a por lo demás!

Sin perder un instante, Okela comenzó a ordenar que salvaran lo imprescindible: las armas y, por supuesto, el cofre con las Leyes de Esparta. Okela fue el último en salir de la bodega del Ártemis cuando el agua le llegaba ya por las rodillas. Al encontrarse en cubierta intentó hacer una valoración de la situación, pero la oscuridad y la intensa lluvia no permitía ver más que lo que tenía a unos pasos. Sólo la fugaz luz de un relámpago le permitió observar a lo lejos una nave a la que engullían las olas para, más tarde, volver a asomarse entre ellas. El Odiseo pugnaba por sobrevivir en la distancia.

Encorvado, y procurando no resbalar por la anegada cubierta del barco, Okela hacía su camino, como toda la tripulación del Ártemis, hacia unas rocas que llevaban a una playa donde la rabiosa espuma del mar se estrellaba con furia. Más allá de la arena se extendía un bosque.

—¡A la playa! —gritaba Adrastos continuamente—. ¡A la playa!

Los marineros fueron los últimos en abandonar el barco, que permanecía casi inmóvil encallado en las rocas. Al llegar a tierra los hombres de Adrastos se desplomaron desfallecidos, presas del más angustioso cansancio y sin preocuparse de guarecerse de la lluvia; daba igual, ya no podían mojarse mucho más.

El capitán tardó en aparecer. Fue el último en llegar a la playa, iba cargado con un pesado cuero repleto de vino.

—¡He dicho que cogieseis lo imprescindible! —dijo posando el cuero en el suelo con la delicadeza de una madre—. ¡Malditos imbéciles, he tenido que volver!

Bajo los grandes escudos de los espartanos, tanto marinos como soldados encontraron un improvisado refugio. Dos hombres por escudo. Los cielos se estremecían.