Hacía ya ocho días desde que la expedición espartana zarpase de Sicilia y comenzara a remontar Ichnusa por su costa este. La isla parecía una huella en el mapa, de ahí su nombre. Estaba dominada por los cartagineses, pero estos, tras la estrepitosa derrota de Himera, buscaban un entendimiento con Gelón y no osaban hostigar naves que pudiesen ser griegas. Adrastos se había opuesto vehementemente a atravesar el mar en aquella época del año, apelando a los caprichos de Poseidón, pero los sacrificios llevados a cabo por Onomácrito desvelaban buenos augurios con respecto a la travesía. Los vientos parecían favorables y, a pesar del frío de la estación, los cielos se mostraban relativamente claros. De todos modos, sólo los auspicios más pesimistas e inequívocos hubiesen detenido a Okela en su empeño de dejar Sicilia cuanto antes, y sólo por el hecho de que los sacrificios de Onomácrito eran públicos para todos los integrantes de la expedición.
Los cuatro trirremes enviados por Gelón como escolta no duraron mucho cerca del Odiseo y el Ártemis. Al segundo día de travesía dieron media vuelta y volvieron a sus bases. De nuevo, la escolta facilitada por Gelón era poco más que una excusa para asegurarse de que los espartanos seguían su camino.
La llegada de Adrastos a Himera había estado repleta de alegría por parte de los marineros, que habían sobrevivido a las apestosas y mugrientas cárceles de Siracusa. Allí, vagos, maleantes, delincuentes y cómo no, enemigos políticos del tirano, eran encerrados prácticamente de por vida por cualquier mínimo delito, ya fuese real o inventado. La humedad de los calabozos entumecía los miembros y castigaba los huesos. Los piojos, la sarna, las ratas, la oscuridad y la falta de comida rompían los espíritus de los hombres más viriles en cuestión de días y acaba por convertirlos en poco más que animales. Las descripciones que Adrastos hacía eran realmente estremecedoras, y el capitán no dudó en hacer partícipe de sus vivencias a Pantites hasta su más absoluto aburrimiento durante la travesía entre Siracusa e Himera.
Nuevas noticias habían llegado a Siracusa desde Grecia, y Pantites se las había relatado a Okela justo antes de partir. La flota ateniense, así como la mayor parte de la población de la ciudad, se había refugiado en las islas de Salamina y Egina antes de que Atenas fuese arrasada por las hordas de Jerjes. Allí se reparaban los barcos que habían tomado parte en la batalla del estrecho de Ártemis y se hacinaban los ciudadanos del Ática con lo poco que habían podido llevar consigo: comida sobre todo. Que la mayoría de los hombres hubiesen sido reclutados para la flota y el ejército había supuesto la pérdida de la cosecha del año anterior; la comida y el agua escaseaban en una isla donde se amontonaban miles de personas, aunque, a duras penas, las ciudades aliadas conseguían suministrar algunos alimentos a los refugiados. Desde Salamina, los atenienses se convirtieron en testigos impotentes de la destrucción de su amada polis. Durante días y noches contemplaron en la distancia el resplandor de las llamas que devoraban Atenas.
La última noticia de todas era la más desalentadora: Temístocles había traicionado a sus compatriotas. Había informado a Jerjes, mediante un sirviente, de la precaria situación de los griegos y del día exacto en que emprenderían la huida, pues la situación se había vuelto insostenible. El ateniense había ofreciendo al Gran Rey la oportunidad de derrotar a los desmoralizados atenienses y sus aliados en cuanto se hicieran a la mar en el estrecho de Salamina. Así que Temístocles, pensó Okela ante el relato, después de haber defendido la necesidad de luchar o morir, al final había llevado a su propia flota a una encerrona y les había vendido. Malditos atenienses, pensó, maldito dinero. Aquellas noticias ya tenían unos doce días, más o menos el tiempo que había transcurrido desde la batalla de Himera. Jerjes sería ahora dueño y señor de los mares, y por tanto podría desembarcar tropas en cualquier punto del Peloponeso. De poco servía ya el muro que se construía en Corinto. Sin la flota ateniense, Esparta y sus aliados no podrían detener la avalancha.
Onomácrito había insistido en que Telamón viajase con Agías y Pantites en el Odiseo. Después de todo, si la travesía era larga también ellos necesitarían un médico y el chico ya iba cogiendo soltura.
El octavo día de travesía resultó, como los anteriores, tedioso. Los marineros limpiaban una y otra vez la cubierta y, siguiendo el ejemplo de Adrastos, se ordenó a los espartanos limpiar a conciencia las corazas, los yelmos, los escudos y las grebas. La única posible distracción parecía ser la costa de Ichnusa, que a veces estaba más cercana y a veces más alejada. Ni siquiera los delfines saltando del agua al compás de las olas suponían ya una distracción para unos hombres acostumbrados a la actividad continua. Cuando ninguna panoplia podía estar ya más limpia, cuando las grebas y los cascos reflejaban la cara de sus dueños como espejos, poco más se podía hacer. Okela comenzó a considerar cual podría ser una buena distracción para sus hombres, ya que el aburrimiento suele desembocar en la indisciplina. Había valorado la posibilidad de desembarcar en Ichnusa, en alguna de las muchas playas que rodeaban la isla, pisar tierra, recoger agua fresca y organizar una partida de caza para el esparcimiento de sus hombres; pero quería llegar a Emporión antes de que acabase el otoño, y le habían advertido de la fiereza de los habitantes de la isla. No es que eso fuese preocupante en sí, porque más fieros eran sus espartanos, pero verse envuelto en una escaramuza y perder más hombres no era recomendable.
Había que continuar rumbo norte hasta encontrar el estrecho del que había hablado el siracusano y que venía dibujado en el mapa. Allí recalarían para buscar agua fresca y girarían hacia occidente. Pero necesitaba una idea para mantener a los espartanos ocupados. El mar no era su elemento, y el hacinamiento, la falta de ejercicio y las horas muertas comenzaban a hacer mella. Algunos marineros aprovechaban la noche para emborracharse, provocando pequeños altercados. La convivencia en el viaje desde Helos hasta Siracusa había sido más o menos soportable gracias a la novedad, pero las rencillas comenzaban a florecer como malas hierbas por insignificantes disputas. Cuatro días más en aquellos barcos y acabarían a palos, y ese era el tiempo necesario para llegar al norte de Ichnusa. La rutina estricta diluye el tiempo.